viernes, 19 de enero de 2018

¿Vamos a Catar o a cambiar?

Benjamín Cuéllar


El 1 de enero recién pasado, Francisco envió su mensaje anual para celebrar la 51 jornada mundial de la paz. Abordó lo relativo a las personas migrantes y refugiadas vistas como seres humanos que buscan dónde vivir en paz. Para ello, se arriesgan “a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso”; están dispuestas “a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino”. Esto lo afirma el pontífice.

Ese drama no le resulta extraño al pueblo salvadoreño. Mucha de la población indígena y campesina que sobrevivió a la masacre de enero de 1932, decidió abandonar el país y se dirigió sobre todo a Honduras. La otra “oleada” de población guanaca hacia ese país ocurrió a partir de 1945; hasta 1969, fueron más de 300,000 compatriotas sin tierra quienes se largaron. En adelante, siguió saliendo gente a montones. De 1970 a 1974 cerca de 45.000 llegaron para quedarse en territorio estadounidense, bastantes legalmente; luego y hasta el fin de la guerra acá, se vino el “sálvese quien pueda” de hombres y mujeres de todas las edades que se regaron por el mundo Pero, a más de dos décadas y media, la gente se sigue yendo. ¿Será porque las mayorías populares no disfrutan de esa afamada paz que solo existe en los discursos y para las minorías privilegiadas?

Quienes han ocupado la silla presidencial salvadoreña de 1993 a la fecha, probablemente nunca leyeron los mensajes anuales papales por la paz. Bueno hubiera sido, para no incurrir en falsedades a la hora de conmemorar el aniversario del Acuerdo de Chapultepec.

El 16 de enero del 2002, a diez años de su firma y del “adiós a las armas”, el finado Francisco Flores dijo que El Salvador era “un país diferente, determinado por una nueva realidad. La transición de la guerra a la paz ha terminado y ha llegado la hora de enfrentar una nueva etapa histórica, con nuevos retos y nuevas perspectivas”. Dieciséis años después, en la misma fecha y con la misma parafernalia, Salvador Sánchez Cerén pidió ‒a veintiséis años “de aquel acontecimiento que cambió los destinos de nuestro país”‒ sumar “más voluntades” y cuidar “cada día con nuestras acciones este irreversible camino de paz y esperanza que emprendimos”.



Los obispos de Roma, desde Juan Pablo II hasta Francisco, han desmentido a este par y a sus demás colegas. Francisco afirma que las personas también migran por otras razones, además de las guerras y las acciones de estructuras criminales. “Se ponen en camino ‒aseguró‒ para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz”. Por eso en El Salvador no hay paz. ¡No sigan mintiéndole al país y al mundo! ¡Ya nadie les cree! Inviertan mejor el dinero desperdiciado en sus caros espectáculos.

Las “oportunidades” en el “idílico” país que describen no son más que la inseguridad, la violencia, la exclusión, la desigualdad, la viveza, la corrupción y la politiquería. La “nueva institucionalidad” nacida de sus acuerdos, ahora son solo recuerdos. Basten tres ejemplos: una corporación policial cada vez menos confiable, una defensa de los derechos humanos cada vez menos notable y un ente rector de lo electoral cada vez más reprochable.

¿Para qué quedarse acá entonces? ¿Para derramar sangre o aguantar hambre, sin un aparato estatal que reconozca “a la persona humana como el origen y el fin” de su actividad destinada a conseguir justicia, seguridad jurídica y el bien común? ¡Cuánta razón tenía Ellacuría cuando decía que aquí imperaba, más bien, el “mal común”! A estas alturas, permanece entre las mayorías populares que buscan huir del mismo. Para acabar de amolar, ya regresará una buena cantidad de compatriotas desde suelo estadounidense tras la última “trumpada”. Son quienes consiguieron su estatus temporal allá, pasados los terremotos del 2001, y a quienes el Gobierno busca mandarlos a Catar.



Los sismos no son los más terribles “desastres naturales” del país; lo más desastroso son los poderes visibles y ocultos que lo han hecho pedazos. Eso, que no debe ser natural, hay que cambiarlo. Hoy no se ve por dónde; no se logrará elección tras elección ‒que es lo que ofrecen como “solución”‒ sino con la organización de las víctimas de antes, durante y después de la guerra, violentadas de tantas formas. ¿A sus victimarios? Hay que mandarlos… no precisamente a Catar.


jueves, 11 de enero de 2018

¿Qué “corona” tiene?

Benjamín Cuéllar


“No ordenar  la matanza o no saber previamente de la misma, no lo exime de culpa”. Eso afirmé antes sobre la responsabilidad de Alfredo Cristiani en cuanto a las aberrantes ejecuciones ocurridas en la madrugada del 16 de noviembre de 1989, dentro de la universidad jesuita salvadoreña. Y lo sostengo. Durante la noche anterior, pese a que nunca se ha investigado realmente en el país, se sabe que el general René Emilio Ponce ordenó ejecutar a la máxima autoridad de la dicha entidad sin dejar testigos.

No fueron pocas las personas que terminaron “cumpliendo” dicha “misión” y su complemento: el encubrimiento de los responsables materiales; es decir, de los prescindibles pues podía haber sido esa o cualquier otra tropa la que consumara los hechos. Pero, sobre todo, de los imprescindibles: quienes decidieron, ordenaron e intentaron ocultar la masacre.

Para ello, inicialmente utilizaron un fusil de fabricación soviética ‒un AK-47‒ como los utilizados por la guerrilla. Bueno, esta ocupaba cualquier arma donada por sus aliados externos, comprada en el “mercado negro” o requisada al “enemigo”. Pero el ejército gubernamental no portaba ese tipo de fusil de asalto en el campo de batalla; su arma era el M-16 estadounidense. Así, la soldadesca que penetró en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) acribilló esa madrugada a Ignacio Ellacuría y a otros cinco jesuitas. Los tendieron en el jardín de la residencia que habitaban y ahí los ultimaron.



Como no debía quedar nadie para contar lo ocurrido, hubo que hacer un alto en la retirada cuando se oyeron gemidos provenientes del cuarto donde se encontraban una o dos moribundas. Madre e hija ‒Julia Elba y Celina Ramos‒ tendidas en el piso sobre su propia sangre mezclada y en un último abrazo filial, fueron rematadas. Antonio Ramiro Ávalos, subsargento del “carnicero” y temido batallón “Atlacatl”, detalló cómo disparó a dos de los sacerdotes jesuitas asesinados y cómo dio la orden de terminar de matar a ambas mujeres.

Los mismos autores materiales fingieron, además, un enfrentamiento y colgaron un burdo rótulo escrito por el subtenientes Gonzalo Guevara Cerritos pero “firmado” por una guerrilla que se “autoinculpaba” de esa forma. Luego, se retiró la pandilla asesina del “Atlacatl”.

Todo ello no fue suficiente. Había que hacer más pues los dedos acusadores dentro y fuera del país apuntaban a la Fuerza Armada de El Salvador (FAES) y a un Gobierno que, al menos formalmente, la regenteaba; realmente, la solapaba para que siguiera cometiendo atrocidades en defensa de poderosos intereses. En aras de ocultar la responsabilidad de los coroneles y generales que tomaron la fatal decisión, de inmediato se organizó una delegación de alto nivel encargada de algo sumamente difícil: difundir la “historia oficial” fuera de las fronteras patrias y convencer al mundo de que la responsabilidad era de la insurgencia.

Un periódico vespertino publicó el 8 de mayo de 1990 parte del documento que, en ese afán, se distribuyó durante dicho viaje. “La atribución de tal hecho (los crímenes) al gobierno o al ejército salvadoreño ‒se afirmaba en el mismo‒ carece de todo fundamento moral y jurídico y no debe tomarse más que como una estrategia de los grupos terroristas tendiente a desestabilizar la democracia de la Nación. Debemos tomar en cuenta asimismo que el beneficiario inmediato de este crimen es el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) que lo utiliza internacionalmente en su favor”. Tampoco se pudo engañar, así, a quienes tenían claro adónde se tomó la decisión.


Hubo pues que “sacarse de la manga” presidencial una Comisión Especial de Honor para entregar nueve militares a la “justicia” nacional: un coronel, dos tenientes, un subteniente, dos subsargentos, un cabo y dos soldados. Nadie más era responsable; únicamente estos “chivos expiatorios”. Quisieron que dentro y fuera del país se aceptara esa versión y se puso a “trabajar” una cuestionada Comisión Investigadora de Hechos Delictivos, para montar un fraudulento juicio que no engañó a nadie entre quienes siempre supieron del talante criminal del alto mando castrense.


Y Cristiani, ¿no tuvo nada que ver con ese descomunal aunque torpe esfuerzo por proteger a sus “subordinados”? El artículo 308 del Código Penal establece que se sancionará “con prisión de seis meses a tres años” a quien, “con conocimiento de haberse perpetrado un delito y sin concierto previo”, ayude “a eludir las investigaciones de la autoridad o a sustraerse a la acción de ésta”. ¿Por qué entonces hoy piden no investigarlo ni procesarlo? ¿Será que desgraciadamente acá la “serpiente”, como siempre, solo sigue picando al descalzo?