viernes, 18 de septiembre de 2015

Más de lo mismo

Benjamín Cuéllar

Dios te salve patria, sangrada… Muy sangrada en lo más profundo de tu territorio donde sobreviven esas mayorías populares sometidas a la ignominiosa y multifacética exclusión desde hace siglos. Dios te salve, porque ya no queda en quien confiar. Ni con el fin de la última guerra primero ni luego con la “alternancia” en el Gobierno del Ejecutivo, es posible mostrarte como David J. Guzmán te describió en su “Oración a la bandera”: casi casi como “la tierra prometida”. Tú “marcas decía él la senda florida en que la justicia y la libertad nos llevan hacia Dios”. Sin embargo, al día de hoy todavía sigue lejana allá en el horizonte otra independencia más real y consistente que la conmemorada, oficial y oficiosamente, este recién pasado martes 15 de septiembre. 

Y es que el 15 de septiembre, pero de 1821, se firmó el documento dentro del cual se encuentra implícita una explicación del por qué –casi doscientos años después– esas mayorías sigan igual: muriendo lenta y violentamente si deciden quedarse en tu seno materno pero desatento, donde ciertamente han nacido pero de donde es mucha la cantidad de gente –sobre todo joven– que quiere escapar lo más pronto posible. 


¿Cuál es, pues, esa explicación? Antes de responder semejante interrogante, se debe tener claro algo: quienes tienen el poder y dominan, le temen al poder que tienen –aunque sea latente– quienes sufren la dominación. ¡Sí! Los poderosos en lo económico, político y social no saben dónde meterse cuando los sectores oprimidos deciden, de una vez por todas, organizarse y luchar para liberarse de las ataduras que los mantienen en esas condiciones.

Por eso, en el texto rubricado aquel 15 de septiembre de 1821, de entrada se lee que la independencia del Gobierno español era entonces “voluntad general del pueblo”. Y frente a esa realidad, había que hacer algo. Pero no en favor del bien común. No, para nada. Así, un grupo de “iluminados” determinó decretarla antes de que “la proclamase de hecho el mismo pueblo”, porque si eso ocurría las consecuencias “serían terribles”. Eso está escrito en lo que veneran, quienes ostentan cargos públicos, la llamada “Acta de Independencia”

A esta elitista y “profiláctica” iniciativa de adelantarse a la legítima rebeldía popular, debían seguirle las elecciones de las personas que en “representación” de ese pueblo formarían un Congreso, en el cual decidirían lo relativo a la “independencia general absoluta” para establecer después “la forma de Gobierno” y la Ley fundamental que regiría, en adelante, los destinos de la región. Eso fue lo que quedó escrito en el segundo ordinal de la dichosa “Acta”.


A lo anterior, le siguió la regulación bastante básica referida a la faramalla relacionada con las votaciones: las organizarían y realizarían las juntas electorales de provincia, se tendría un diputado por cada quince mil personas –incluidas las nacidas en África– y, con base a los censos más recientes, esas mismas juntas determinarían el tamaño del Parlamento; es decir, la cantidad de sus integrantes. Ese Congreso, “en atención a la gravedad y urgencia del asunto” –según se afirmó textualmente– debía reunirse por primera vez el primer día de marzo de 1822.

Mientras tanto, las riendas de la administración pública seguirían en manos de las “autoridades establecidas” cuyo desempeño continuaría determinado por las normas vigentes, hasta nuevo aviso y hasta las emergentes disposiciones dictadas por el Congreso a instalarse. Permaneció, así, el militar vasco Gabino Gaínza y Fernández de Medrano como jefe político superior de la entonces Provincia de Guatemala, encabezando una Junta Provisional Consultiva para guardar las apariencias. Sobre esto último, en el octavo ordinal del citado documento se dice que la misma se creó para que el Gobierno tuviese “el carácter que parece propio de las circunstancias”.

Además de conservar “pura e inalterable” la religión católica y de mantener “vivo el espíritu de religiosidad” que había “distinguido siempre a Guatemala” –refiriéndose a toda la Provincia– habría que respetar a sus ministros, protegiéndolos “en sus personas y propiedades”. En cuanto a las comunidades religiosas, sus líderes recibieron una exhortación: cooperar “a la paz y sosiego, que es la primera necesidad de los pueblos cuando pasan de un Gobierno a otro”; era necesario que, en “fraternidad y concordia”, se unieran con su membresía en torno a la “independencia” dejando de lado las “pasiones individuales” que dividían y producían “funestas consecuencias”.

Era ineludible, además, garantizar “la conservación del orden y tranquilidad”. Asimismo, al jefe político le correspondía divulgar a los cuatro vientos “los sentimientos generales del pueblo, la opinión de las autoridades y corporaciones”; también las “causas y circunstancias” que lo orillaron al “juramento de independencia y de fidelidad al Gobierno americano” por establecerse. A dicho juramento tendrían que sumarse la indicada Junta Provisional, el Ayuntamiento, el arzobispo, los tribunales, las autoridades civiles y militares, los prelados y sus comunidades, la burocracia en la administración de rentas, las corporaciones y la tropa. 

Dicho todo lo anterior, hay que retomar la pregunta hecha con antelación. ¿Cuál es esa nefasta explicación para que después de tanto tiempo, tantas peleas y tanto sufrimiento, en el fondo las cosas sigan igual en El Salvador? El “gatopardismo”. No se diga más. Ese modo de hacer política que el príncipe de Lambedusa, el siciliano Giuseppe Tomasi, delineó magistralmente en la novela que escribió y fuera publicada tras su fallecimiento en 1957. “Cambiar todo para que las cosas sigan iguales”, decía una y otra vez el personaje principal de la misma. 


El 15 de septiembre de 1821 se proclamó la “independencia” de la Provincia de Guatemala, pero continuaron mandando las mismas autoridades y rigiendo las mismas leyes; el poder eclesial permaneció incólume y las elecciones sirvieron para escoger representantes que no representaban al pueblo. Pero había que sacudirse el “yugo español” para ser “libres”. Había que hacerlo, antes de que ocurriera lo impensable: que ese pueblo se alzara y se vinieran encima de los criollos las “terribles” consecuencias de un suceso de tal envergadura. La “gravedad y la urgencia del asunto”, exigían cambiar todo para no cambiar nada.

Hay que leer “El gatopardo” porque ciento setenta años después, en 1991, dos enemigos acérrimos estaban en lo mejor de sus conversaciones y negociaciones para cambiar todo o casi todo en El Salvador. La aún atrevida y audaz insurgencia armada y el entonces Gobierno nacional, debatían durante largas jornadas el futuro del país. Cerca de arribar a los cinco lustros transcurridos desde entonces, el país sigue siendo aquel donde sus mayorías populares son víctimas de más de una guerra y donde las mismas sobreviven sin disfrutar de alguna relativa seguridad personal y patrimonial, si es que algo poseen. 



Vuelta Gobierno, esa antigua guerrilla sigue repitiendo una y otra vez entre otras cosas ya durante seis años un desfile altamente militarizado para festejar algo que no ha sido fielmente contado. No queda, pues, más que jugársela. Hay que apostarle a lo bueno y valioso. Hay que seguir “neciando”, “terquiando”… Apelando a ese poder latente y pendiente de estallar, no con violencia irracional pero sí con la inteligencia natural de todas las personas muchas en este país que se sienten y están siendo agredidas por un ordenamiento que no es natural sino brutal. Si no, seguirá amolándonos el “gatopardismo”: más de lo mismo.



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