domingo, 27 de septiembre de 2015

Tratar de hacer bien las cosas

 Roxana Marroquín y Benjamín Cuéllar

En 1904, a sus veintiséis abriles, un tal Alfredo Lorenzo Ramón Palacios ganó un escaño en el Parlamento de su país. Casi una década después, en 1913, quizás sin saberlo, este político socialista argentino hizo historia. Fue el primer diputado en el mundo que se lanzaba sin paracaídas a impulsar una gesta inédita. Adelantado a su espacio y a su tiempo, este ya no tan imberbe abogado se aventuró a exigir la reforma de la normativa penal de su país. En su proyecto para modificar los literales g) y h) del artículo 19, dentro de la Ley 4189, pedía reprimir “con tres a seis años de penitenciaria” –así se leía literalmente– a quien “promoviere o facilitare la corrupción o prostitución de mujeres mayores de 18 años y menores de 22, para satisfacer deseos ajenos”.  

Foto bajada de internet 

¿A qué viene este corto apunte rescatado de una memoria tan rica en lecciones de lucha por la reivindicación de las víctimas, abundantes en un continente cuyos habitantes en su mayoría han sido –eterna y comprobadamente– personas sufridas? Pues es el caso que este miércoles 23 de septiembre se rememoró de nuevo el Día internacional contra la explotación sexual y el tráfico de mujeres, niñas y niños”, como sucede año tras año desde principios de 1999. Acaba de ser celebrado, pues, esa formal oposición a semejante lacra; pero en estas tierras salvadoreñas, tal evento pasó sin pena ni gloria. Mientras, la iniciativa exitosa de Palacios cumplió un siglo y dos años.

El legislador porteño que murió en la absoluta pobreza, a diferencia de otros que acá apenas comienzan a sacarles los “trapos al sol” por sus “vivezas”, continuó en su planteamiento demandando que si la víctima –hombre o mujer– era menor de dieciocho años, la pena debía ser de seis a diez años de prisión. Y si era menor de doce, el castigo máximo podía extenderse hasta una década y media tras las rejas. “Esta misma pena –seguía el texto– será aplicable cualquiera que sea la edad de la víctima, si el autor fuera ascendiente, marido o tutor, persona encargada de su educación o guarda, en cuyo caso atraerá aparejada la pérdida de patria potestad, del poder marital o de la tutela”.

A final de cuentas, el primer artículo aprobado dentro de la llamada “Ley Palacios” sancionaba con tres a seis años de cárcel a quien promoviere o facilitare “la prostitución o corrupción de menores de edad, para satisfacer deseos ajenos,” aún con el consentimiento de la víctima; ello, si la mujer era mayor de dieciocho años. Si la víctima –hombre o mujer– era mayor de doce y menor de dieciocho, al victimario le caían entre seis y diez años. Cuando la víctima era menor de doce años, el máximo de la pena podía llegar a los tres lustros; no importaba la edad de la persona afectada si había habido violencia, amenaza, abuso de autoridad o cualquier otro tipo de intimidación; también si el autor era “ascendiente, marido, hermano o hermana, tutor o persona encargada de su tutela o guarda”, lo que además conllevaba “la pérdida de la patria potestad del padre, de la tutela o guarda o de la ciudadanía, en su caso”.

Acá en El Salvador, se esperó más de una centuria para aprobar la Ley especial contra la trata de personas mediante el Decreto Legislativo 824, del 16 de octubre del 2014, el cual se publicó en el Diario Oficial hasta el 14 de noviembre del mismo año. En la misma se especifican diferentes formas de explotación humana, que comprenden entre otras la sexual y la sexual comercial en el sector del turismo. En el decimoprimer capítulo de tal normativa se incluyen las disposiciones penales correspondientes. Quien entregue, capte, transporte, traslade, reciba o acoja personas –dentro o fuera del territorio nacional– o facilite, promueva o favorezca para ejecutar o permitir que otros realicen cualquier actividad de explotación humana […] se sancionará con prisión de diez a catorce años. 


Hay agravantes, entre los cuales destacan los siguientes: que la víctima sea niña, niño, adolescente, persona adulta mayor o persona con discapacidad; que el autor sea funcionario o empleado público, autoridad pública o agentes de autoridad, lo que es más delicado si se aprovecha del cargo; que exista una relación de ascendiente, descendiente, adoptante, adoptado, hermano, cónyuge o persona con vínculo marital o exista relación similar de afectividad; que se trate de tutor, curador, guardador de hecho o encargado de la educación o cuidado de la víctima y cuando exista relación de autoridad o confianza con la víctima, sus dependientes o personas responsables, haya o no relación de parentesco; que el delito lo cometa alguien directa o indirectamente responsable del cuidado de la víctima esté acogida en entidades de atención a la niñez y adolescencia, sean estas públicas o privadas.

Hay más condiciones que hacen más grave la trata de personas. Pero en todas, a sus responsables la ley les impone prisión que va de los dieciséis a los veinte años. Si sus autores son organizadores, jefes, dirigentes o financistas de agrupaciones ilícitas o estructuras de crimen organizado, nacional o trasnacional, la sanción es de veinte a veinticinco años. En ningún caso, agravado o no, vale como atenuante o descargo el consentimiento de la víctima independientemente de su edad.

Esa es la ley. Habrá que ver cómo se aplica en un país –como lo señala la embajada estadounidense– “de origen, tránsito, y destino de hombres, mujeres y niños sujetos a la trata para explotación sexual y trabajo forzado”. Eso dice en su último reporte sobre la situación mundial de los derechos humanos. También que la definición incluida en la legislación aprobada hace casi un año, “no es consistente con el derecho internacional” pues “considera la fuerza, el fraude y la coacción como circunstancias agravantes”, en lugar de contemplarlos como elementos esenciales de la mayoría de delitos de trata”. Además, se tacha el no investigar ni procesar como trata de personas los hechos de ese tipo atribuidos a integrantes de maras, que usaron para ello fuerza o coacción.

En el 2014 se procesaron y condenaron a siete “tratantes sexuales”; es decir, menos de catorce sospechosos juzgados ​​y de doce condenados que en el 2013. En el informe hay una fuerte crítica, sobre todo a jueces pero también a otros funcionarios, por sus “pocas luces” sobre la trata y las consecuencias de ello en la sanción a los victimarios. Se habla de notas periodísticas denunciando funcionarios que “pagaron por actos sexuales comerciales de víctimas de trata”; también de una investigación sobre el caso, de la cual luego no hubo más información pública. Los esfuerzos oficiales en materia de prevención fueron, según la embajada aludida, modestos. 

Con todo lo anterior, es elemental la conclusión: cuando no hay transparencia total y suficiente información, se vuelve un derecho humano la especulación en torno a ciertas interrogantes que invitan a pensar mal. ¿Por qué se decretan confidenciales los pocos procesos en esta materia? ¿Por qué son, precisamente, tan pocos los casos que se llevan a juicio? ¿Será que, como se ha dicho en otras ocasiones para otro tipo de criminalidad, El Salvador no está tan mal como Guatemala y Honduras? ¿O será que la impunidad también reina en este tipo de delitos para proteger intocables? Como sea, se deben hacer bien las cosas apostándole a la defensa de las víctimas reales y a la protección de las potenciales. Al exigir eso, no falta quien trata de evadir su responsabilidad.


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