viernes, 22 de enero de 2016

Perdón, oh Dios mío… Dios mío, perdón

Benjamín Cuéllar 
20 de enero de 2016

Al entregarles a familiares y compañeros de los seis jesuitas ejecutados en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) la Orden José Matías Delgado, el 16 de noviembre del 2009, Mauricio Funes dijo que eso significaba “retirar un velo espeso de oscuridad y mentiras para dejar entrar la luz de la justicia y la verdad”. En esa ocasión, cuando su jefe no condecoró a la madre e hija que también fueron masacradas con los sacerdotes, el entonces y hasta ahora ministro de la Defensa Nacional –David Munguía Payés– dijo que los militares estarían “dispuestos a pedir perdón”. “Creo –agregó el general– que no solamente la Fuerza Armada, sino todas las personas que participamos en el conflicto deberíamos hacerlo”. 


Luego, el 16 de enero del 2010, Funes reconoció “en nombre del Estado” que sus agentes –junto a miembros de “organizaciones paraestatales”– habían violado derechos humanos y cometido abusos de poder. Por eso, pidió perdón a las víctimas. Iba bien, pues, al dar el primer paso en el necesario proceso de sanar y cerrar las hondas heridas que les abrió –de manera bestial– un aparato organizado de poder que en teoría constitucional tenía a la persona humana como origen y fin de su quehacer.  

Después vino el turno del ahora beato Óscar Romero. El 24 de marzo Funes pidió perdón por el magnicidio a su familia, al pueblo –la “gran familia” de monseñor, dijo– y a la Iglesia católica. También a todas las familias afectadas por la “violencia ilegal inaceptable” y, en especial, “a las comunidades religiosas”. Además, se comprometió a colaborar con la justicia nacional e internacional para esclarecer esos horrendos crímenes. Posteriormente, le llegó su hora a los pueblos originarios. El 12 de octubre, también del 2010, declaró que quería ser el primero “en nombre del Estado salvadoreño, en nombre del pueblo salvadoreño, en nombre de las familias salvadoreñas”, en hacer un “acto de contrición” y pedir “perdón a las comunidades indígenas por la persecución y por el exterminio de que fueron víctimas durante tantos y tantos años”.

Pero faltaba la plenitud, el culmen, la apoteosis entre estos “golpes de pecho” oficiales. Eso pasó el 16 de enero del 2012. La puesta en escena: las dos décadas del fin de la guerra; el escenario: la tierra ensangrentada de El Mozote. “Sublime” actuación del primer actor en ese teatro. Con lágrimas de por medio –¿“de cocodrilo”?– de nuevo pidió perdón por las atrocidades perpetradas en ese cantón y sus alrededores, en aquel funesto diciembre de 1981. Fue esta la mayor matanza de la segunda mitad del siglo veinte en América Latina.


Funes pidió perdón por tal barbarie –como presidente de la República y comandante general de la milicia– a las familias de las víctimas mortales y a las que no sabían nada sobre el paradero de sus seres queridos desaparecidos entonces. Pidió perdón sin pretender, dijo, “borrar el dolor”; más bien, quería reconocer y dignificar a quienes sufrieron semejante tormento. Pero las víctimas siguieron y siguen igual: ultrajadas por los poderes formales y fácticos, que continúan negándoles la verdad necesaria para liberar a esta sociedad de sus más costosos estigmas y la merecida justicia para humanizar la convivencia dentro de la misma.

Cuando inició su costumbre de andar pidiendo perdón tras perdón en ocasión del veinte aniversario de la masacre en la UCA, Funes prometió cooperar con la justicia dentro y fuera del país para resolver el caso. En realidad, hizo todo lo contrario. Como jefe de Estado, no cumplió las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para esclarecer los hechos y sancionar a sus responsables. Peor aún: en agosto del 2011 les abrió las puertas del escondite ideal a los militares que –con órdenes de captura internacionales en mano– buscaba la INTERPOL.

En El Mozote afirmó que no se podía “seguir enarbolando y presentando como héroes de la institución y del país, a jefes militares que estuvieron vinculados a graves violaciones a los derechos humanos”. Cuatro años después, la tercera brigada de infantería se sigue llamando “teniente coronel Domingo Monterrosa Barrios” y la Fuerza Armada sigue homenajeando recurrentemente a este oficial, principal responsable de la masacre en ese sitio y los cantones aledaños. A cuatro años de ese discurso, las víctimas permanecen ninguneadas y sus victimarios protegidos.


El actual mandatario, Salvador Sánchez Cerén, el 16 de enero del 2015 consideró necesario hablar “de la verdad y la justicia, especialmente para las víctimas inocentes del conflicto y sus familias”, con las que dijo tener un “diálogo permanente”. Su pedido oficial de perdón lo eludió ese día; solo aludió el de Funes en el 2009. Pero este año sí lo acaba de hacer: pidió perdón a las víctimas de graves violaciones de derechos humanos cometidas por la Fuerza Armada. Lo hizo en su calidad de su comandante general. Habrá que seguirle la pista en esta materia, a ver si no repite lo hecho por su antecesor.

En semana santa hay gente que entona una y otra vez el “perdón, oh Dios mío… Dios mío, perdón”, para luego volver a pecar por acción u omisión sabiendo que ya vendrá el siguiente año –con su semana santa incluida– y el chance de volver a pedirle perdón a Dios. Así pasó con Funes: mucho “perdón y perdón, oh víctimas mías” sin resultados concretos en verdad total, justicia real y reparación integral. ¿Que no le tocaba ni investigar ni procesar criminales por la “independencia de poderes”? Ojalá esta administración deje de escudarse en eso para zafarse. Zafarse, según el diccionario, es “desentenderse, librarse de un compromiso o de una obligación”. Funes se obligó a sí mismo a cooperar con la justicia y no cumplió; tampoco cumplió, como jefe de Estado, la de acatar las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

Hoy Sánchez Cerén tiene la pelota en sus manos. Pero aún no captura a los militares de nuevo reclamados por la justicia universal en España. Tampoco, en lo que va de su gestión, ha movido un dedo para que entre sus subalternos de antes –cuando integró la comandancia general insurgente– y los de ahora que es comandante general de la Fuerza Armada, quienes violaron derechos humanos se arrepientan sinceramente y pidan perdón, entreguen archivos y señalen dónde están las personas que desaparecieron forzadamente, paguen de alguna forma sus culpas y sean beneficiados con el perdón de sus víctimas. ¿Lo hará Sánchez Cerén o se dedicará a seguir en la procesión del silencio cantándole al perdón?
























1 comentario:

  1. Muy buena reflexión como todas. Un abrazo y no dejes de escribir.

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