Benjamín Cuéllar
14 de enero de 2016
La guerra que asoló al país inició el sábado 10 de enero de
1981. Esta es la fecha que suele utilizarse como referente cronológico. Ese
día, hace ya siete lustros, comenzó la primera “ofensiva final” que lanzó el
recién parido Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, mejor conocido
como FMLN. Parido, no partido; en esto último se convirtió y se acomodó años
después: el lunes 14 de diciembre de 1992. El enemigo a vencer para instaurar
un “Gobierno Democrático Revolucionario”, el mentado y hasta hoy ciencia
ficción “GDR”, era el régimen a cuya cabeza se encontraba –al menos formalmente–
la Junta
Revolucionaria de Gobierno en su tercera versión tras del
golpe de Estado del lunes 15 de octubre de 1979.
Originalmente gestado por la llamada “juventud militar”, ese
levantamiento que derrocó al general Carlos Humberto Romero –impuesto a sangre,
fraude y fuego en febrero de 1977– desde el principio fue contaminado por la
“vieja guardia” castrense que colocó al general Jaime Abdul Gutiérrez entre los
miembros de la entidad colegiada. Junto a él apareció como Ministro de Defensa
y Seguridad Pública quien, hace unos días, volvió deportado de Estados Unidos
de América; así regresó la semana pasada al país “Cielito lindo”, sin vergüenza
pero vergonzosamente, por su responsabilidad en graves violaciones de derechos
humanos. “Cielito lindo” es el “mal apodo” del general José Guillermo García.
En ese marco, durante once años, destruyeron buena parte del
país y desangraron mucha de la parte buena de su población: desde aquel enero
de 1981 hasta el también aquel enero de 1992, cuando Gobierno y guerrilla de
entonces acordaron cesar el enfrentamiento armado entre sí. A tres décadas y
media del inicio de la guerra y a veinticuatro años de su final, a estas
alturas, ¿cuál es el balance real del elogiado “proceso de paz salvadoreño”,
más allá de las retóricas y alegóricas declaraciones desde las dos maquinarias
electoreras –cuando han ocupado la Casa Presidencial – o de las acérrimas e
implacables críticas que se han endilgado recurrentemente, cuando han sido
oposición? ¿Cuál es el saldo real?
Dicho recuento de logros –si los hay– y fracasos no puede
salir, obviamente, de esas rentables empresas partidistas; rentables, sí, pero
solo para sus dirigencias y círculos cercanos. Tales opiniones siempre estarán
sesgadas. Tampoco puede ser fruto de lo que opinan las diplomacias
gubernamentales e intergubernamentales que, fuera de algunas escasas excepciones,
no se complican la existencia y dejan pasar cualquier obscenidad política. O, en
el mejor de los casos, callan. Y quien calla, otorga.
No. El balance de lo que se ha hecho hasta la fecha con este
“paisito” desde hace ya casi un cuatro de siglo de haber cesado el fuego, tiene
que surgir de sus víctimas. Y mientras estas no se organicen para hacer valer
sus derechos, como lo hicieron antes de la guerra, habrá que hacerlo desde este
espacio y desde todos los demás que se pueda dentro y fuera de El Salvador.
Pero invariablemente con la objetividad de quien su compromiso ineludible e
irrenunciable es, precisamente, con esas abundantes víctimas y no con los
politiqueros u “oenegeros” que dicen ser sus “representantes” y “salvadores”.
Hay que diseñar el mecanismo idóneo y práctico para tener
ese diagnóstico. Hay que hacerlo dialogando y poniéndose de acuerdo en lo
elemental, con honestidad y decencia, para estructurar el análisis de lo
ocurrido hasta ahora. Y lo malo de lo ocurrido, que es mayoritario, hay que denunciarlo
a gritos; hay que difundirlo ampliamente y sin tapujos. Debe hacerse a partir
del acompañamiento de esas víctimas que, durante años, se impulsó desde el
Instituto de Derechos Humanos de la
UCA ; también desde la diaria observación de su sufrimiento,
para desmontar las mentiras oficiales de cualquier Gobierno y las falsedades oficiosas
de cualquier oposición.
No se vale que desde un vital cargo público, alguien diga
que “muy pronto El Salvador volverá a ser un
país tranquilo y seguro” para luego afirmar un mes después –frívolo, tranquilo e
inmutable– que “podríamos estar en una situación peor”. Tampoco se vale que un
antiguo director policial le eche la culpa al actual jefe de la corporación,
desde la oposición, de lo que no se hacen ahora aunque nunca lo haya hecho él.
No se vale jugar con las víctimas. La única viabilidad para
El Salvador es que esas víctimas de los malos partidos y gobiernos –sin
importar “izquierdas” ni “derechas”– tengan su balance de país y eso les sirva como
“carta de navegación” hacia puerto seguro. Que se vuelvan demandantes,
exigentes y beligerantes. No hay vuelta de hoja. O se agachan dispuestas a
seguir sufriendo males mayores o levantan la cabeza con dignidad. Si no la
suerte, de la mala, estará echada.
Mientras el par de elefantes politiqueros, corruptos e
impunes, se balanceen sobre la red de la apatía y el “no me toca a mí”, las
víctimas de verdad –las siempre despreciadas– seguirán aguantando sus abusos y
demás chabacanerías. Esos animales políticos, paleolíticos y frescamente
descarados, no se corregirán ni soltarán el “hueso” por voluntad propia. Hay
que empezar a sacarlos antes de que se cumplan veinticinco años del fin de
aquella guerra. Pero sin rebelarse, nada cambiará. Porque esos dos elefantes,
hasta ahora, se balancean sobre la tela de una araña mal llamada “democracia”.
Y al darse cuenta que ha resistido y que pese a todo sigue resistiendo, no vaya
a ser que aparezca otro elefante igual o peor. Así
seguiremos hasta que las víctimas de sus desmanes digan: ¡Ya no más! ¡Se acabó!
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