Benjamín Cuéllar
20 de enero de 2016
Al entregarles a familiares y
compañeros de los seis jesuitas ejecutados en la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) la Orden José Matías
Delgado, el 16 de noviembre del 2009, Mauricio Funes dijo que eso significaba
“retirar un velo espeso de oscuridad y mentiras para dejar entrar la luz de la
justicia y la verdad”. En esa ocasión, cuando su jefe no condecoró a la madre e
hija que también fueron masacradas con los sacerdotes, el entonces y hasta
ahora ministro de la
Defensa Nacional –David Munguía Payés– dijo que los militares
estarían “dispuestos a pedir perdón”. “Creo –agregó el general– que no
solamente la Fuerza
Armada , sino todas las personas que participamos en el
conflicto deberíamos hacerlo”.
Luego,
el 16 de enero del 2010, Funes reconoció “en nombre del Estado” que sus
agentes –junto a miembros de “organizaciones paraestatales”– habían violado
derechos humanos y cometido abusos de poder. Por eso, pidió perdón a las
víctimas. Iba bien, pues, al dar el primer paso en el necesario proceso de sanar
y cerrar las hondas heridas que les abrió –de manera bestial– un aparato
organizado de poder que en teoría constitucional tenía a la persona humana como origen y
fin de su quehacer.
Después vino el turno del ahora
beato Óscar Romero. El 24 de marzo Funes pidió perdón por el magnicidio a su
familia, al pueblo –la “gran familia” de monseñor, dijo– y a la Iglesia católica. También a
todas las familias afectadas por la “violencia ilegal inaceptable” y, en
especial, “a las comunidades religiosas”. Además, se comprometió a colaborar
con la justicia nacional e internacional para esclarecer esos horrendos crímenes.
Posteriormente, le llegó su hora a los pueblos originarios. El 12 de octubre,
también del 2010, declaró que quería ser el primero “en nombre del Estado salvadoreño, en nombre del pueblo salvadoreño, en
nombre de las familias salvadoreñas”, en hacer un “acto de contrición” y pedir “perdón
a las comunidades indígenas por la persecución y por el exterminio de que
fueron víctimas durante tantos y tantos años”.
Pero faltaba la
plenitud, el culmen, la apoteosis entre estos “golpes de pecho” oficiales. Eso pasó el 16 de
enero del 2012. La puesta en escena: las dos décadas del fin de la guerra; el escenario:
la tierra ensangrentada de El Mozote. “Sublime” actuación del primer actor en
ese teatro. Con lágrimas de por medio –¿“de cocodrilo”?– de nuevo pidió perdón
por las atrocidades perpetradas en ese cantón y sus alrededores, en aquel funesto
diciembre de 1981. Fue esta la mayor matanza de la segunda mitad del siglo
veinte en América Latina.
Funes pidió perdón por tal
barbarie –como presidente de la
República y comandante general de la milicia– a las familias
de las víctimas mortales y a las que no sabían nada sobre el paradero de sus
seres queridos desaparecidos entonces. Pidió perdón sin pretender, dijo, “borrar
el dolor”; más bien, quería reconocer y dignificar a quienes sufrieron semejante
tormento. Pero las víctimas siguieron y siguen igual: ultrajadas por los
poderes formales y fácticos, que continúan negándoles la verdad necesaria para liberar
a esta sociedad de sus más costosos estigmas y la merecida justicia para humanizar
la convivencia dentro de la misma.
Cuando inició su costumbre de
andar pidiendo perdón tras perdón en ocasión del veinte aniversario de la
masacre en la UCA ,
Funes prometió cooperar con la justicia dentro y fuera del país para resolver
el caso. En realidad, hizo todo lo contrario. Como jefe de Estado, no cumplió las
recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para
esclarecer los hechos y sancionar a sus responsables. Peor aún: en agosto del
2011 les abrió las puertas del escondite ideal a los militares que –con órdenes
de captura internacionales en mano– buscaba la INTERPOL.
En El Mozote afirmó que no se
podía “seguir enarbolando y presentando como héroes de la institución y del
país, a jefes militares que estuvieron vinculados a graves violaciones a los
derechos humanos”. Cuatro años después, la tercera brigada de infantería se
sigue llamando “teniente coronel Domingo Monterrosa Barrios” y la Fuerza Armada sigue
homenajeando recurrentemente a este oficial, principal responsable de la
masacre en ese sitio y los cantones aledaños. A cuatro años de ese discurso, las
víctimas permanecen ninguneadas y sus victimarios protegidos.
El actual
mandatario, Salvador Sánchez Cerén, el 16 de enero del 2015 consideró necesario
hablar “de la verdad y la justicia, especialmente para las víctimas inocentes
del conflicto y sus familias”, con las que dijo tener un “diálogo permanente”. Su
pedido oficial de perdón lo eludió ese día; solo aludió el de Funes en el 2009.
Pero este año sí lo acaba de hacer: pidió perdón a las víctimas de graves
violaciones de derechos humanos cometidas por la Fuerza Armada. Lo
hizo en su calidad de su comandante general. Habrá que seguirle la pista en
esta materia, a ver si no repite lo hecho por su antecesor.
En semana santa
hay gente que entona una y otra vez el “perdón, oh Dios mío… Dios mío, perdón”,
para luego volver a pecar por acción u omisión sabiendo que ya vendrá el
siguiente año –con su semana santa incluida– y el chance de volver a pedirle perdón
a Dios. Así pasó con Funes: mucho “perdón y perdón, oh víctimas mías” sin
resultados concretos en verdad total, justicia real y reparación integral. ¿Que
no le tocaba ni investigar ni procesar criminales por la “independencia de
poderes”? Ojalá esta administración deje de escudarse en eso para zafarse. Zafarse,
según el diccionario, es “desentenderse, librarse de un
compromiso o de una obligación”. Funes
se obligó a sí mismo a cooperar con la justicia y no cumplió; tampoco cumplió,
como jefe de Estado, la de acatar las recomendaciones de la Comisión Interamericana
de Derechos Humanos.
Hoy Sánchez Cerén
tiene la pelota en sus manos. Pero aún no captura a los militares de nuevo reclamados
por la justicia universal en España. Tampoco, en lo que va de su gestión, ha movido
un dedo para que entre sus subalternos de antes –cuando integró la comandancia
general insurgente– y los de ahora que es comandante general de la Fuerza Armada ,
quienes violaron derechos humanos se arrepientan sinceramente y pidan perdón,
entreguen archivos y señalen dónde están las personas que desaparecieron
forzadamente, paguen de alguna forma sus culpas y sean beneficiados con el
perdón de sus víctimas. ¿Lo hará Sánchez Cerén o se dedicará a seguir en la
procesión del silencio cantándole al perdón?
Muy buena reflexión como todas. Un abrazo y no dejes de escribir.
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