viernes, 5 de febrero de 2016

Que yo cambie, ¿no es extraño?

Benjamín Cuéllar
04 de febrero de 2016

En estos días, el expresidente Alfredo Cristiani difundió un comunicado en el cual pedía en su titular –con signos de admiración– un “alto a la confrontación política y las venganzas”. ¡Qué bien! Lo hizo tras la muerte del también exmandatario Francisco Flores. “Debemos hacer el esfuerzo de aprender a administrar nuestras diferencias, por muy fuertes que sean, sin recurrir a la violencia y la crueldad”, expresó Cristiani en su llamado. Se esté a favor o en contra del recién fallecido, lo que bien o mal se hizo en su caso fue tratar de que operaran las instituciones respectivas para investigar su responsabilidad en ciertos delitos. 


Más allá del lógico manejo mediático del asunto, que seguramente se dará si se investiga y procesa a otro gobernante anterior por corrupción u otra fechoría grave, hay un asunto que debe subrayarse. En este país, si algo quedó bien afirmado después de la guerra es que los reclamos de justicia de las víctimas incomodan al poder. De palabra o de hecho, por acción u omisión, demandar la investigación de atrocidades cometidas por derechas o izquierdas –como las graves violaciones de derechos humanos ocurridas antes y durante la guerra o el descarado y rampante robo de los dineros del pueblo– es algo inaceptable. ¿Por qué? Porque tienen untadas las manos directa o indirectamente y deben protegerse con la impunidad.  

No se confundan o quieran confundir a la gente, señoras y señores de arriba. Violencia y crueldad son las que han ejercido siempre contra las víctimas, a las que les niegan lo que legítimamente demandan: verdad, justicia y reparación. Lo han hecho los malos gobiernos y los desagradables partidos políticos, desde los medios de difusión y las redes sociales nombrando en vano la democracia, la paz y la reconciliación. Ficciones inexistentes en medio del “mal vivir” en el que a diario se retuercen de dolor, angustia e inseguridad humana las mayorías populares.

Tanto a un lado como al otro se les hubieran caído las caretas redentoras que tienen y mantienen entre sus respectivas fanaticadas desde que terminó la guerra, si hubieran cumplido algo esencial de lo que acordaron y firmaron en Chapultepec el 16 de enero de 1992. Pero se hubieran dignificado. Por eso, esa deuda pendiente hay que restregárselas hasta que honren su palabra o dejen de ser obstáculo para que por fin sea una realidad En el numeral 5 del primer capítulo de ese documento, los dos bandos que se dieron duro en las trincheras y siguen peleando en las elecciones, reconocieron “la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos”.

Para ello, tanto el actual partido en el Gobierno como el otro, pactaron remitir “la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad”. Lo hicieron partiendo de un principio: el de “que hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones contempladas por la ley”.

Si eso se hubiera tomado en serio, el “caso Flores” no sería más que otro más examinado por un sistema de justicia eficaz por ser capaz de sentar a quien sea –por muy “don” que fuese– en el banquillo de los acusados. “Todos deseamos que se haga justicia por los delitos que pueda competer cualquier ciudadano, especialmente aquellos que ostentan cargos públicos […] Nunca es tarde para reflexionar y hacer un alto en el camino. Se lo debemos a la patria y lo merecemos todos los salvadoreños”. Eso acaba de expresar el señor Cristiani. ¡Bravo! ¡Aplausos! Cambió de parecer, porque un día antes de la presentación pública del informe de la Comisión de la Verdad –domingo 14 de marzo de 1993– era otro su discurso. 


En su intervención televisada de entonces, pidió “una amnistía general y absoluta” para los responsables de crímenes horrendos insertos en el aparato estatal, entre otros; un “borrón y cuenta nueva” que para nada permitió la llegada de –en palabras de Cristiani el 16 de enero de 1992, en Chapultepec– “una paz auténtica fundada en el consenso social, en la armonía básica entre sectores sociales, políticos e ideológicos y sobre todo en la concepción del país, como totalidad sin exclusiones de ninguna índole”.

Pero con la amnistía aprobada el 20 de marzo de 1993, se excluyeron del todo a las víctimas que –por su hermosa y legítima terquedad– no permitieron borrar de la historia las barbaridades que padecieron. Pero la cuenta nueva de sufrimiento, sangre y luto en la “paz” de politiqueros y pudientes, ya es quizás mayor que la de antes y durante la guerra.

También el partido rival cambió su discurso cuando posaron sus sentaderas en la silla presidencial. “Se violaron los acuerdos de paz –dijo oficialmente en marzo del 2005 la exguerrilla convertida en maquinaria electorera– al no aceptar la aplicación de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad y con la Ley de amnistía y la derogación de dos artículos de dos artículos de la Ley de Reconciliación se premió a los impunes. Es una deuda con la sociedad salvadoreña. Ya el Comité de los Derechos Humanos de la ONU hace dos años señaló que se violentaba el derecho a la verdad y pidió, al igual que otros sectores lo hemos hecho, derogar esa Ley de amnistía”.

Cinco años después, en marzo del 2010, el secretario general del ya partido en el Gobierno dijo lo siguiente al respecto: “Hoy quisiera tener tiempo para reflexionar políticamente y entrar en una temática que tenga que ver si ahora es el momento para empezar a hablar de si hay que derogar la ley de amnistía”. Así, dejando de lado la cantifleada, Medardo González –la voz “efemelenista” más autorizada– sentó la nueva posición oficial en este asunto. 



Quizás por eso les gusta tanto la canción que dice: “Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo es este mundo”. Pero olvidaron esta parte medular del mensaje: “Pero no cambia mi amor por más lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente”.









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