lunes, 1 de febrero de 2016

Si Guatemala pudo, ¿podrá El Salvador?

Benjamín Cuéllar
28 de enero de 2016

El Salvador es, ciertamente, uno de los países más violentos. Se considera el más violento entre los que, hoy día, no están sumidos en una guerra interna o internacional. Decir esto no es novedad. El derramamiento de sangre fue constante antes y durante los combates entre las fuerzas armadas gubernamentales y rebeldes. Fueron once años terribles que acabaron con la firma del Acuerdo de Chapultepec. La ilusión de un mejor futuro abundó dentro y fuera del suelo patrio. Sin embargo, pasados casi cinco lustros, lo que se soñó no es más que eso: quimera que nunca cuajó en favor de las mayorías populares.

Había razones para imaginar que, con el cese al fuego, bajarían de tajo las muertas violentas. Eso sería el inicio del anunciado proceso de pacificación, tal como lo acordaron en Ginebra el 4 de abril de 1990. Había que “terminar el conflicto armado por la vía política al más corto plazo posible”, lo que se logró con inusitada precisión. Tras ello, también había que pecar de optimistas por lo legítimo y apreciable del resto del documento: “impulsar la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto a los derechos humanos y reunificar a la sociedad salvadoreña”.

La tierra cuzcatleca sería, pues, un paraíso terrenal. Pero como en esos tres temas solo se avanzó de forma, en el fondo la triste gente –la más triste del mundo, sentenció Roque– siguió y sigue condenada por la polarización, la corrupción y la exclusión, a sobrevivir insegura bajo el asedio de la delincuencia común y organizada en medio de una violencia creciente, imparable e intolerable. Esta última constituye una de las calamidades a la que se ha sido sometida, sobre todo durante las casi cinco últimas décadas de la historia nacional.

Pero iniciando la de 1970, hubo organización social con fines electorales y esa gente salía de sus casas –sobre todo de las más humildes– a ser parte de la Unión Nacional Opositora y apoyar sus candidatos para las elecciones que venían, sin clientelismos y otras prácticas politiqueras nocivas de por medio. Lo hacía de corazón. De 1975 a 1980, después del fraude electoral en 1972 y del siguiente en 1977, la gente salía de sus casas a luchar contra el régimen autoritario sabiendo que por la violencia política oficial –también había guerrillera– podía morir, ser detenida y torturada, o desaparecer forzadamente. No importaba; igual había esperanza. Lo hacía de corazón y sin importar los riesgos, con pasión e imaginación.

Después vino la guerra y la gente se metió a sus casas para protegerse, dejando combatir en el campo de batalla a los enemigos. Pero, incluso así, tenía la esperanza de que –terminado el conflicto armado– algo mejor surgiría. Eso se anunciaba en el Acuerdo de Chapultepec, el último de las negociaciones. Lo ahí escrito, bien merecido lo tenía la gente. Pero a estas alturas, lo esencial de esa suma de sacrificios, angustias y sufrimientos, nunca le llegó. La paz sigue ausente en medio de tres guerras cada vez más intensas, sucias y dolorosas que impiden su realización: entre maras, contra las maras y de las maras hacia la población.

El problema es que ahora la esperanza de antes ya no existe entre los sectores de donde salió la gran cantidad de personas que, entre 1970 y 1980, se organizaron y batallaron para cambiar la realidad. No la hay. Dentro de esos sectores, solo tiene esperanza quien sueña con el triunfo electorero de su partido para conseguir, así, “componerse”; léase, prosperar individualmente sin importar cómo. Hoy la gente ya no sale de sus casas a las calles en pie de lucha. Ahora las abandona huyendo del desgobierno, a pie o como pueda, para salir del país y no ser víctima de la muerte lenta o violenta.

Para iniciar la repatriación de la esperanza y las ganas de luchar contra los males que aquejan a la población mayoritaria, la oportunidad está a la mano. Hay un recién estrenado Fiscal General que ha pintado su raya, para guardar distancia de sus predecesores. Ha denunciado, por ejemplo, el nepotismo dentro de la institución en la que laboró y ahora conduce. ¡Aplausos! Pero se esperaría más, para contribuir a que la gente salga del profundo desencanto que la anula.

Ahí están las órdenes internacionales para capturar diecisiete militares reclamados por la justicia universal. Ojalá nos sorprendiera, pero parece que Salvador Sánchez Cerén no le ordenará que proceda al nuevo director general policial, Howard Cotto. Como titular del Ejecutivo y comandante general de la milicia parece, al igual que el inmediato anterior, no querer tener líos con los militares y quizás hasta buscar congraciarse con los más “duros”. Tras las últimas promociones y los nuevos movimientos en la institución castrense, hoy es General de Brigada el hijo del coronel Inocente Orlando Montano; asimismo, nombró jefe de un Destacamento Militar al hijo del teniente coronel Domingo Monterrosa. El primero, acusado por la masacre realizada en esta casa de estudios; el segundo, por la de El Mozote.    

Ahora es cuando el fiscal general, Douglas Meléndez, puede intervenir investigando en serio a esa soldadesca extraditable y presentando el caso donde corresponde para su respectivo juicio en El Salvador. Así evitaría su envío a España y haría lo que el general Juan Rafael Bustillo ha pedido desde hace años para limpiar su nombre. En Guatemala se ha hecho con un Misterio Público y un Órgano Judicial que, como sea, están funcionando. ¿Responde al empuje chapín y a la desidia guanaca que allá la tasa de muertes violentas fuera de treinta por cada cien mil habitantes en el 2015, mientras acá haya ascendido a ciento tres?   

¿Desperdiciará este chance el fiscal Meléndez? Además de “driblar” la extradición, se estrenaría haciendo lo que nadie hizo antes y despertaría esperanzas reales de cambio. Ojalá no sucumba ante la falaz “paz” de allá arriba, defendida por quienes le exigen al país entero sacrificar valores universales y fundamentos de la paz cierta y duradera: la verdad y la justicia. A las víctimas de las salvajadas que ordenó un reducido grupo de oficiales les dieron la espalda, para proteger a esos violadores de derechos humanos.


La apuesta impuesta por los bandos que firmaron los acuerdos para dejar de combatir entre sí, hace casi veintitrés años, fue ocultar la primera y negar la segunda con una cuestionada amnistía. Ninguno ganó en el campo de batalla; empataron, dicen. Pero sí salieron beneficiados por su “paz” dentro de un sistema económico y social, incluyente para las minorías antiguas y las surgidas tras la guerra, pero del todo excluyente para las mayorías populares. Hasta la fecha, fueron y siguen siendo estas últimas las grandes perdedoras. Pero pueden empezar a ganar si se vuelven a unir y organizar para, inicialmente, demandar al fiscal Meléndez que golpee con todo la impunidad de antes, durante y después del conflicto armado. Así, si en Guatemala se pudo, seguro se podrá en El Salvador. Una buena muestra: la lucha contra las injusticias dentro de la Policía. ¿O no?





No hay comentarios:

Publicar un comentario