lunes, 31 de agosto de 2015

La tregua

Benjamín Cuéllar

En este país cuyo nombre evoca al Divino salvador del mundo, hace casi veinticuatro años terminó la confrontación armada entre los ejércitos gubernamental e insurgente. Las representaciones políticas de ambos tardaron veintiún meses dialogando, negociando y firmando documentos hasta cesar los combates entre sí el 16 de enero de 1992. Siempre se habla de los “acuerdos de paz”, pero solo se menciona y conmemora el de Chapultepec. Este fue el último. Pero hubo otros entre los cuales debe rescatarse del peligroso archivo del olvido el de Ginebra, signado el 4 de abril de 1990 en presencia del entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU): Javier Pérez de Cuéllar.

En el histórico castillo ubicado en la capital federal mexicana, lo rubricado era en lo fundamental el listado de compromisos que se estaban adquiriendo para –entre otros asuntos– crear y recrear instituciones estatales, desmontar otras cuyo uso distorsionado sirvió para violar derechos humanos, buscar la verdad al respecto y sancionar a los responsables de esos hechos, desarmar a la guerrilla e incorporarla a la vida política partidista, así como reformar los sistemas de justicia y electoral. Ese importante texto detallaba obligaciones asumidas y mecanismos para hacerlas valer.

El Acuerdo de Ginebra, a diferencia del anterior, más que algo operativo era la esencia del proceso que la ONU denominó “En el camino de la paz”. La paz, ese ansiado anhelo nacional e internacional, no debía entenderse entonces solo como el fin de la guerra que se concretó como el primer paso del proceso de largo aliento que debía impulsarse. Así lo determinaron en la ciudad suiza hace veinticinco años, el 4 de abril de 1990, la extinta guerrilla y el Gobierno de la época.

Pero había más. Los otros dos componentes del mismo que debían concretarse simultanea y progresivamente, eran la democratización del país y el respeto irrestricto de los derechos humanos. Ni en uno ni en el otro se avanzó sustantivamente. Por un lado, el país siguió polarizado electoral y políticamente. Por el otro, los sectores más amplios de la población siguieron siendo víctimas de la muerte lenta y la muerte violenta, por lo que el forzado desplazamiento interno o la huida de su tierra natal continuaron como “soluciones” a esos males.

¿Por qué no se pudo prosperar en esas cuestiones tan vitales para edificar una sociedad en paz? Porque las partes firmantes hicieron caso omiso del cuarto y último componente de lo que pactaron en Ginebra: unidad nacional, obviamente para enfrentar y superar las causas estructurales de la permanente, violenta e histórica crisis de país que se resumen en tres: la falta de participación política real de la población en lo local y lo global, la amplia exclusión económica y social, y la impunidad para criminales y corruptos de altos vuelos. No se avanzó, también, porque ni la ONU ni la sociedad salvadoreña les exigieron que cumplieran cabalmente y se unieran siquiera para eso.

Es pues el momento de reclamar entendimientos básicos a las fuerzas enfrentadas con las armas en la mano desde enero de 1981 hasta enero de 1992, que luego continuaron y continúan contrapuestas hasta la fecha descalificándose mutua y públicamente en su pugna por el poder político formal; en este escenario, han supeditado los intereses de las mayorías populares a las de sus partidos y sus patrocinadores. Se deben demandar esos entendimientos adeudados, a partir de esa unidad a la que comprometieron materializar hace cinco lustros en Ginebra; debe hacerse, por ser necesarios y urgentes para encarar el hambre y la sangre que asolan la existencia de gran parte de la población. Para ello, también se requiere una frontal y decidida lucha contra la impunidad.


Es hora, entonces, de buscar dentro y fuera del país los apoyos adecuados y oportunos al más alto nivel, para salvar a El Salvador y evitar que –en menos de un siglo– se dé otra tragedia nacional como las ocurridas de 1932 y de 1972 en adelante. Hay que reclamar y forzar, pues, la tregua que el país necesita con urgencia y sin remedio: la que debe pactarse entre los dueños del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), sin comparsas. Si no, como bien dice Álvaro Cruz Rojas, “realmente estamos jodidos”. 



viernes, 28 de agosto de 2015

Que cuarenta años no es nada…

Benjamín Cuéllar 

Durante 1975, del 30 de julio al 15 de agosto, se marcó un antes y un después para El Salvador. Ya no fue el mismo. No quiere decir que previo a dicha coyuntura, no había pasado nada. ¡Claro que sí! Pero en esos pocos días se mezclaron la lucha social de calle con la represión gubernamental, la naciente y poderosa organización popular con la defensa valiente e indeclinable de los derechos humanos. A cuatro décadas de distancia, hoy que está languideciendo agosto del 2015, es válido y pertinente voltear la mirada de la memoria a ese escenario para recordar. Pero no solo para eso; también para buscar por dónde no y por dónde sí hay que encarrilar el rumbo nacional sin más demoras que las inevitables –las rémoras partidistas, por ejemplo– para no descachimbarlo de nuevo en otro barranco quizás más profundo que los anteriores en 1932 y de los inicios de 1972 a los de 1992.

Cuenta el “primo” David Escobar Galindo que, en una de sus tardes juveniles departíendo con Saúl Flores, se le ocurrió preguntarle al maestro para qué servía la memoria. Con su precisión característica, recuerda el poeta, don Saúl respondió: “Para entender mejor el presente”. No más. Habría que agregarle lo tantas veces dicho: para aprender de las lecciones que encierra y no cometer los mismos errores; también, para extraer de la misma sus enseñanzas positivas en aras de un mejor porvenir. Hay que conservarla viva con sus miserias y glorias. La memoria histórica es, en palabras de David, “el constante ejercicio de lo que venimos siendo como herederos del día anterior y como tributarios del día que sigue”.

¿Qué pasó aquel “día anterior”, el miércoles 30 de julio de 1975? Por la tarde, una marcha de estudiantes acompañada por mucho pueblo exigía –en las calles aledañas a la Universidad de El Salvador– se atendieran sus demandas más sentidas. Sin decir “agua va”, la manifestación fue artera y brutalmente atacada por fuerzas represivas del régimen. Con la “definición”, la “decisión” y la “firmeza” anunciadas por el militar de turno que entonces usurpaba la Presidencia –el coronel Arturo Armando Molina– las muertes violentas, las desapariciones forzadas y las ilegales capturas se desataron entre las instalaciones del Instituto Salvadoreño del Seguro Social y las del Externado de San José, colegio jesuita que abrió sus puertas para brindar refugio como pudiera y a quien pudiera.

Paradojas de la vida y la muerte en El Salvador. Contiguo a ese colegio estaba la Policlínica Salvadoreña. En aquella época, eran las entidades privadas que proveían de educación y salud a la flor y nata del país. Y al frente de las mismas, en su calle y sus aceras, ese miércoles corrió la sangre de una juventud salvadoreña que luchaba por su mejor formación académica, mezclada con la de la pobrería solidaria que la apoyaba en su cruzada.

Un día después, en el titular principal de “El diario de hoy” se leía: “Policía dispersa manifestación”; en cambio, el de “Voz popular” decía: “Cuerpos de seguridad masacran estudiantes”. Una y otra cara de la misma moneda, distintas y distantes entre sí en función de los intereses de unos y otros: los de la mentira y el oprobio, los de la verdad y la equidad. La distorsión de la historia y el afán por rescatarla. Al siguiente día, primero de agosto, por primera vez era ocupada la Catedral metropolitana por el pueblo organizado.

Cuenta el buen “Jacinto” que el 6 de agosto finalizó la toma del templo. A la hora del desalojo, en el discurso fuera de sus instalaciones –ya con todos los bártulos listos para partir a seguir la prolongada y cruenta lucha– se anunció la presentación en sociedad del que sería después el masivo y combativo Bloque Popular Revolucionario, muy seguido por el pueblo y muy perseguido por el régimen al cual puso y mantuvo en jaque por años. Así nació el BPR o, simplemente, el “Bloque”, que tuvo de entrada a Mélida Anaya como su secretaria general. Se acercan ya los treinta y seis años de la ejecución de “Polín”, el mítico dirigente campesino que también ocupó dicho cargo hasta unos días antes de su muerte.

El mismo 30 de julio, tras la masacre, iniciaron las reuniones y discusiones sobre qué hacer. Tomada la decisión sobre la toma de Catedral y planificada la misma, el jueves 31 se comunicó a las “bases”. El primero de agosto se realizó en su interior la misa de “cuerpos presentes” y, a la salida, un grupo partió al cementerio a enterrar los cadáveres; otro cerró las puertas de la iglesia y se quedó dentro. Falta afinar, comenta “Jacinto”, pero parece que ese año no se realizó la tradicional “bajada” del Divino salvador del mundo. Hay que ejercitar diariamente la memoria para no perder exactitud y, así, difundirla con precisión.

En ese marco, cuando en el país se empezaban a sacar de la bodega los tambores de guerra alzados después de 1932, en el Externado iniciaba la buena conspiración en favor de las víctimas de la exclusión política, la inequidad económica y la brutalidad oficial. Y no eran pocas las asoladas por esos males; eran, en palabras de Ellacuría, las mayorías populares. Un par de semanas después de que el rector autorizara salvar vidas abriendo su portón, ubicado en la 25 avenida norte capitalina, nació el Socorro Jurídico Cristiano. Vio la luz precisamente el 15 de agosto, fecha del natalicio de monseñor.

Aquel rector era el padre Montes. Segundo de nombre, pero primero en ideas e iniciativas necesarias como la del Socorro. Visionario y coherente, vigente hasta ahora, era mejor conocido por los “externadistas” como “Popeye”. Tras su primera reunión con el personal de este incipiente despacho –pequeño en tamaño pero grande en compromiso– el beato Romero dejó plasmada en su Diario la satisfacción personal y de Pastor que sentía por la buena voluntad de sus “abogados de conciencia cristiana”. Porque eso eran: con título profesional o estudiando para graduarse, inspirados en el Evangelio y en Medellín, sus integrantes se entregaron enteros para abogar por las víctimas del mal común en El Salvador.

Ese fue el centro de su quehacer y por eso el Socorro puso su cuota de sacrificio con sus oficinas allanadas, robo de archivos y desaparición forzada de dos integrantes. No valían posiciones políticas para hacer concesiones. Eso lo dejó claro Montes el 13 de abril de 1989, en una carta que mandó al director de “El diario de hoy”. La razón: ARENA, partido en el Gobierno publicó en un comunicado su particular interpretación de lo que el jesuita expresó en una entrevista, transmitida el día anterior. Montes aclaró que en la misma no se trató el tema del terrorismo –hoy de nuevo de moda– y reafirmó lo que había dicho: advertir sobre el incremento de la violencia, en un entorno donde las partes procurarían negociar “desde posiciones de fuerza”. El jesuita lamentó que ARENA  interpretara de forma “parcial e ideologizada” sus palabras, atribuyéndole una falsa legitimación de la violencia guerrillera. Vueltas las que da la vida…

“Creo que es indispensable, y requisito de honestidad, el conocer la realidad y no pretender ocultarla. Por supuesto que estoy contra la violencia y contra toda violación a los derechos humanos. Pero también estoy contra la mentira y la calumnia pública. El mal fundamental es la guerra, y si somos consecuentes debemos hacer lo posible por alcanzar una verdadera paz […] Ojalá no caigamos en el error de otros grupos sociales y políticos que se cierran a todo dato, a todo análisis, a toda interpretación que no esté de acuerdo con su posición, y se los considera enemigos por ello”. Eso alegó Montes en su misiva.


Parafraseando el tango de Le Pera en la voz del gran Gardel, cuarenta años no es nada si no se aprende de lo bueno y lo malo. Ahhh… Tiempos aquellos que nunca deberán volver por la represión ilícita que ahora, preocupantemente, vuelve a asomar. Pero sí habrá que revivirlos por la organización de las víctimas y la defensa seria, consistente e inclaudicable, de las víctimas de violaciones de sus derechos. Así, con esas habilidades y esos quehaceres, habrá que techar y cerrar El Salvador con esperanzas de pies a cabeza, alfombrarlo con la suavidad plena de los logros reales –sin turbias manchas demagógicas– y acondicionarlo con aires nuevos de lucha por el bien común. Primero Dios y Segundo Montes.

jueves, 27 de agosto de 2015

"El nombre de la escuela, de la colonia y del municipio... ¡Qué triste y dramática ironía!"

 "Tengamos Fe y Alegría. Fe en un Estado manido y maneado; Alegría de un pueblo que disfruta la paz... de los cementerios. Giremos la mirada a El Vaticano, desde donde el papa Francisco ya se pronunció sobre este paisito; paisito donde El Triunfo es para la criminalidad de altos vuelos, que permanece impune"

Leer la siguiente nota 

http://diario1.com/nacionales/2015/08/pandilleros-irrumpen-en-escuela-y-ordenan-cerrarla-hasta-nuevo-aviso/

viernes, 21 de agosto de 2015

Dani-el único...

Qué se callen las lágrimas y se sequen las quejas, porque el Rabinovich ya es inmortal. Por eso hoy se se estrena "El alegrentierro" y "Para Daniel, el impo(sible)luto"





Las actuaciones más memorables de Daniel Rabinovich con Les Luthiers ver en:

http://www.eltiempo.com/multimedia/videos/actuaciones-recordadas-de-daniel-rabinovich/16266338/1



jueves, 20 de agosto de 2015

El terreno de juego: cada vez más sangrado

Para que aquellas personas, agoreras de los males presentes y futuros, se enteren: a este país la vida comienza a sonreírle, ya se asoma luminosa la felicidad colectiva tan escondida en estos apenas veinte mil kilómetros cuadrados, el futuro radiante casi se alcanza a tocar y sí hay que preocuparse –¡claro que sí!– pero solo un poquito, porque para El Salvador ya no hay marcha atrás. Y esa marcha triunfal es algo que se reconoce hasta fuera del país. Todo ello y más es lo que anuncian y de lo que presumen, quienes antes eran sombríos voceros de pasadas calamidades gubernamentales y hoy en día tienen “la sartén por el mango”. Pretenden así, sin más, que la población entera les crea a ojos cerrados y –obviamente– los siga haciendo ganar venideras elecciones. Son “cantos de sirena” similares a los que, en su odisea, Ulises logró evitar le dulcificaron los oídos propios y los de su tripulación; solo así pudo salir avante y seguir adelante.

El problema de país es que, luego del primero de junio del 2009, se produjo un cambio. Pero no de las posiciones y actitudes antediluvianas, prevalecientes entre los bandos que antes se agarraron a balazos –cada cual en su trinchera– y que desde hace más de dos décadas viven agarrados de las greñas cada cual en su curul, en su televisora, en su periódico o en su radioemisora. El cambio fue entonces, solo y simplemente, de “cancha” en el terreno de juego político partidista. El que estaba en la de la oposición pasó a la del Gobierno y el que estaba en el Gobierno pasó a la oposición. También lo fue de condición económica y social para más de alguno que, ahora, tiembla cuando escucha reclamar claman por la “revolución” traicionada; no vaya a ser y le quitan lo que disfruta como merecido “descanso del guerrero”.

“Se ha iniciado la derrota del crimen organizado en El Salvador”, ha dicho uno de los radiantes funcionarios. “Cuando nosotros nos sentamos con la gente de organizaciones internacionales y les explicamos la situación, ellos hasta nos dicen: ‘miren, de verdad que ustedes están muy bien, están avanzando’”, dice otro de sus colegas. Lo aseguran hinchados cuando al menos ciento veinte familias se enjugan las lágrimas derramadas por sus víctimas, muertas violentamente en escasas setenta y dos horas. Pero no importa porque la “gran mayoría que han (sic) muerto eran pandilleros”, declaran allá arriba. Todo eso y más aseveran al momento en que la Corte Suprema se retira del “elefante blanco” creado: el llamado Consejo de Seguridad y Convivencia Ciudadana. Así, “dioses y diosas del Olimpo” judicial agarran sus cositas y se van para ver –sostienen– cómo hacen lo que se pueda por su lado.

Y en la otra cancha, “no cantan mal las rancheras”. “El Salvador –se llenan la boca afirmando– enfrenta la peor violencia desde la guerra. La población vive aterrorizada en sus propios hogares y los asesinatos, asaltos y extorsiones son el pan de cada día de los salvadoreños”. ¡Qué no vengan con esa guasa! No se burlen de la inteligencia nacional, que la hay y de la buena. Si durante las décadas que  tuvieron en sus manos las riendas del país –no veinte años, sino más– su mayor producción fue violencia y muerte, saqueo y corrupción, exclusiones políticas y sociales. Si no es por la dolorosa guerra que asoló al país, seguirían igual: regenteando su parcela o pagando para que se la administren. No se den pues, a estas alturas, “baños de pureza” democrática.

No está demás repetirlo hasta la saciedad o, fuera mejor, hasta el entendimiento: de 1992 a 1999, las muertes violentas en El Salvador superaron las siete mil. Para ser más exacto, en 1998 el Consejo Nacional de Seguridad Pública de la época reconoció que el promedio de las mismas fue –durante los tres años anteriores– de 7,211. Ese Consejo lo creó Armando Calderón Sol y hasta la fecha, con iguales o distintas hechuras e intenciones, todos los presidentes han tenido el suyo con su respectivo presupuesto y sus rimbombantes retóricas. Pero, ¿de qué han servido? A final de cuentas, los ojos de los partidos ansiosos de votos siempre han volteado la mirada hacia un coqueto ejército cada vez con más poder, erigido como el “chapulín colorado” idóneo para defender la sangrienta y dolida patria.

Y de entre sus comparsas veleidosas, bailan con uno y con el otro dependiendo del indecente “perreo” que les toquen, no se puede ni se debe esperar algo mejor. Añoran los tiempos del general Maximiliano Hernández Martínez, sin decir la verdad completa por ignorancia o por malicia. Al respecto, en un reportaje periodístico serio y reciente, se da cuenta de lo siguiente:

“Ante el desborde de las muertes violentas en 1934, el gobierno militar subió el tono de las medidas de seguridad y promovió una reforma al Código Penal. Entre las medidas inmediatas que tomó la Presidencia fue autorizar a los cuerpos de seguridad para decomisar machetes y armas de fuego en pueblos y caseríos. Los principales afectados de la política eran campesinos, que más que arma letal utilizaban las cumas o corvos en su trabajo diario, la única forma que tenían de ganar un ingreso para sus familias. El número de muertes violentas bajó del brutal índice de 88 homicidios por cada 100,000 habitantes en 1934 a 53 homicidios al siguiente año. Pero las cifras se mantuvieron altas y perduraron por el resto del martinato”.

Eso pasaba durante la dictadura de Hernández Martínez, quien en 1932 ordenó la gran matanza y amnistió a sus responsables. Ocupó al ejército, aplicó en general la “mano dura” y no “descumizó” ni “descorvizó” la sociedad. Ochenta y tantos años, esos ingredientes son parte de la receta. Pero más que solucionar la situación, la complican; además, la “maquillan” o de plano mienten sin rubor. Y la realidad violenta no cambia.

Ahora piden ofuscados, también, “estado de sitio”. Esa fórmula se ocupó una y otra vez en estas tierras, en el resto de América Central, en Latinoamérica y el Caribe, con sus respectivos “toques de queda” y sus nefastas consecuencias hartamente sufridas y hasta reconocidas. Alcaldes de uno y otro partido se oponen argumentando, entre otros asuntos, “que pueden pagar justos por pecadores”. Y es que es cierto. Más de alguno, uniformado o no, tendría en sus manos un riesgoso y mortal “cheque en blanco”.

A propósito, cuentan que en uno de esos escenarios –establecida la prohibición a la ciudadanía de circular en la vía pública después de las diez de la noche– una persona fue interceptada por una patrulla. Luego de ordenarle se detuviera, uno de los militares le disparó y lo mató. Otro soldado interrogó a su colega a manera de reclamo. “¿Por qué le disparaste si aún faltan quince minutos para que empiece el ‘toque de queda’?” “Cierto –le respondió quien asesinó al pobre ‘cristiano’– pero yo sé donde vivía y ya no alcanzaba a llegar a su casa antes de la hora”. Fin del imaginario y burlón relato, que en este país donde la muerte y la impunidad se pasean de la mano bien podría ser realidad. Pero esos politiqueros baratos, vendedores de espejismos, no merecen más que eso: la burla. 


Lo que requiere en serio El Salvador no es “estado de sitio”. Lo que debería reclamar la gente que sufre la inseguridad y la violencia –por ser urgente, justo y necesario– es que el Estado se ponga en su sitio y asuma su responsabilidad, liderando la materialización de un nuevo y diferente acuerdo que no solo incluya a su rival de hoy y siempre. Si se continúa dejando de lado a las víctimas, como es la costumbre, este país seguirá siendo inviable y cada vez más le irá peor. Eso no lo cambiarán ni la dulzona propaganda oficial ni la ácida crítica opositora de los actuales partidos, estén en la cancha que estén si es que siguen en el terreno de juego.

lunes, 17 de agosto de 2015

"Este país es inviable, es inefectividad de los dos partidos"

" La gente se escandaliza con 20 homicidios y tiene razón, pero eso había en este país, después de la guerra. El Consejo Nacional de Seguridad Pública presidido por Hugo Barrera publicó un diagnóstico, examinaban y recomendaban sobre Policía, Inspectoría, todos los controles internos que tenían y más allá de eso, en la introducción, dice que expresan su preocupación por que el promedio anual entre 1995 y 1997 era 7,211..." leer más de la entrevista realizada a Benjamín Cuéllar por Diario El Mundo en 
http://elmundo.sv/este-pais-es-inviable-es-inefectividad-de-los-dos-partidos/

domingo, 9 de agosto de 2015

El perdedor en el planeta de los cerdos

Benjamín Cuéllar

Durante estos días de agosto en El Salvador, no obstante las vacaciones, quienes no tienen trabajo continuaron haciendo lo de siempre: milagros para llevar el sustento cotidiano a sus familias, si no mueren en el intento. Pero hay quienes no se encuentran en esa triste, lamentable e inaceptable condición; inaceptable por ser este un país donde ‒después de múltiples expresiones de violencia estatal e insurgente‒ hubo una guerra en la que unos decían defender la democracia, mientras otros reclamaban justicia social. Como a final de cuentas empataron, en esta tierra debería brillar la luz de ambas. Pero no. Aunque lo que hay que decir sobre eso, sin ser “harina de otro costal”, habrá que dejarlo en el tintero.


Ahora se antoja mejor hablar de otro asunto: además de las personas en capacidad y con habilidad para laborar que no lo hacen, están las que sin esforzarse mucho o nada “viven de sus rentas” bien o mal habidas. En este muy rústico desglose de la sociedad sin pretensiones académicas o científicas, se debe considerar algo obvio: la gente que sí trabaja, sin dejar de señalar que en ese universo existen diferencias entre la poca que tiene mucho y la mucha que tiene poco. Por ahí anda ubicándose ese segmento poblacional llamado así ‒sin más‒ “clase media”, del cual también deben establecerse elementales diferencias identificadas con elementales etiquetas: clase media “alta”, clase media “media” y clase media “baja”.

En una investigación sobre la evolución de la clase media en América Latina entre el 2001 y el 2011, se consideraron como parte de la “alta” aquellos hogares que perciben un ingreso per cápita diario superior a los 15.23 dólares estadounidenses, a la paridad del poder adquisitivo del 2005; entre la clase media “baja” se incluyeron los hogares con un nivel de ingreso per cápita menor que los 4.35 dólares, a la paridad del poder adquisitivo del 2010.

En ese marco, resulta que a un padre de una familia que bien podría etiquetarse como “clasemediera media”, le pasó algo digno de comentar al antojársele cumplir uno de los rituales de la época festiva: aunque sea un día, ir al litoral guanaco con su esposa, hija e hijo. Esa agrupación doméstica debía disponerse pues, por determinación patriarcal, a alistar sus bártulos para emprender la tradicional aventura playera en su “clasemediero” medio de transporte. Pero resulta que ahora, en plena mitad de la segunda década del siglo veintiuno, las cosas ya no funcionan tan así y la oposición de la madre fue automática. ¡No! Definitivamente no se haría lo que, en otras épocas, hubiera acatado sin discusión alguna.

¿Las razones para tan arrojada e inmutable negativa? ¿Liberación femenina? Pues quizás no ¿Alguna versión centroamericana y guanaca del ascetismo milenario? ¡Para nada! ¿Simple capricho de la señora? Tampoco. ¿Ganas de jo… robar? Puede que sí, puede que no… En fin, el caso es que el entusiasta vacacionista se topó con pared. Al menos ella, no iría. Y a su rechazo se sumó de lleno el adolescente vástago de la pareja; no así la infanta que, a sus escasos cuatro años, decidió compartir sueños y correrías con su “incomprendido” padre.

La filial pareja decidida a todo debía determinar su destino ese día, sin importarle el desacuerdo de la mitad de su hogar ni el qué dirán. Mientras llenaban sus bolsas del “súper” con los esenciales utensilios para el viaje, la señora no desperdició la oportunidad para cantarle en su cara al marido las causas de su oposición. “¿Qué no vés, insensato, cómo están las cosas?”, le restregó a su cónyuge. “¡Si ni los policías están a salvo! ¡Los están matando como pollos!” Y no contenta, sacó a relucir su otra causa para oponerse a tan osada salida: “¿Cuánto vás a gastar? ¡Qué no ves que cómo estamos y vos dándote esos lujos!” Categórica síntesis de los dos problemas acuciantes que le hacen poco posible la vida ‒por no decir imposible‒ a las familias “clasemedieras” tanto “medias” como “bajas” en el país.

Pero él, terco y orgulloso, no dio su brazo a torcer. La decisión estratégica estaba tomada: se iban a disfrutar como fuera. Pero, ¿adónde? Esa, que era la táctica, no estaba clara. ¿La Unión, La Libertad o La Paz? En esas tres opciones pensó y había que escoger. Solo y su alma, superando los sentimientos encontrados que le generó la férrea negativa de su consorte, el abnegado padre de familia se puso a divagar. ¿La Unión? En todos los años transcurridos desde que acabó aquella guerra, ha sido de lo más necesaria pero también de lo más escasa. Los graves problemas del país, sobre todo esos que argumentó la señora para no salir con su marido y su hija, la han requerido para enfrentarlos y superarlos con éxito. Pero los firmantes de “su paz” ‒no la de la población “clasemediera”, pobre y en extrema pobreza‒ nunca se pusieron de acuerdo en unir fuerzas, talentos y recursos para ello.

Por la cólera que esa realidad le avivaba, el eventual turista interno prefirió buscar otra opción. ¿La Libertad? ¿Libertad para qué? ¿Para salir del reclusorio eufemísticamente llamado “condominio”, “residencial”, “complejo habitacional” o ‒como antes‒ “colonia”? Esa es la realidad: salir entre temprano en la mañana hacia el “asocio público privado” donde estudia su descendencia. Porque eso son: escuelas públicas, pero privadas de tanto. Luego, trabajar para regresar al final del día al enrejado donde rutinariamente un vigilante abre y cierra el portón. Hay que descansar para, a la mañana siguiente, volver a lo mismo. Tampoco irían a esas playas, por el chocante nombre del departamento donde se ubican: La Libertad. Esa por la que antes se salía a las calles a pelearla y conquistarla, para vivir dignamente; esa por la que ahora mejor se sale del país.

Ni modo, no quedaba otra que La Paz por ser el escenario más deseado y menos degustado en un El Salvador “ejemplar”. Esa aspiración no cumplida, solo es modélica en lo que toca a los acuerdos para alcanzarla. Y eso, únicamente allende sus fronteras. Aunque… ya ni tanto. Dentro, para nada y para nadie fuera de quienes dicen que todo está bajo control y que las instituciones funcionan, como en la “Patria exacta” de Escobar Velado. “Ayer oí decir […] que somos un pueblo feliz que vive y canta”. Pero, volviendo a las protagonistas de este relato, decidieron: aunque tan solo durante unas horas de calor sofocante y agua salada, disfrutarían las bondades de La Paz. Pese a todo, padre e hija emprendieron el viaje para solazarse en la piscinita y así amarrar con más fuerza sus entrañables lazos de amor.

También gozaron la playa. Mientras se revolcaban en la misma, surgió la tentación de construir el infaltable “castillo de arena”. El orgulloso padre quiso presumirle a su entusiasmada hija e hizo el mejor de sus esfuerzos. Al final, le dijo: “¡Nos quedó lindo!” La niña, desde su inocencia y viendo a unos metros la obra de otra familia en el mismo afán, dijo: “Pero es igualito al castillo del frente”. Él no tuvo más que asentir. En esas estaban, cuando una ola se encargó de deshacer uno y otro. ¿Moraleja? Que cada quien la decida.
Fotografía de internet


El caso es que el hombre tomó la mano de la niña y echaron a andar. Dentro de su mente se revolvieron dos “rolas” emblemáticas de “La banda del sol”: “Fui a caminar sin fijar a dónde. Todo duerme ya y la luz se esconde. Ves alrededor, siendo un perdedor… [Y veo que] no son cerditos simples, hasta saben pensar… Me piden palabras y yo no las tengo, me piden sonrisas y yo no las siento… [Aunque] saben que no conviene ‒¡oh, nooo!‒ que el hombre vaya a despertar. Y así nos dan estadios, les gusta vernos jugar… Y gritan y prometen. No es más que un blá, blá, blá… Llantos nadie busca y eso es lo que tengo…”