Benjamín Cuéllar
28 de enero de 2016
El
Salvador es, ciertamente, uno de los países más violentos. Se considera el más
violento entre los que, hoy día, no están sumidos en una guerra interna o
internacional. Decir esto no es novedad. El derramamiento de sangre fue
constante antes y durante los combates entre las fuerzas armadas
gubernamentales y rebeldes. Fueron once años terribles que acabaron con la
firma del Acuerdo de Chapultepec. La ilusión de un mejor futuro abundó dentro y
fuera del suelo patrio. Sin embargo, pasados casi cinco lustros, lo que se soñó
no es más que eso: quimera que nunca cuajó en favor de las mayorías populares.
Había razones
para imaginar que, con el cese al fuego, bajarían de tajo las muertas violentas.
Eso sería el inicio del anunciado proceso de pacificación, tal como lo acordaron
en Ginebra el 4 de abril de 1990. Había que “terminar el conflicto
armado por la vía política al más corto plazo posible”, lo que se logró con inusitada
precisión. Tras ello, también había que pecar de optimistas por lo legítimo y apreciable del resto del documento: “impulsar
la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto a los derechos
humanos y reunificar a la sociedad salvadoreña”.
La tierra cuzcatleca sería,
pues, un paraíso terrenal. Pero como en esos tres temas solo se avanzó de
forma, en el fondo la triste gente –la más triste del mundo, sentenció Roque– siguió
y sigue condenada por la polarización, la corrupción y la exclusión, a sobrevivir
insegura bajo el asedio de la delincuencia común y organizada en medio de una violencia
creciente, imparable e intolerable. Esta última constituye una de las
calamidades a la que se ha sido sometida, sobre todo durante las casi cinco
últimas décadas de la historia nacional.
Pero iniciando
la de 1970, hubo organización social con fines electorales y esa gente salía de
sus casas –sobre todo de las más humildes– a ser parte de la Unión Nacional
Opositora y apoyar sus candidatos para las elecciones que venían, sin
clientelismos y otras prácticas politiqueras nocivas de por medio. Lo hacía de
corazón. De 1975 a
1980, después del fraude electoral en 1972 y del siguiente en 1977, la gente
salía de sus casas a luchar contra el régimen autoritario sabiendo que por la
violencia política oficial –también había guerrillera– podía morir, ser
detenida y torturada, o desaparecer forzadamente. No importaba; igual había
esperanza. Lo hacía de corazón y sin importar los riesgos, con pasión e
imaginación.
Después
vino la guerra y la gente se metió a sus casas para protegerse, dejando
combatir en el campo de batalla a los enemigos. Pero, incluso así, tenía la
esperanza de que –terminado el conflicto armado– algo mejor surgiría. Eso se
anunciaba en el Acuerdo de Chapultepec, el último de las negociaciones. Lo ahí
escrito, bien merecido lo tenía la gente. Pero a estas alturas, lo esencial de
esa suma de sacrificios, angustias y sufrimientos, nunca le llegó. La paz sigue
ausente en medio de tres guerras cada vez más intensas, sucias y dolorosas que
impiden su realización: entre maras, contra las maras y de las maras hacia la
población.
El
problema es que ahora la esperanza de antes ya no existe entre los sectores de
donde salió la gran cantidad de personas que, entre 1970 y 1980, se organizaron
y batallaron para cambiar la realidad. No la hay. Dentro de esos sectores, solo
tiene esperanza quien sueña con el triunfo electorero de su partido para
conseguir, así, “componerse”; léase, prosperar individualmente sin importar
cómo. Hoy la gente ya no sale de sus casas a las calles en pie de lucha. Ahora las
abandona huyendo del desgobierno, a pie o como pueda, para salir del país y no ser
víctima de la muerte lenta o violenta.
Para iniciar
la repatriación de la esperanza y las ganas de luchar contra los males que
aquejan a la población mayoritaria, la oportunidad está a la mano. Hay un recién
estrenado Fiscal General que ha pintado su raya, para guardar distancia de sus predecesores.
Ha denunciado, por ejemplo, el nepotismo dentro de la institución en la que
laboró y ahora conduce. ¡Aplausos! Pero se esperaría más, para contribuir a que
la gente salga del profundo desencanto que la anula.
Ahí
están las órdenes internacionales para capturar diecisiete militares reclamados
por la justicia universal. Ojalá nos sorprendiera, pero parece que Salvador
Sánchez Cerén no le ordenará que proceda al nuevo director general policial,
Howard Cotto. Como titular del Ejecutivo y comandante general de la milicia parece,
al igual que el inmediato anterior, no querer tener líos con los militares y
quizás hasta buscar congraciarse con los más “duros”. Tras las últimas
promociones y los nuevos movimientos en la institución castrense, hoy es General
de Brigada el hijo del coronel Inocente Orlando Montano; asimismo, nombró jefe de
un Destacamento Militar al hijo del teniente coronel Domingo Monterrosa. El
primero, acusado por la masacre realizada en esta casa de estudios; el segundo,
por la de El Mozote.
Ahora es
cuando el fiscal general, Douglas Meléndez, puede intervenir investigando en serio
a esa soldadesca extraditable y presentando el caso donde corresponde para su respectivo
juicio en El Salvador. Así evitaría su envío a España y haría lo que el general
Juan Rafael Bustillo ha pedido desde hace años para limpiar su nombre. En
Guatemala se ha hecho con un Misterio Público y un Órgano Judicial que, como
sea, están funcionando. ¿Responde al empuje chapín y a la desidia guanaca que
allá la tasa de muertes violentas fuera de treinta por cada cien mil habitantes
en el 2015, mientras acá haya ascendido a ciento tres?
¿Desperdiciará este chance el
fiscal Meléndez? Además de “driblar” la extradición, se estrenaría haciendo lo
que nadie hizo antes y despertaría esperanzas reales de cambio. Ojalá no
sucumba ante la falaz “paz” de allá arriba, defendida por quienes le exigen al
país entero sacrificar valores universales y fundamentos de la paz cierta y
duradera: la verdad y la justicia. A las víctimas de las salvajadas que ordenó
un reducido grupo de oficiales les dieron la espalda, para proteger a esos violadores
de derechos humanos.
La apuesta impuesta por los bandos
que firmaron los acuerdos para dejar de combatir entre sí, hace casi veintitrés
años, fue ocultar la primera y negar la segunda con una cuestionada amnistía. Ninguno
ganó en el campo de batalla; empataron, dicen. Pero sí salieron beneficiados por
su “paz” dentro de un sistema económico y social, incluyente para las minorías
antiguas y las surgidas tras la guerra, pero del todo excluyente para las
mayorías populares. Hasta la fecha, fueron y siguen siendo estas últimas las
grandes perdedoras. Pero pueden empezar a ganar si se vuelven a unir y organizar
para, inicialmente, demandar al fiscal Meléndez que golpee con todo la
impunidad de antes, durante y después del conflicto armado. Así, si en
Guatemala se pudo, seguro se podrá en El Salvador. Una buena muestra: la lucha
contra las injusticias dentro de la
Policía. ¿O no?
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