Benjamín Cuéllar
Dios te salve patria, sangrada… Muy sangrada en lo más
profundo de tu territorio donde sobreviven esas mayorías populares sometidas a
la ignominiosa y multifacética exclusión desde hace siglos. Dios te salve,
porque ya no queda en quien confiar. Ni con el fin de la última guerra primero ni
luego con la “alternancia” en el Gobierno del Ejecutivo, es posible mostrarte
como David J. Guzmán te describió en su “Oración a la bandera”: casi casi como
“la tierra prometida”. Tú “marcas ‒decía él‒ la senda florida en que la justicia y la libertad nos llevan hacia
Dios”. Sin embargo, al día de hoy todavía sigue lejana allá en el horizonte
otra independencia más real y consistente que la conmemorada, oficial y oficiosamente,
este recién pasado martes 15 de septiembre.
Y es que el 15 de septiembre, pero de 1821, se firmó el
documento dentro del cual se encuentra implícita una explicación del por qué –casi
doscientos años después– esas mayorías sigan igual: muriendo lenta y
violentamente si deciden quedarse en tu seno materno pero desatento, donde
ciertamente han nacido pero de donde es mucha la cantidad de gente –sobre todo
joven– que quiere escapar lo más pronto posible.
¿Cuál es, pues, esa explicación? Antes de responder semejante
interrogante, se debe tener claro algo: quienes tienen el poder y dominan, le
temen al poder que tienen –aunque sea latente– quienes sufren la dominación.
¡Sí! Los poderosos en lo económico, político y social no saben dónde meterse cuando
los sectores oprimidos deciden, de una vez por todas, organizarse y luchar para
liberarse de las ataduras que los mantienen en esas condiciones.
Por eso, en el texto rubricado aquel 15 de septiembre de
1821, de entrada se lee que la independencia del Gobierno español era entonces
“voluntad general del pueblo”. Y frente a esa realidad, había que hacer algo. Pero
no en favor del bien común. No, para nada. Así, un grupo de “iluminados”
determinó decretarla antes de que “la proclamase de hecho el mismo pueblo”,
porque si eso ocurría las consecuencias “serían terribles”. Eso está escrito en
lo que veneran, quienes ostentan cargos públicos, la llamada “Acta de
Independencia”
A esta elitista y “profiláctica” iniciativa de adelantarse
a la legítima rebeldía popular, debían seguirle las elecciones de las personas
que en “representación” de ese pueblo formarían un Congreso, en el cual
decidirían lo relativo a la “independencia general absoluta” para establecer
después “la forma de Gobierno” y la
Ley fundamental que regiría, en adelante, los destinos de la
región. Eso fue lo que quedó escrito en el segundo ordinal de la dichosa “Acta”.
A lo anterior, le siguió la regulación bastante básica
referida a la faramalla relacionada con las votaciones: las organizarían y realizarían
las juntas electorales de provincia, se tendría un diputado por cada quince mil
personas –incluidas las nacidas en África– y, con base a los censos más
recientes, esas mismas juntas determinarían el tamaño del Parlamento; es decir,
la cantidad de sus integrantes. Ese Congreso, “en atención a la gravedad y
urgencia del asunto” –según se afirmó textualmente– debía reunirse por primera
vez el primer día de marzo de 1822.
Mientras tanto, las riendas de la administración pública
seguirían en manos de las “autoridades establecidas” cuyo desempeño continuaría
determinado por las normas vigentes, hasta nuevo aviso y hasta las emergentes
disposiciones dictadas por el Congreso a instalarse. Permaneció, así, el
militar vasco Gabino Gaínza y Fernández de Medrano como jefe político superior de
la entonces Provincia de Guatemala, encabezando una Junta Provisional
Consultiva para guardar las apariencias. Sobre esto último, en el octavo
ordinal del citado documento se dice que la misma se creó para que el Gobierno
tuviese “el carácter que parece propio de las circunstancias”.
Además de conservar “pura e inalterable” la religión
católica y de mantener “vivo el espíritu de religiosidad” que había
“distinguido siempre a Guatemala” –refiriéndose a toda la Provincia – habría que respetar
a sus ministros, protegiéndolos “en sus personas y propiedades”. En cuanto a
las comunidades religiosas, sus líderes recibieron una exhortación: cooperar “a
la paz y sosiego, que es la primera necesidad de los pueblos cuando pasan de un
Gobierno a otro”; era necesario que, en “fraternidad y concordia”, se unieran
con su membresía en torno a la “independencia” dejando de lado las “pasiones
individuales” que dividían y producían “funestas consecuencias”.
Era ineludible, además, garantizar “la conservación del orden
y tranquilidad”. Asimismo, al jefe político le correspondía divulgar a los
cuatro vientos “los sentimientos generales del pueblo, la opinión de las
autoridades y corporaciones”; también las “causas y circunstancias” que lo
orillaron al “juramento de independencia y de fidelidad al Gobierno americano”
por establecerse. A dicho juramento tendrían que sumarse la indicada Junta
Provisional, el Ayuntamiento, el arzobispo, los tribunales, las autoridades
civiles y militares, los prelados y sus comunidades, la burocracia en la
administración de rentas, las corporaciones y la tropa.
Dicho todo lo anterior, hay que retomar la pregunta hecha
con antelación. ¿Cuál es esa nefasta explicación para que después de tanto tiempo,
tantas peleas y tanto sufrimiento, en el fondo las cosas sigan igual en El
Salvador? El “gatopardismo”. No se diga más. Ese modo de hacer política que el
príncipe de Lambedusa, el siciliano Giuseppe
Tomasi, delineó magistralmente en la novela que escribió y fuera publicada tras
su fallecimiento en 1957. “Cambiar todo para que las cosas sigan iguales”,
decía una y otra vez el personaje principal de la misma.
El 15 de septiembre de 1821 se proclamó
la “independencia” de la
Provincia de Guatemala, pero continuaron mandando las mismas
autoridades y rigiendo las mismas leyes; el poder eclesial permaneció incólume y
las elecciones sirvieron para escoger representantes que no representaban al
pueblo. Pero había que sacudirse el “yugo español” para ser “libres”. Había que
hacerlo, antes de que ocurriera lo impensable: que ese pueblo se alzara y se
vinieran encima de los criollos las “terribles” consecuencias de un suceso de
tal envergadura. La “gravedad y la urgencia del asunto”, exigían cambiar todo
para no cambiar nada.
Hay que leer “El gatopardo” porque ciento
setenta años después, en 1991, dos enemigos acérrimos estaban en lo mejor de
sus conversaciones y negociaciones para cambiar todo o casi todo en El
Salvador. La aún atrevida y audaz insurgencia armada y el entonces Gobierno
nacional, debatían durante largas jornadas el futuro del país. Cerca de arribar
a los cinco lustros transcurridos desde entonces, el país sigue siendo aquel donde
sus mayorías populares son víctimas de más de una guerra y donde las mismas
sobreviven sin disfrutar de alguna relativa seguridad personal y patrimonial,
si es que algo poseen.
Vuelta Gobierno, esa antigua guerrilla
sigue repitiendo una y otra vez entre otras cosas ‒ya durante seis años‒ un desfile altamente militarizado para
festejar algo que no ha sido fielmente contado. No queda, pues, más que
jugársela. Hay que apostarle a lo bueno y valioso. Hay que seguir “neciando”, “terquiando”…
Apelando a ese poder latente y pendiente de estallar, no con violencia
irracional pero sí con la inteligencia natural de todas las personas ‒muchas en este país‒ que se sienten y están siendo agredidas
por un ordenamiento que no es natural sino brutal. Si no, seguirá amolándonos
el “gatopardismo”: más de lo mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario