domingo, 27 de septiembre de 2015

Tratar de hacer bien las cosas

 Roxana Marroquín y Benjamín Cuéllar

En 1904, a sus veintiséis abriles, un tal Alfredo Lorenzo Ramón Palacios ganó un escaño en el Parlamento de su país. Casi una década después, en 1913, quizás sin saberlo, este político socialista argentino hizo historia. Fue el primer diputado en el mundo que se lanzaba sin paracaídas a impulsar una gesta inédita. Adelantado a su espacio y a su tiempo, este ya no tan imberbe abogado se aventuró a exigir la reforma de la normativa penal de su país. En su proyecto para modificar los literales g) y h) del artículo 19, dentro de la Ley 4189, pedía reprimir “con tres a seis años de penitenciaria” –así se leía literalmente– a quien “promoviere o facilitare la corrupción o prostitución de mujeres mayores de 18 años y menores de 22, para satisfacer deseos ajenos”.  

Foto bajada de internet 

¿A qué viene este corto apunte rescatado de una memoria tan rica en lecciones de lucha por la reivindicación de las víctimas, abundantes en un continente cuyos habitantes en su mayoría han sido –eterna y comprobadamente– personas sufridas? Pues es el caso que este miércoles 23 de septiembre se rememoró de nuevo el Día internacional contra la explotación sexual y el tráfico de mujeres, niñas y niños”, como sucede año tras año desde principios de 1999. Acaba de ser celebrado, pues, esa formal oposición a semejante lacra; pero en estas tierras salvadoreñas, tal evento pasó sin pena ni gloria. Mientras, la iniciativa exitosa de Palacios cumplió un siglo y dos años.

El legislador porteño que murió en la absoluta pobreza, a diferencia de otros que acá apenas comienzan a sacarles los “trapos al sol” por sus “vivezas”, continuó en su planteamiento demandando que si la víctima –hombre o mujer– era menor de dieciocho años, la pena debía ser de seis a diez años de prisión. Y si era menor de doce, el castigo máximo podía extenderse hasta una década y media tras las rejas. “Esta misma pena –seguía el texto– será aplicable cualquiera que sea la edad de la víctima, si el autor fuera ascendiente, marido o tutor, persona encargada de su educación o guarda, en cuyo caso atraerá aparejada la pérdida de patria potestad, del poder marital o de la tutela”.

A final de cuentas, el primer artículo aprobado dentro de la llamada “Ley Palacios” sancionaba con tres a seis años de cárcel a quien promoviere o facilitare “la prostitución o corrupción de menores de edad, para satisfacer deseos ajenos,” aún con el consentimiento de la víctima; ello, si la mujer era mayor de dieciocho años. Si la víctima –hombre o mujer– era mayor de doce y menor de dieciocho, al victimario le caían entre seis y diez años. Cuando la víctima era menor de doce años, el máximo de la pena podía llegar a los tres lustros; no importaba la edad de la persona afectada si había habido violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro tipo de intimidación; también si el autor era “ascendiente, marido, hermano o hermana, tutor o persona encargada de su tutela o guarda”, lo que además conllevaba “la pérdida de la patria potestad del padre, de la tutela o guarda o de la ciudadanía, en su caso”.

Acá en El Salvador, se esperó más de una centuria para aprobar la Ley especial contra la trata de personas mediante el Decreto Legislativo 824, del 16 de octubre del 2014, el cual se publicó en el Diario Oficial hasta el 14 de noviembre del mismo año. En la misma se especifican diferentes formas de explotación humana, que comprenden entre otras la sexual y la sexual comercial en el sector del turismo. En el decimoprimer capítulo de tal normativa se incluyen las disposiciones penales correspondientes. Quien entregue, capte, transporte, traslade, reciba o acoja personas –dentro o fuera del territorio nacional– o facilite, promueva o favorezca para ejecutar o permitir que otros realicen cualquier actividad de explotación humana […] se sancionará con prisión de diez a catorce años. 


Hay agravantes, entre los cuales destacan los siguientes: que la víctima sea niña, niño, adolescente, persona adulta mayor o persona con discapacidad; que el autor sea funcionario o empleado público, autoridad pública o agentes de autoridad, lo que es más delicado si se aprovecha del cargo; que exista una relación de ascendiente, descendiente, adoptante, adoptado, hermano, cónyuge o persona con vínculo marital o exista relación similar de afectividad; que se trate de tutor, curador, guardador de hecho o encargado de la educación o cuidado de la víctima y cuando exista relación de autoridad o confianza con la víctima, sus dependientes o personas responsables, haya o no relación de parentesco; que el delito lo cometa alguien directa o indirectamente responsable del cuidado de la víctima esté acogida en entidades de atención a la niñez y adolescencia, sean estas públicas o privadas.

Hay más condiciones que hacen más grave la trata de personas. Pero en todas, a sus responsables la ley les impone prisión que va de los dieciséis a los veinte años. Si sus autores son organizadores, jefes, dirigentes o financistas de agrupaciones ilícitas o estructuras de crimen organizado, nacional o trasnacional, la sanción es de veinte a veinticinco años. En ningún caso, agravado o no, vale como atenuante o descargo el consentimiento de la víctima independientemente de su edad.

Esa es la ley. Habrá que ver cómo se aplica en un país –como lo señala la embajada estadounidense– “de origen, tránsito, y destino de hombres, mujeres y niños sujetos a la trata para explotación sexual y trabajo forzado”. Eso dice en su último reporte sobre la situación mundial de los derechos humanos. También que la definición incluida en la legislación aprobada hace casi un año, “no es consistente con el derecho internacional” pues “considera la fuerza, el fraude y la coacción como circunstancias agravantes”, en lugar de contemplarlos como elementos esenciales de la mayoría de delitos de trata”. Además, se tacha el no investigar ni procesar como trata de personas los hechos de ese tipo atribuidos a integrantes de maras, que usaron para ello fuerza o coacción.

En el 2014 se procesaron y condenaron a siete “tratantes sexuales”; es decir, menos de catorce sospechosos juzgados ​​y de doce condenados que en el 2013. En el informe hay una fuerte crítica, sobre todo a jueces pero también a otros funcionarios, por sus “pocas luces” sobre la trata y las consecuencias de ello en la sanción a los victimarios. Se habla de notas periodísticas denunciando funcionarios que “pagaron por actos sexuales comerciales de víctimas de trata”; también de una investigación sobre el caso, de la cual luego no hubo más información pública. Los esfuerzos oficiales en materia de prevención fueron, según la embajada aludida, modestos. 

Con todo lo anterior, es elemental la conclusión: cuando no hay transparencia total y suficiente información, se vuelve un derecho humano la especulación en torno a ciertas interrogantes que invitan a pensar mal. ¿Por qué se decretan confidenciales los pocos procesos en esta materia? ¿Por qué son, precisamente, tan pocos los casos que se llevan a juicio? ¿Será que, como se ha dicho en otras ocasiones para otro tipo de criminalidad, El Salvador no está tan mal como Guatemala y Honduras? ¿O será que la impunidad también reina en este tipo de delitos para proteger intocables? Como sea, se deben hacer bien las cosas apostándole a la defensa de las víctimas reales y a la protección de las potenciales. Al exigir eso, no falta quien trata de evadir su responsabilidad.


viernes, 18 de septiembre de 2015

Más de lo mismo

Benjamín Cuéllar

Dios te salve patria, sangrada… Muy sangrada en lo más profundo de tu territorio donde sobreviven esas mayorías populares sometidas a la ignominiosa y multifacética exclusión desde hace siglos. Dios te salve, porque ya no queda en quien confiar. Ni con el fin de la última guerra primero ni luego con la “alternancia” en el Gobierno del Ejecutivo, es posible mostrarte como David J. Guzmán te describió en su “Oración a la bandera”: casi casi como “la tierra prometida”. Tú “marcas decía él la senda florida en que la justicia y la libertad nos llevan hacia Dios”. Sin embargo, al día de hoy todavía sigue lejana allá en el horizonte otra independencia más real y consistente que la conmemorada, oficial y oficiosamente, este recién pasado martes 15 de septiembre. 

Y es que el 15 de septiembre, pero de 1821, se firmó el documento dentro del cual se encuentra implícita una explicación del por qué –casi doscientos años después– esas mayorías sigan igual: muriendo lenta y violentamente si deciden quedarse en tu seno materno pero desatento, donde ciertamente han nacido pero de donde es mucha la cantidad de gente –sobre todo joven– que quiere escapar lo más pronto posible. 


¿Cuál es, pues, esa explicación? Antes de responder semejante interrogante, se debe tener claro algo: quienes tienen el poder y dominan, le temen al poder que tienen –aunque sea latente– quienes sufren la dominación. ¡Sí! Los poderosos en lo económico, político y social no saben dónde meterse cuando los sectores oprimidos deciden, de una vez por todas, organizarse y luchar para liberarse de las ataduras que los mantienen en esas condiciones.

Por eso, en el texto rubricado aquel 15 de septiembre de 1821, de entrada se lee que la independencia del Gobierno español era entonces “voluntad general del pueblo”. Y frente a esa realidad, había que hacer algo. Pero no en favor del bien común. No, para nada. Así, un grupo de “iluminados” determinó decretarla antes de que “la proclamase de hecho el mismo pueblo”, porque si eso ocurría las consecuencias “serían terribles”. Eso está escrito en lo que veneran, quienes ostentan cargos públicos, la llamada “Acta de Independencia”

A esta elitista y “profiláctica” iniciativa de adelantarse a la legítima rebeldía popular, debían seguirle las elecciones de las personas que en “representación” de ese pueblo formarían un Congreso, en el cual decidirían lo relativo a la “independencia general absoluta” para establecer después “la forma de Gobierno” y la Ley fundamental que regiría, en adelante, los destinos de la región. Eso fue lo que quedó escrito en el segundo ordinal de la dichosa “Acta”.


A lo anterior, le siguió la regulación bastante básica referida a la faramalla relacionada con las votaciones: las organizarían y realizarían las juntas electorales de provincia, se tendría un diputado por cada quince mil personas –incluidas las nacidas en África– y, con base a los censos más recientes, esas mismas juntas determinarían el tamaño del Parlamento; es decir, la cantidad de sus integrantes. Ese Congreso, “en atención a la gravedad y urgencia del asunto” –según se afirmó textualmente– debía reunirse por primera vez el primer día de marzo de 1822.

Mientras tanto, las riendas de la administración pública seguirían en manos de las “autoridades establecidas” cuyo desempeño continuaría determinado por las normas vigentes, hasta nuevo aviso y hasta las emergentes disposiciones dictadas por el Congreso a instalarse. Permaneció, así, el militar vasco Gabino Gaínza y Fernández de Medrano como jefe político superior de la entonces Provincia de Guatemala, encabezando una Junta Provisional Consultiva para guardar las apariencias. Sobre esto último, en el octavo ordinal del citado documento se dice que la misma se creó para que el Gobierno tuviese “el carácter que parece propio de las circunstancias”.

Además de conservar “pura e inalterable” la religión católica y de mantener “vivo el espíritu de religiosidad” que había “distinguido siempre a Guatemala” –refiriéndose a toda la Provincia– habría que respetar a sus ministros, protegiéndolos “en sus personas y propiedades”. En cuanto a las comunidades religiosas, sus líderes recibieron una exhortación: cooperar “a la paz y sosiego, que es la primera necesidad de los pueblos cuando pasan de un Gobierno a otro”; era necesario que, en “fraternidad y concordia”, se unieran con su membresía en torno a la “independencia” dejando de lado las “pasiones individuales” que dividían y producían “funestas consecuencias”.

Era ineludible, además, garantizar “la conservación del orden y tranquilidad”. Asimismo, al jefe político le correspondía divulgar a los cuatro vientos “los sentimientos generales del pueblo, la opinión de las autoridades y corporaciones”; también las “causas y circunstancias” que lo orillaron al “juramento de independencia y de fidelidad al Gobierno americano” por establecerse. A dicho juramento tendrían que sumarse la indicada Junta Provisional, el Ayuntamiento, el arzobispo, los tribunales, las autoridades civiles y militares, los prelados y sus comunidades, la burocracia en la administración de rentas, las corporaciones y la tropa. 

Dicho todo lo anterior, hay que retomar la pregunta hecha con antelación. ¿Cuál es esa nefasta explicación para que después de tanto tiempo, tantas peleas y tanto sufrimiento, en el fondo las cosas sigan igual en El Salvador? El “gatopardismo”. No se diga más. Ese modo de hacer política que el príncipe de Lambedusa, el siciliano Giuseppe Tomasi, delineó magistralmente en la novela que escribió y fuera publicada tras su fallecimiento en 1957. “Cambiar todo para que las cosas sigan iguales”, decía una y otra vez el personaje principal de la misma. 


El 15 de septiembre de 1821 se proclamó la “independencia” de la Provincia de Guatemala, pero continuaron mandando las mismas autoridades y rigiendo las mismas leyes; el poder eclesial permaneció incólume y las elecciones sirvieron para escoger representantes que no representaban al pueblo. Pero había que sacudirse el “yugo español” para ser “libres”. Había que hacerlo, antes de que ocurriera lo impensable: que ese pueblo se alzara y se vinieran encima de los criollos las “terribles” consecuencias de un suceso de tal envergadura. La “gravedad y la urgencia del asunto”, exigían cambiar todo para no cambiar nada.

Hay que leer “El gatopardo” porque ciento setenta años después, en 1991, dos enemigos acérrimos estaban en lo mejor de sus conversaciones y negociaciones para cambiar todo o casi todo en El Salvador. La aún atrevida y audaz insurgencia armada y el entonces Gobierno nacional, debatían durante largas jornadas el futuro del país. Cerca de arribar a los cinco lustros transcurridos desde entonces, el país sigue siendo aquel donde sus mayorías populares son víctimas de más de una guerra y donde las mismas sobreviven sin disfrutar de alguna relativa seguridad personal y patrimonial, si es que algo poseen. 



Vuelta Gobierno, esa antigua guerrilla sigue repitiendo una y otra vez entre otras cosas ya durante seis años un desfile altamente militarizado para festejar algo que no ha sido fielmente contado. No queda, pues, más que jugársela. Hay que apostarle a lo bueno y valioso. Hay que seguir “neciando”, “terquiando”… Apelando a ese poder latente y pendiente de estallar, no con violencia irracional pero sí con la inteligencia natural de todas las personas muchas en este país que se sienten y están siendo agredidas por un ordenamiento que no es natural sino brutal. Si no, seguirá amolándonos el “gatopardismo”: más de lo mismo.



viernes, 11 de septiembre de 2015

911

Benjamín Cuéllar

Este número se asocia en el país, común y casi generalizadamente, con la unidad de la Policía Nacional Civil (PNC) que –según se lee textualmente en el sitio electrónico institucional– “proporciona un servicio oportuno de atención al ciudadano, ante cualquier emergencia o en aquellas situaciones de socorro y servicio que requieran el inmediato accionar policial ya sea de carácter preventivo o represivo”. Punto. Es gratuito y está habilitado las veinticuatro horas. Para recibir atención inmediata y activarlo, las personas únicamente deben marcarlo; pero, ojo, se les pide no hacer mal uso del mismo con llamadas falsas. Así funciona. Pero, pese a que tienen relación, este intento de comentario no aborda dicho sistema para atender urgencias ciudadanas de diverso tipo. Sí habla de una emergencia, pero nacional. Se trata de otro 911: el total de muertes violentas ocurridas durante el pasado agosto. Al menos, eso fue lo que reportó el Instituto de Medicina Legal. 


¿Por qué traer a cuenta esa cifra fatal, alarmante e indignante? ¿Para que digan que uno está a favor de quienes se reunieron el recién pasado sábado 5 de septiembre en una plaza capitalina, a protestar contra la violencia –eso dijeron– y la corrupción? De ninguna manera. Suficientes dimes y diretes han ido y venido en los medios tradicionales, en el ciberespacio y en conversaciones interpersonales, tanto de manera individual como grupal. Sobre esas polémicas, bizantinas en su mayoría, únicamente cabe decir que lo predominante ha sido las posiciones fanatizadas del par de maquinarias electoreras que viven maquinando contra su rival –urdiendo, tramando permanente en las sombras– lo que sea.

La idea al escribir estas líneas, es otra. Ante al incremento de la violencia mortal y la permanencia de la delincuencia, la inseguridad en sus variadas expresiones y el temor de la gente, resulta pertinente recordar algo importante de lo que en El Salvador hicieron o dejaron de hacer sus autoridades desde que –a principios de 1992– finalizaron los combates entre las fuerzas armadas gubernamentales e insurgentes.

Con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, incluidas en su informe presentado el 15 de marzo de 1993, se pecó por acción y omisión. En primer lugar, la derecha política aprobó la nefasta amnistía mediante la cual –además de premiar a los perpetradores– se le dio un visto bueno a las prácticas criminales que habían asolado al país. La izquierda no votó ni a favor ni en contra. No podía. Ya había mutado su piel al convertirse formalmente en partido desde el 1 de septiembre de 1992, pero no había incursionado aún en la carpa electorera; por tanto, no tenía representación parlamentaria. Pero era, por mucho, mucho más que una fracción legislativa; era, junto al Gobierno de la época, firmante de los acuerdos que mandaban superar la impunidad en el país por ser sostén de profundos males nacionales.


Y ambas partes empeñaron su palabra al acordar que “hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”, debían “ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicar a sus responsables “las sanciones contempladas por la ley”. Pero no. Se aprobó la que mejor debió llamarse “Ley especial para fortalecer la impunidad en El Salvador” y no “Ley de amnistía general para la consolidación de la paz”. Ante eso, quizás calculando astutamente a su favor, la dirigencia del “Farabundo Martí” no hizo lo que debió haber hecho: reclamar ante el secretario general de las Naciones Unidas, el egipcio Butros Butros-Ghali, y llamar al pueblo plagado de víctimas a sumarse a esa protesta. En buena medida, por esa grave falta de arrojo político ese mismo pueblo sigue derramando su sangre y viendo desaparecer forzadamente mujeres y hombres de todas las edades.

Pero las perversas decisiones de unos y las “convenientes” indolencias de otros, no acabaron con lo anterior. Continuaron, entre otros deplorables desaciertos, con el Grupo conjunto para la investigación de grupos armados ilegales con motivación política. Largo y eufemístico nombre para referirse a los “escuadrones de la muerte”, pero hasta el lenguaje debía ser “políticamente correcto”. Su creación solo se logró por la terca insistencia del mencionado Ghali y de Marrack Gouldin, su representante del más alto nivel. Nueve meses tardó el parto, desde que la Comisión de la Verdad recomendó se formara. La resistencia oficial para ello solo es comparable con la actual del partido de Gobierno y sus cortesanas compañías, ante la posibilidad de establecer en el país una comisión internacional contra la impunidad.

Cumplidas, mal cumplidas o de plano incumplidas, tanto las de la mencionada Comisión como las del citado Grupo, sus recomendaciones no lograron lo planteado en el Acuerdo de Chapultepec. Al menos en la letra, se pretendía erradicar la impunidad. Pero esta siguió carcomiendo las instituciones del sistema de justicia, socavando además la pírrica y precaria tranquilidad conseguida al terminar la guerra. Propiciando, además la corrupción y la delincuencia de “grandes ligas”.

Precisamente dicho Grupo, consciente del proceso de metamorfosis de la violencia política a otras formas de crimen organizado, inició premonitoria y objetivamente sus recomendaciones con lo siguiente: “Más allá de las víctimas directas, las autoridades del país y el Gobierno de la República en particular, se ven afectados de manera severa en su propia legitimidad y su capacidad de cohesionar a la sociedad en la perspectiva de la consolidación de la paz y la reconciliación entre los salvadoreños. El siniestro fenómeno descrito en este informe mina la estabilidad del proceso de paz, y en una cadena sin fin, alimenta actitudes violentistas, genera desconfianza en las instituciones democráticas y desalienta a los sectores productivos”. Decir eso en aquellos tiempos cuando todo era “amor y paz”,  era atrevido.

Así, en medio de los “cantos de sirena”  alabando el “proceso salvadoreño”, se tuvo tanto la prescripción del tumor maligno y como las recetas para curarlo. Pero la tumefacción siguió y sigue convertida ya en una metástasis que debe atacarse con todo desde su raíz, usando para ello los recursos legítimos y legales existentes dentro y fuera del país. Porque –hay que machacarlo– la violencia, la corrupción y todas las manifestaciones de la criminalidad organizada que asolan a El Salvador nacieron, crecieron y se desarrollaron en la tierra fértil de la impunidad. 

A todo lo anterior, se suma otro pernicioso asunto: las armas de fuego. Entre 1994 y el 2001, ingresaron al país más de setenta mil, junto a veinte millones de municiones. Según declaró José Miguel Cruz en el 2003 –cuando aún dirigía el Instituto de Opinión Pública de la UCA (IUDOP)– durante esos años fueron importadas casi veintisiete mil pistolas, más de veintitrés mil revólveres, como diecisiete mil escopetas, cerca de cuatro mil fusiles, 318 carabinas y 137 ametralladoras. Todas entraron legalmente al territorio nacional. Así, en el 2001, El Salvador era el séptimo importador de armas de fuego provenientes de Estados Unidos de América. De entonces a la fecha, cabe preguntar cuántas más ingresaron legal e ilegalmente. Este país es, pues, un arsenal de veinte mil kilómetros cuadrados donde cerca del ochenta por ciento de las muertes violentas se producen jalando un gatillo. Y las autoridades estatales, no hicieron ni hacen nada.


Para seguir hablando de lo mal que han conducido la posguerra los dos partidos que han tenido en sus manos el timón del país, lo que falta es tiempo y no argumentos. Más adelante, quizás, volverá “la burra al trigo” para recordar cómo le fue a la sociedad salvadoreña cuando –allá por 1978– se “endurecían” las leyes en medio de una cada vez más fuerte e indiscriminada represión.

Muchas veces –clamaba en ese terrible escenario el beato Óscar Romero– me lo han preguntado aquí en El Salvador: ¿Qué podemos hacer? ¿No hay salida para la situación […]? Y yo, lleno de esperanza y de fe, no solo una fe divina sino una fe humana, creyendo también en los hombres, digo: sí hay salida. Pero, ¡que no se cierren esas salidas!”. Chile y Nueva York sufrieron terribles 9-11. El Salvador ya tiene el suyo también. No sigan cerrando las salidas, guanacos politiqueros de poca fe y sobrada ambición, para no volver a lamentar acá otros 911 asesinatos mensuales; además, para comenzar a superar la ya tan prolongada emergencia nacional.





martes, 8 de septiembre de 2015

domingo, 6 de septiembre de 2015

¡Ya no jodan!

“Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me detuvo en la calle”. Así inició Martín Santomé, empleado y viudo, su relato breve de lo más significativo que le ocurrió un 21 de febrero de quién sabe qué año. A renglón seguido, el personaje principal de “La tregua” –célebre novela de Benedetti– recordó que el extraño ni “protestó contra el Gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos”; tampoco “tocó ninguno de los temas de la beodez universal”. Solo le agarró del brazo para decirle: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”. “Otro tipo que pasó en ese instante –terminó de escribir Santomé– me miró con una alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero ya hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y solo ahora me hubiese enterado”.

Tras cinco décadas y media de publicada esa obra, no cae mal tomar el anterior pasaje para ajustarlo a este aquí y a este ahora: El Salvador, donde aquella guerra larga y cruenta entre derecha gobernante e izquierda insurgente terminó hace casi veinticuatro años; donde, finalizada esa confrontación, las cúpulas de sus entidades partidistas –verdaderas aplanadoras electoreras– y sus membresías junto a sus “compañeros de viaje”, se descalifican a diario de las formas más burdas y absurdas. “¡Vos sos marero, porque velaste pandilleros en una sede de tu partido!”, señala la mano zurda. “¡Ah chís! ¡Más marero sos vos, que pactaste una tregua con sus dirigentes!”, apunta con el dedo flamígero la otra. Y así, la de nunca acabar…

En este “Macondo” guanaco, como parte de la voceada “campaña desestabilizadora”, ya no se sabe si David Beckham es un “terrorista duro” o un “golpista blando”; al menos la duda queda luego que el secretario general del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) acusara a UNICEF, a las Naciones Unidas y al ex jugador inglés, de nombrar a El Salvador como “el país más violento del mundo”. Eso, sostuvo literalmente Medardo González, “nos afecta a nuestra imagen, […] tiene un impacto negativo en nosotros”. Por su parte, el máximo dirigente de Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) –Jorge Velado– demandó una “disculpa pública” al sostener que su partido era “víctima de una desesperada, falsa y oscura campaña de calumnias por parte del FMLN y su Gobierno”.


Semejantes necedades mediáticas de las dirigencias partidistas, se derraman hacia abajo y se reflejan en el comportamiento de sus bases. Así, una mañana aparece un montón de cruces de madera en un redondel emblemático para la “izquierda”, acompañadas de acusaciones echándole toda la culpa al actual Gobierno por la alarmante cantidad de muertes violentas ocurridas en agosto. Y las reacciones desde la otra esquina del cuadrilátero político, no tardan. Con los guantes bien amarrados, altas voces “efemelenistas” declaran belicosas que esas manifestaciones son parte de una perniciosa campaña desestabilizadora de la derecha.

Nidia Díaz, veterana dirigente del partido en el Gobierno, afirmó textualmente que “este tipo de acciones sobrepasa una libertad de expresión y organización, porque están haciendo como mucho temor a la población y en una plaza que nosotros reivindicamos”. A ese  muy particular, “bien elaborado” y por demás “sesudo” análisis, le siguió casi de inmediato la siembra de más cruces. Pero ahora del lado de quienes acusan a ARENA de ser responsable de la inseguridad y la violencia imperantes. En ambas expresiones públicas, tanto la de derecha como la de izquierda, se nota el paso de los años y el flujo de dinero que está detrás.


Hoy en día, ya no se protesta ni se reclaman cambios mediante aquellas multitudinarias marchas de antaño; ahora son reducidos grupos de personas probablemente remuneradas, que en la penumbra nocturnal realizan esos actos y colocan pancartas de lujo mandadas a hacer, a diferencia de aquellos años cuando las mantas rústicas pero auténticas eran pintadas con brochas gordas por manos callosas de un pueblo que –desde su dignidad– luchaba de verdad. Hoy en día, pues, hay otra gran muerte que lamentar: la de las “fuerzas vivas” del país, a manos de la “partidocracia”.

En ese ambiente político, caliente y torpe, se quiere desarrollar un proceso de diálogo y entendimiento político bajo la sombrilla de otra “interpartidaria”. Nadie en su sano juicio se atreverá a cuestionar que para ello se hayan reunido las dirigencias partidistas en Ataco, Ahuachapán, hace unos días. Ni que hayan acordado lo que acordaron. Pero eso no es agenda de país ni visión de futuro.

Fuera de las declaraciones líricas, lo acordado es tan elemental como –por ejemplo– redactar proyectos puntuales de leyes, integrar los partidos al seguimiento del Plan “El Salvador seguro”, estudiar la creación del Instituto de criminalística e investigación científica del delito, pedir a los medios que “se porten bien” e informen sobre los “avances” en materia de seguridad, solicitar a la Sala de lo Constitucional que resuelva sobre la contratación de préstamos y la colocación de bonos por novecientos millones de dólares. También que se respalden las medidas que el Gobierno adopte para bloquear las señales telefónicas en los centros penales, cosa que desde hace rato debió haberse hecho con la ley en la mano.


Más allá de sus malogrados antecedentes como el de enero del 2007, al conmemorarse quince años del fin de la guerra pareciera que el clima actual no da para mucho en cuanto a convertir a esta nueva “interpartidaria” en un buen impulso para –de una vez por todas– cambiarle el rumbo al país. De seguir así, los personajes de esa recién puesta en escena lo están llevando –directa e inexorablemente– al despeñadero. Mientras las “soluciones” se discutan arriba y afuera, no habrá “golpe de timón” alguno. No lo habrá si no se toman en cuenta las víctimas del sufrimiento allá abajo y adentro, donde no se disfruta el “buen vivir” sino que se sufre a diario el “mal morir”. De eso, El Salvador tiene en su pasado dolorosas experiencias, en su pasado tenebrosas realidades y en su futuro amargas pesadillas.

Pero no se hace nada distinto para evitar la debacle. Retomando el pasaje inicialmente citado de la novela escrita por el enorme Benedetti, en el presente drama nacional no irrumpe un único borracho sino varios. Y “Los borrachos y los niños”, según el refranero popular, “siempre dicen la verdad”. Dentro y fuera del país abundan las voces que le están diciendo una y otra vez a la administración del Estado –con todos sus órganos de Gobierno– y a los partidos políticos, lo mismo que aquel extraño ebrio le dijo a Martín Santomé la tarde de un 21 de febrero: “¿Sabés lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”.

Pero picados en su orgullo y en defensa de sus intereses, no faltan quienes brinquen alegando que sí; que en el país funcionan las instituciones y que se está caminando por el sendero correcto. Si así fuera ya estuviera completa la Corte Suprema de Justicia, a la que desde hace dos meses le faltan cinco integrantes propietarios y cinco suplentes; no habría necesidad de crear “interpartidaria” alguna para hacer lo que no se hace en la gestión parlamentaria. Pero para su desgracia, en el país se continúa haciendo más de lo mismo y eso lo tiene padeciendo sus mismas consecuencias lamentables.


No hay que ir muy lejos para descubrir la solución. Solo basta voltear la vista a Guatemala. Ahí nomás, ya sentaron en el banquillo de los acusados a un militar –golpista de verdad, que usurpó la primera magistratura– y lo condenaron por genocida; ahí ya encarcelaron a la  vicepresidenta de la República y acaban de lograr la renuncia del hasta hace unos días jefe de Estado. Determinante para ello ha sido una muy buena ciudadanía frente a una muy mala politiquería. En El Salvador debería retomarse ese ejemplo resucitando “de entre los muertos” a sus “fuerzas vivas”, para comenzar a exigir y lograr algo mucho más elemental que en el vecino país: que los politiqueros de uno y otro bando pacten una necesaria tregua entre sí y acuerden lo necesario para enderezarle el rumbo al país.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Todas las mañanas

Roxana Marroquín 


Todas las mañanas camino a mi trabajo, en uno de los semáforos siempre me saluda "la heroína salvadoreña" como le he nombrado...diciéndome "buenos días señora...." tengo años de pasar por ahí. Ella y sus pequeños niños y niñas que hoy ya suman seis entre hijos e hijas, sobrinos y sobrinas...desde muy temprano están vendiendo periódicos... ahora también colocan en una "pita" blusas.... y en bolsitas pequeñas colas, aretes, ganchos para pelo...entre otras cosas... Ella... con la sonrisa de siempre, su botas cafés, su jeans azul...los periódicos colgando de su hombro, su chaleco amarrillo y su gorra.... me cuenta que hoy los tiene entretenidos...porque están desayunando esperando el transporte que los llevará a su escuela... ella hace patria, sus niños y niñas hacen patria... desde la rebusca para vivir o sobrevivir...se preparan porque van a la escuela... y acompañan a esta mujer que siempre tiene la sonrisa y el saludo para quien se detiene ante el semáforo esperando que cambie la luz a verde para seguir...para seguir...porque al mirarla con sus ganas de seguir adelante...es lo que me inspira... ganas de seguir...porque en El Salvador... hay gente de bien