martes, 23 de febrero de 2016

Que el pueblo haga sentir su voz

Benjamín Cuéllar
18 de febrero de 2016

¿Se ha puesto a pensar por qué subsiste usted en condiciones nada propicias para su digno desarrollo? ¿Por qué tantas y tantas personas en los municipios contiguos a la capital, tienen que ideárselas para protestar por el “mal vivir” de su día a día? ¿Por qué tienen que tomarse las principales vías públicas e interrumpir el tránsito vehicular para hacerse notar, con todo, y denunciar sus calvarios cotidianos derivados del abandono en que las mantiene el Estado? ¿Por qué tiene que surgir la niña Lilian quejándose con florido vocabulario desde cierta vecindad de Apopa, una de esas numerosas y sufridas comarcas del “gran San Salvador”?

Son varias las causas que generan angustia, desesperación y cólera permanentes entre quienes habitan en lo profundo y sufrido del país, donde la inseguridad y la violencia junto a la falta de oportunidades y la escasez de servicios básicos o su nulidad plena, escoltan a sus lugareños. Entre dichas causas está, ocupando un sitio especial, la corrupción. ¿Por qué? Porque, de diversas maneras, vulnera la dignidad de la gente produciendo víctimas. Ese es el quid del informe denominado “La corrupción y los derechos humanos: Estableciendo el vínculo”. Este es un esfuerzo multidisciplinar impulsado por el Consejo Internacional de Políticas de Derechos Humanos, fundación sin fines de lucro registrada en Suiza. 



Hay gran corrupción: la que se da entre jefes de Estado, ministros y altos funcio­narios a lo bestia. Para ilustrarla, no cae mal un poco del ingenio popular; de la ocurrencia que derrocha la niña Lilian, por ejemplo, para no hacer el asunto más dramático de lo que es. Un imberbe político guanaco viajó a México, “pollo” aún, donde se amistó con un colega de allá al que le preguntó cómo tenía ese lujoso piso. El camarada lo llevó a la ventana y preguntó: “¿Miras aquel puente enorme?”. “Sí”. “50%” dijo, aludiendo a la “mordida” recibida. Años después, siendo ya ministro el antes “aprendiz de brujo”, recibió en su mansión al mexicano. Partiendo de su helipuerto, sobrevolaron San Salvador y el visitante lo interrogó: “¿Cómo hiciste para tener tanto, manito?” “¿Vés aquel bulevar, aquel estadio y aquella fábrica”?, dijo el nacional “No, no veo nada”, respondió. “100%”, contestó el “hombre del presidente”.

También está la corrupción menor, la “baja”, la “calle”… Esa que pulula en hospitales y escuelas, la que se anida en las oficinas gubernamentales, que se pasea entre los carros y sobre las calles, que atiende a los usuarios debajo de la mesa dentro de las oficinas donde cobran tasas municipales e impuestos. Esta es más “humilde” en lo que toca a sumas de dinero movidas en sus ciclos y está asentada en círculos más pequeños. Pero no deja de ser corrupción. En ambos casos, las expresiones de esta calamidad moderna van desde la política, pasando por la administrativa y corporativa, hasta llegar a la institucionalizada.

El artículo 15 de la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, pide que los Estados adopten medidas legislativas y de otra índole para tipificar como delito cuando intencionalmente se prometa, ofrezca o conceda a un funcionario público, directa o indirectamente, “un beneficio indebido que redunde en su propio provecho o en el de otra persona o entidad con el fin de que dicho funcionario actúe o se abstenga de actuar en el cumplimiento de sus funciones oficiales”; también pide hacerlo cuando un funcionario público acepte, directa o indirectamente, este tipo de “beneficios”.

Luego se enumeran y describen actos corruptos: soborno, malversación o peculado, tráfico de influencias, abuso de funciones, enriquecimiento ilícito, soborno en el sector privado, malversación o peculado de bienes en el sector privado, malversación o peculado de bienes en el sector privado, blanqueo del producto del delito, encubrimiento y obstrucción de la justicia. Algunas de las anteriores u otras conductas criminales, las contempla el Código Penal salvadoreño. Teórica y normativamente, el país “está en la jugada” desde hace rato. Dicha Convención del 31 de octubre del 2003, se firmó acá el 10 de diciembre del 2003 y se ratificó el 1 de junio del 2004. Cosas de la vida y vueltas que da la misma: el primero de esos actos se dio durante el mandato de Francisco Flores; el segundo, en el de Antonio Saca. 


Hay violación directa de dere­chos humanos, cuando un acto corrupto se ejerce adrede para tal fin. Ejemplo: comprar un juez que deja de lado la independencia y la imparcialidad, para favorecer al corruptor y violar el derecho a un juicio justo de una parte. Otro: cuando, para recibir atención, se debe sobornar a un médico de un hospital público. Así se viola el derecho a la salud. Si hubo dinero de por medio para funcionarios en el caso del Sitio del Niño –municipio de Opico, departamento de La Libertad– cuando en el país se contaminó con plomo dicha zona, hubo también violaciones de los derechos a la vida y a la salud. Y hay formas indirectas, como cuando autoridades corruptas impiden la denuncia de hechos de corrupción mediante acoso, amenazas y prisión; incluso, hasta con la muerte.

Considerando lo anterior, hoy el alboroto entre tantos embaucadores nacionales no es poco debido a la larga lista de personajes “bajo la lupa”. La Sección de Probidad, antes quiso hacer su trabajo. Mientras unos aplaudían, otros no la querían. Y le cortó las alas una corrupta Corte Suprema de Justicia. Pero le crecieron de nuevo y volvió a volar alto, para investigar presuntos delincuentes en el circo de la politiquería local. Por eso, empezaron a aplaudirle quienes antes no la querían y a no quererla quienes antes le aplaudían. Pero con las altas recientes en la lista de “investigados”, ahora la “tembladera” es pareja.



Solo falta algo esencial en este esfuerzo que apenas empieza. Para que no termine mal, recordando a Ellacuría, falta que “el pueblo haga sentir su voz”. Y que lo haga también de forma pareja. Sin distinguir si el corrupto le robó con la mano izquierda o con la derecha; tampoco fijándose cuál se llevó más y cuál menos. No se vale nada más que exigir cumplir la ley, sin excusas. Que pase lo que dijo un juez a un corrupto que tenía sentando en el banquillo de los acusados. “Verá, Señoría –dijo el malandrín– es que soy diputado y... Entonces el juez, molesto, le gritó: “¡La ignorancia no es una excusa!”.



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