martes, 27 de octubre de 2015

Todo cambia

Benjamín Cuéllar

Décadas atrás, ese era un himno de las izquierdas latinoamericanas. Sí, himno y no canción. Ahora, es una realidad plena e indiscutible. ¡Todo cambia! Todo. Hasta el discurso y la práctica de la antigua insurgencia que en este país cantaba y quizás todavía canta –del “diente al labio”, probablemente– que no cambia su amor por más lejos que se encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de su pueblo y de su gente. Sin más, remitámonos a tres pruebas. Una se produjo este lunes 19 de octubre, en la sede de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; la otra, tiene que ver con el combate de la impunidad; por último, algo relacionado con lo anterior: la elección del Fiscal General de la República. Nada que hablar, por ahora, de las denuncias sobre manejos extraños de fondos públicos.

En la citada entidad regional, durante su 156 periodo de sesiones, hubo una audiencia sobre desplazamiento forzado de población a causa de la violencia criminal; otra sobre “mujeres privadas de libertad por emergencias obstétricas”. En la primera, la delegación del Estado  salvadoreño –administrado durante seis años y cuatro meses por el partido que todavía se dice de “izquierda”– no aceptó la existencia de dicho desplazamiento forzado. La gente no abandona sus viviendas y huye desesperada, llena de pánico y desesperanzada por el asedio de las maras. La versión oficial sostiene que es “movilidad humana” en busca de una ansiada “reunificación familiar”. 


En la otra audiencia, la principal agente estatal –antes dirigente de una conocida organización feminista– cambió nacionalidad: se “hizo la suiza”. De entrada, dirigiéndose a sus contrapartes y a las tres comisionadas presentes dijo: “El Estado quizás, en primer orden, realiza una disculpa porque realmente lo que traemos preparado no refiere a nada de lo que ustedes han planteado, porque el documento que nosotras recibimos de parte de la CIDH hace referencia a la situación particular de mujeres privadas de libertad”.

¡Oh, sorpresa! La petición de las organizaciones sociales para comparecer en ese foro era clara, pero el Estado no entendió bien de qué se trataba el asunto o se confundió de audiencia. Eso que afirmó la vocera oficial, textual y de antología, fue inmediatamente refutado por la presidenta de la Comisión Interamericana, Rose Marie Belle Antoine. Al final, la vocera oficial de nuevo trató de justificar lo injustificable. En realidad, se quedó en un torpe intento por evadir el debate sobre las mujeres condenadas a décadas de prisión, por delitos inexistentes: abortos, homicidios agravados y homicidios agravados en grado de tentativa.

La funcionaria salvadoreña terminó su intervención así: “Si, no. Decir que El Salvador, bueno, tiene toda la disponibilidad –como lo ha hecho a lo largo de estos años– de asistir a estas audiencias, de abrir un diálogo siempre sincero ante toda circunstancia y que estamos en plena disponibilidad de contestar por escrito a todas las interrogantes que se han efectuado esta mañana”. Cierre, también de antología. No solo por la forma sino, además, por el fondo. Nadie del Estado asistió el 16 de marzo del 2013 a otra audiencia, con la presencia de las mismas comisionadas; casualmente el asunto a discutir giraba entorno a derechos sexuales y reproductivos.

Sobre el combate a la impunidad, está más que clara la posición del partido de Gobierno: no acepta que se cree una comisión internacional encargada de contribuir a eso que –sin lugar a dudas– es una deuda pendiente con las víctimas de antes, durante y después de la guerra. Ello, sabiendo que de no hacerlo seguirán produciéndose más y más víctimas.

La férrea y furibunda negativa actual del “farabundo”, solo es comparable con la férrea y arenosa negativa del partido de Gobierno en 1993. Ante una de las recomendaciones que la Comisión de la Verdad hizo también para golpear ese muro, resultó evidente el rechazo “arenero”. Aceptó a regañadientes, solo después de la fuerte presión ejercida mediante las repetidas visitas al país por parte del secretario adjunto de la Organización de Naciones Unidas, don Marrack Gouldin. Así nació el llamado Grupo conjunto para la investigación de grupos armados ilegales con motivación política. Era de esperarse tal aversión ante la pretensión de investigar, en serio, y desmantelar los escuadrones de la muerte. Claro. El que nada debe, nada teme; pero el que algo debe, tiene razón de temer y oponerse a cualquier riesgoso escudriñamiento si es de verdad. Y entre más debe, más teme y se opone.  


Las instituciones salvadoreñas funcionan, dicen sin inmutarse. Por eso, rematan, no es necesaria una comisión internacional para erradicar la impunidad o reducirla a su mínima expresión. Es más, al hablar de las que integran el remedo de sistema interno, se llenan la boca diciendo que el actual “fiscalón” –Luis Martínez– ha “hecho el esfuerzo necesario” y aseguran que en la Fiscalía ya es notoria su “capacidad investigativa”, lo que “ha ayudado a que mejore la aplicación de la justicia en el país”. Eso no lo dijo ningún derechista retrógrado y recalcitrante; es la posición de José Luis Merino, alto dirigente “efemelenista”, quien agregó que por eso el partido oficial está valorando la continuidad de Martínez.


Se acerca la “magna” asamblea general del partido de “izquierda”. Quien sueñe con recrear en ese escenario la célebre obra de George Orwell, publicada en 1945, andará más perdido que Adán en el día de la madre. No habrá ninguna “rebelión en la granja”. Quizás, “un día primero Dios…” Mientras tanto habrá que seguir entonando, ya no como himno ni como canción sino como alabanza: “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo…” Tenía razón mi primo “Pikín”, cuando escribió: “Contigo hay miles y miles que murieron, valiosos compañeros que amaron de verdad. Contigo Silvia, los mejores ya partieron… Los que cayeron por nuestra libertad”. Pero, como todo cambia, sin duda nacerán nuevas Silvias…



viernes, 16 de octubre de 2015

Huesos

Hoy, jueves 15 de octubre, se cumplen treinta y seis años del día en que la “juventud militar” lanzó el último golpe de Estado en el país. Último, hasta la fecha. Coincide el día con el cierre del Congreso internacional “Justicia transicional en México y Latinoamérica”. ¿Qué relación existe entre ambos asuntos? Mucha, aunque no tan visible. Para evidenciarla, se requiere conocer la historia política salvadoreña; al menos,  de 1970 a la fecha. Eso, por un lado. Por el otro, es necesario saber en qué mesa participó el representante del Instituto de Derechos Humanos de la UCA en el marco del citado encuentro académico, realizado en la tierra donde luego de un año persiste la dolorosa búsqueda de cuarenta y tres jóvenes víctimas de Ayotzinapa, en medio de la cual se sigue escarbando y encontrando fosas con huesos y más huesos de numerosas personas también desaparecidas de manera forzada.

Encuentro Justicia transicional en México y Latinoamerica
Escuela Libre de Derecho, México, D.F.
12-15 de octubre de 2015


Al hablar de eso, revolotea en el aire la inspiración del canario Pedro Guerra: “Podrían ser a simple vista solo huesos, desvencijados huesos enterrados al borde del camino. Abandonados huesos, no acariciados huesos de un dolor no amortajado. Pero no son a simple vista solo huesos, desvencijados huesos. En el calcio del hueso hay una historia. Desesperada historia, desmadejada historia de terror premeditado”.  Sin, importar el paso del tiempo, ahí está precisamente la conexión advertida antes entre ambos eventos: en la centralidad de las víctimas directas que ya no están y la de sus familiares que reclaman sin ser atendidas responsablemente en serio la verdad completa de lo ocurrido, la justicia plena que les deben y la reparación integral que precisan.

A lo largo del Congreso en mención tanto en la exposición como en el intercambio fructífero con alumnado y profesorado de la Escuela Libre de Derecho, en cuya sede se realizó el ponente del IDHUCA compartió con el público lo relativo a la naturaleza, la función y los alcances de la Comisión de la Verdad en El Salvador. Las experiencias colombiana y peruana fueron expuestas en el panel por investigadoras especialistas en la materia de ambos países; además, de cara a una posible entidad similar a futuro, intervino un colega mexicano.

En el caso salvadoreño, hubo que mencionar el antecedente nacional de la Comisión que investigó y esclareció atrocidades ocurridas entre 1980 y 1991, además de recomendar medidas para garantizar su no repetición. Producto de los acuerdos negociados y firmados por los bandos que aún siguen su pleito eterno, ya no con las armas y en las trincheras sino en las urnas y los medios, esa Comisión de la posguerra tuvo su precedente en la preguerra: la creada con la aprobación del noveno decreto de la Junta Revolucionaria de Gobierno, la primera de las tres que se formaron tras el exitoso levantamiento del 15 de octubre de 1979. 

Bueno, eso de exitoso es relativo pues pese a lograr la caída del general Carlos Humberto Romero el movimiento insurrecto vino al mundo contaminado con un virus mortal: el de los intereses perversos de poderes ocultos que, antes de nacer, le inyectaron oficiales de la vieja guardia castrense en su cabeza y su cuerpo. Esas ponzoñosas bacterias, echaron al traste las buenas y esperanzadoras intenciones contenidas en la proclamación del ideario  golpista en el que en esencia se justificaba la sublevación acusando al régimen de violar derechos humanos, fomentar y tolerar la corrupción y la impunidad, generar un desastre económico y social, y desacreditar “profundamente al país y a la noble institución armada”. 

Además, se sostenía que eso era “producto de anticuadas estructuras económicas, sociales y políticas” que no ofrecían a la mayoría de las personas “condiciones mínimas” para su  realización “como seres humanos”. También se denunciaban los “escandalosos fraudes electorales”, los “programas inadecuados de desarrollo” y la defensa de “privilegios ancestrales”. Había que instaurar, pues, un Gobierno “auténticamente democrático”. En coherencia con lo último, debía derribarse el muro de la impunidad que impedía avanzar con paso seguro hacia la democracia.  


Por eso se creó la Comisión especial para buscar presos políticos desaparecidos. Así la bautizaron. Su alcance, de forma intencional o no, ha sido ignorado dentro y fuera del país. Ni siquiera Amnistía Internacional la reporta. Pero, luego de las creadas en Bangladesh (1971) y en Uganda (1974), la salvadoreña sería la siguiente comisión de la verdad moderna. Tres abogados la integraron. Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay, eran sus nombres; el tercero fungía como Fiscal General de la República. Su labor fue impecable e encomiable, sobre todo por haberla desarrollado sin mayores recursos y sin conocimientos, ni teóricos ni prácticos. Pero les valsaba la ética, la rectitud y el valor para cumplir su misión.

En su informe incluyeron nombres de víctimas desaparecidas cuyos huesos ubicaron y las “cárceles clandestinas” que detectaron. Arriesgando sus vidas, pidieron juicio y castigo para Romero y su antecesor, coronel Arturo Armando Molina; también para los destituidos directores de los cuerpos de seguridad. Los integrantes de esta Comisión renunciaron a finales de 1979, tras el giro de ciento ochenta grados que le dio a un prometedor proceso que terminó desnaturalizado del todo. Su desempeño no solo incomodó a militares responsables de graves violaciones de derechos humanos; también a los poderes fácticos que los usó para mantener un  estado de cosas que les favorecía. Así las cosas, se desperdició la posibilidad de evitar la guerra que inició en enero de 1981.

En el espacio virtual se lee, hasta el día de hoy, una nota del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo el PNUD cuyo titular dice que El Salvador es “ejemplo de consolidación de la paz”. De la misma, no aparece la fecha de cuándo la “colgaron”; pero debe haber sido después del 2011, porque al final se habla de una reducción de las muertes violentas en el área metropolitana en febrero de ese año. Por ello, debe colegirse que es de al menos hace tres o cuatro años. Después vino la cuestionada “tregua” y, tras su final, de nuevo el montón de homicidios y feminicidios que nunca con o sin “tregua” dejaron de ser nada despreciables. 


¿Cuál pacificación, entonces? Solo la de los cementerios para la pobrería; también la de las “alturas” económicas y partidistas. Ojalá no les toquen sus puertas. ¿Por qué no, de una vez por todas, se intenta lo que Pedro Guerra propone? Él dice: “Y habrá que contar, desenterrar, emparejar, sacar el hueso al aire puro de vivir. Pendiente abrazo, despedida, beso, flor, en el lugar de la cicatriz”. Eso se traduce en hacer lo que hasta la fecha no se ha hecho en El Salvador: dignificar a las víctimas de antes, durante y después de la guerra para sentar el precedente necesario de lo que falta y se necesita con urgencia. Sin duda, la derrota de la impunidad. Hay que tocar lo, hasta ahora, “intocable”. Si no, habrá que seguir esperando desenterrar los huesos de un afamado pero fallido proceso de paz. 







domingo, 11 de octubre de 2015

¡YA BASTA!

Benjamín Cuéllar

La violencia es una de las “cárcavas” que están socavando velozmente los endebles cimientos de las instituciones nacionales, tanto en lo público como en lo privado. Las otras son la impunidad y la exclusión. Esa nefasta trilogía afecta, por lo general y sobre todo, la vida de las mayorías populares; ahí están ubicadas, desde siempre, sus víctimas recurrentes. La fatalidad puede irrumpir en un instante o sobrevenir a pausas. Y los daños que producen todos sus mecanismos, solos o agrupados, ahora hunden a El Salvador sin flotador a la vista. Llueva o no, cada día que pasa, en el país se sumerge más y más la esperanza de la gente a la cual –tantas voces y tantas veces– se la prometieron. Se la ofrecieron al firmar los llamados “acuerdos de paz” y se la ofrecen, ¡oh bondades de una “democracia” grotesca!, los dos gigantones electoreros en cada campaña ostentosa buscando el voto popular

Tras el cese al fuego, la antigua guerrilla y el Gobierno de la época –jalados de las orejas por Naciones Unidas– pintaron una quimérica sociedad donde se podría vivir sin la, hasta el día de hoy, justificada costumbre de verificar que nadie te siga o venga a tu encuentro para asaltarte o asesinarte. Pero nada. Por eso, la figura de un boquete callejero creciendo cada día, quizás sea la más adecuada para ilustrar la situación. No hay quien ponga freno a la expansión y la profundidad del hoyo en que se está sumiendo la comarca guanaca. No se trata solo de cifras diarias de muertes violentas o del recuento anual de todos los hechos criminales. A eso deben agregarse la frialdad y la bestialidad con que se cometen, explicables en buena medida por una justicia pérfida que no castigó la barbarie de antes y durante la guerra; así resultó fortalecida la impunidad que alienta a continuar repitiendo, en la actualidad, aquellas prácticas atroces.


Probablemente nadie se imaginó que un grupo de criminales incendiaría, hace cinco años, una unidad del transporte público con personas dentro. En la guerra ardieron buses, pero no pasajeros. La inseguridad siempre ha caracterizado ese “servicio”, desde las condiciones mecánicas de los automotores y su temeraria conducción hasta los frecuentes asaltos al “pasaje”. Pero ahora matan a motoristas y cobradores, cuando los empresarios no pagan la “renta”; ahora, cuando puede, el usuario se defiende matando también.

Y se pierden vidas dentro y fuera de los buses. Se las arrebatan a policías y fiscales, descuartizan y desaparecen jóvenes que estudian o trabajan, balacean hombres y mujeres sin decir “agua va”, asesinan niñas y niños, inmolan bebés y personas adultas mayores… En fin, parafraseando a Buñuel, a quien sea parte de “los olvidados”. Acá las mayorías populares que habitan donde “asustan” –el territorio nacional profundo, sangrante y abatido– más que dar “gracias a la vida”, como la enorme Violeta, evocan al gran José Alfredo porque ya se llegó al punto en que “no vale nada la vida, la vida no vale nada”.

Eternamente, este pueblo ha sufrido demasiado: conquista sangrienta, guerras entre vecinos, genocidio en 1932 y las masacres siguientes, desapariciones forzadas, ejecuciones sumarias, detenciones ilegales, torturas… Todo eso, antes y durante aquella guerra. En el marco de esos aterradores y dolorosos hechos, la población postrada por la exclusión y la pobreza puso las víctimas. Hoy, con los sempiternos rivales disfrutando su negociada paz y alternándose el poder formal, las mismas mayorías populares permanecen siendo azotadas por grupos criminales sin que unos y otros –protegidos por la conveniente impunidad tras el conflicto armado– se pongan de acuerdo para enfrentar la situación y superarla de una vez por todas. Por eso, ¡ya basta!


Debe insistirse: el rostro de las víctimas está marcado por la exclusión económica, social y política. Es el de quienes no tienen otra que moverse en el deficiente e inseguro transporte público, que mandan sus hijos e hijas a escuelas oficiales por caminos riesgosos, que no tienen con qué solventar humana y decentemente sus necesidades elementales, que sobreviven en un invariable alto riesgo, que les resulta impensable pagar agencias privadas para vigilar sus casas y que solo están “seguras” pagando la “renta” a la delincuencia que les rodea o con la que comparte espacios. Es la población que a diario muere y a diario llora a sus familiares que mueren.

Hay que condenar a quienes producen angustias y sufrimientos; a quienes amenazan y asesinan. Hay que condenar a quien directamente genera víctimas, enluta comunidades y aterrioriza a la gente .Pero también hay que denunciar a quienes debieron y deberían investigar bien, arrestar con tino, procesar y castigar sin distingo. Unos y otros, en medio de la politiquería barata donde se devanean, prometieron hacerlo desde los órganos ejecutivo, legislativo y judicial, con las herramientas fiscal y policial. Pero ni lo hicieron ni lo están haciendo, porque no quieren o no pueden. Planes y reformas –endurecimiento de leyes, uso perenne de militares, manos duras y súper duras– han sido y siguen siendo fracasos repetidos. ¿No muestra eso que, en lugar de “músculo”, hacen falta “neuronas” y algo más?

Son las personas en el abajo y adentro, las que padecen del mal. Nadie está a salvo si no vive en el arriba y afuera, donde los verdaderos “intocables” –crimen organizado violador de derechos humanos, corruptor de la “cosa pública” y traficante de lo que sea– se mueven. Mientras, Casa Presidencial pide “contribuciones voluntarias”; la Corte Suprema de Justicia es una “olla de cangrejos” y la Asamblea Legislativa un “nido de víboras” donde conspiran para debilitar al rival, mantener ventajas, destilar demagogia y agarrar lo que se pueda. Y el Fiscal General de la República sigue sin aparecer, no sobreactuado ante cámaras sino combatiendo con eficacia la delincuencia a todo nivel, sobre todo en el de bien arriba.

¿Cuánta gente deberá ser asesinada aún, para que esta sociedad se vuelva a organizar? Porque eso hay que hacer. No como antes, cuando una parte se alzó en armas contra la dictadura mientras otra la defendió. Esa es la azarosa polarización total y fatal. Más que el combate entre iguales –porque la violencia iguala a todas las víctimas– hay que promover una participación ciudadana pensante y actuante, activa y creativa, con imaginación y pasión, que se plante como un todo fuerte y poderoso ante políticos, políticas y partidos, ante una administración estatal en su mayoría incapaz y demagoga, ante grandes capitales y ante quien sea, para demandar la ineludible superación de tan insoportable crisis nacional.
No se valen ya ni promesas ni pésames. Es inadmisible que la muerte violenta siga rondando día y noche a la niñez, la adolescencia y la juventud salvadoreñas; que la gente necesitada del sustento diario, individual y familiar, se juegue la vida cuando sale a buscarlo. El país está zozobrando en un mar de sangre, en medio de una irresponsable nulidad estatal. De una vez por todas, la población víctima de esos dos males debe gritar al unísono: ¡Ya basta! Y debe actuar como un solo cuerpo doliente, para que ese reclamo suene fuerte y tenga respuesta. Si no, sálvese quien pueda. Y hágalo como sea.








martes, 6 de octubre de 2015

Solamente una vez

Benjamín Cuéllar


Quienes nacieron el 16 de enero de 1992, cuando se pactó el fin del enfrentamiento armado firmando el Acuerdo de Chapultepec, cumplirán veinticuatro años dentro de unos meses. Casi dos décadas y media han pasado viviendo tanto su niñez como su adolescencia, en un país donde en teoría se iniciaría entonces el tránsito “de la locura a la esperanza” –como dijo la Comisión de la Verdad– o “de la guerra a la paz”, según Naciones Unidas y los bandos que tras una intensa negociación, se amistaron y sin duda se aprovecharon del final de los combates entre sí. A diferencia de las generaciones anteriores, el futuro se les abría de par en par ofreciéndoles óptimas expectativas para su progreso y realización humana. Era la primera camada de un “nuevo El Salvador”.

Más poético se hubiese escuchado que se les prometiera, a esa infancia que entonces abría sus ojos a la vida, pasar de los versos de Oswaldo Escobar Velado –inmortalizados en su “Patria exacta”– a los de su “Regalo para un niño”; de la tierra con “casas donde el desahucio llega y los muebles se quedan en la calle mientras los niños y las madres lloran”, a la de “una paz iluminada” con “holandas de mieses aromadas” y “californias de melocotones”.  De haber sido cierto, ¡qué felicidad se disfrutaría ahora en esta tierra! 


Pero no. La inmensa mayoría de esa inocencia recién parida se quedó a la espera de una nueva oportunidad la cual, quién sabe, cuando llegará. Se le escapó de entre las manos, no por su culpa, el sueño de vivir en un país donde la muerte lenta –la del hambre– y la muerte violenta –la de la sangre– únicamente fueran recuerdos de un pasado ominoso al cual nunca habría que volver; se perdió la quimera de gozar un país donde sus aspiraciones no se trocaran en suspiros, donde sus ilusiones no se volvieran quejidos.

A estas alturas, bastante frustrada y con ganas de no creer en nada ni en nadie, esa mayoría aún joven se quedó esperando “la paz y su flor pura” a la que le cantó Escobar Velado. Para salir de tal situación, más allá de sentirse malograda o algo similar, le falta volver a descubrir la vigorosa rebeldía contra lo injusto y la verdadera lucha por su superación.

Muchas de las personas nacidas de 1992 en adelante, las que deberían disfrutar un mejor El Salvador que aquel de antaño, las mataron y las siguen matando sin saber quién y mucho menos por qué, Además, se les niega educación y cultura, ocio y esparcimiento, nutrición sana y salud completa, oportunidades de desarrollo digno. Son muchas –perdón la insistencia– las que se va de este mundo, asesinadas o forzadamente desaparecidas, imaginando ver en el horizonte un El Salvador distinto a este que sigue siendo el espacio donde se les violentan sus derechos fundamentales, sin piedad ni cargos de conciencia.  


Viven, permanentemente, con la invitación en mano para abandonar tan rápido como les sea posible la tierra que las vio nacer. Eso sí, les piden sus votos cuando llegan a los dieciocho. ¡Cómo no! Para ello les prometen el cielo y la tierra. A final de cuentas, si no pegan las millonarias ofertas de campaña del par de maquinarias electoreras, intentan comprárselos a como dé lugar. ¿Culpables? ¡Claro que hay! Son, principalmente, esos partidos que nunca tuvieron la mínima lucidez y la necesaria humildad para dejar atrás sus ambiciones y unir sus fuerzas, en aras de favorecer en serio a la sufrida niñez de este país.

Y sin pudor, ni siquiera esconden sus codicias y falsedades. Al contrario, las exhiben campantes en los medios masivos de información y en los podios vacíos de realidad. Son quienes pasan de ser figuras que presumen donde sus “compromisos” con el país, a mutarse en malandrines protagonistas de una burocracia en el Gobierno o la “partidocracia” farandulera. En busca de cargos públicos y sobre todo de su “buen vivir”, resultan ser capaces de hacer lo que antes condenaban: vender su alma al diablo en medio de la guasa política. Y no les va mal. Sus capitales crecidos de la noche a la mañana dan cuenta de ello.

No faltarán este primero de octubre, dedicado en el país a la niñez, quienes de entre esa ralea se inflen discurseando sobre lo que debe hacerse para cambiar un estado de cosas que –tras tantos años después de aquella guerra– se debe superar. Superar, sí, pero solo por medio de las ofertas que únicamente se materializaran si su partido gana las elecciones que vienen. Para esa raza, no hay de otra más que seguir engañando. “El que mejor ha sabido ser zorro”, sentenció Nicolás Maquiavelo, “ha triunfado. Los hombres son tan simples, que aquel que engaña siempre encontrará quien se deje engañar […] No es preciso que un príncipe posea todas las virtudes, pero es indispensable que aparente poseerlas. Tenerlas y practicarlas siempre será perjudicial; aparentar tenerlas, siempre será útil”

A eso le apuesta la caterva partidista, que hasta ahora disfruta haciendo y deshaciendo para favorecerse y favorecer a sus padrinos. Pero no. Están mal las “estrellas” del embuste. Este pueblo –incluida la militancia de ambos “titanes en el ring”– tiene mucha pero mucha historia que apreciar. Dolorosa sin duda, pero que debe ser resucitada por ser además llena de valor. Y las generaciones que no la vivieron deben conocerla para transformar lo que les ofrece la realidad actual, sin taras “derechistas” ni “izquierdistas”. Lo que está pasando ya rebasó lo racional y llegó al punto de ser insufrible, a menos que el pueblo que lo padece se vuelva del todo masoquista.

Y es que, ¿cuántas niñas y cuántos niños no alcanzan a llegar a su escuela por haberse convertido en víctimas mortales en el trayecto de su casa al pupitre que ocupaban, aunque fuera compartido? ¿Cuántas niñas y cuántos niños se quedaron en el camino al aula, desapareciendo de la faz de la tierra hasta que un remoto día alguien encontró bajó la misma sus humanidades fenecidas? ¿Cuántas niñas y cuántos niños están a sus ocho años esperando con ansias escalar al segundo grado, pero sin saber leer porque la “seño solo saca un libro de ‘ayer pase por tu casa’…”? ¿Cuántas niñas y cuántos niños deben guiarse para transitar del saber leer y escribir mecánicamente, al poder pensar críticamente y hablar creativamente?  

Solamente una vez al año, cada primero de octubre, no basta para recordar a la niñez salvadoreña en “su día”. De nada sirven los campos pagados felicitándola, cuando la felicidad no tiene precio. Hay que tenerla siempre presente y hacer lo necesario para que la alcancen, sin minarle el terreno en el cual pueda disfrutarla durante esa etapa de su desarrollo y se proyecte a la vida con optimismo.  



Y eso no ocurrirá si la gente no le suma a la abundante indignación que tiene por lo que pasa, la urgente acción para que ya no siga pasando. Hay que hacerlo. Entre más rápido mejor, a fin de regalarle a la niñez salvadoreña “la paz y su flor pura”; en aras de entregarle “un clavel meditabundo” y ponerlo en su “mano de criatura”. En definitiva, para lograr que su mundo no sea a diario “por la muerte sorprendido”.