viernes, 11 de septiembre de 2015

911

Benjamín Cuéllar

Este número se asocia en el país, común y casi generalizadamente, con la unidad de la Policía Nacional Civil (PNC) que –según se lee textualmente en el sitio electrónico institucional– “proporciona un servicio oportuno de atención al ciudadano, ante cualquier emergencia o en aquellas situaciones de socorro y servicio que requieran el inmediato accionar policial ya sea de carácter preventivo o represivo”. Punto. Es gratuito y está habilitado las veinticuatro horas. Para recibir atención inmediata y activarlo, las personas únicamente deben marcarlo; pero, ojo, se les pide no hacer mal uso del mismo con llamadas falsas. Así funciona. Pero, pese a que tienen relación, este intento de comentario no aborda dicho sistema para atender urgencias ciudadanas de diverso tipo. Sí habla de una emergencia, pero nacional. Se trata de otro 911: el total de muertes violentas ocurridas durante el pasado agosto. Al menos, eso fue lo que reportó el Instituto de Medicina Legal. 


¿Por qué traer a cuenta esa cifra fatal, alarmante e indignante? ¿Para que digan que uno está a favor de quienes se reunieron el recién pasado sábado 5 de septiembre en una plaza capitalina, a protestar contra la violencia –eso dijeron– y la corrupción? De ninguna manera. Suficientes dimes y diretes han ido y venido en los medios tradicionales, en el ciberespacio y en conversaciones interpersonales, tanto de manera individual como grupal. Sobre esas polémicas, bizantinas en su mayoría, únicamente cabe decir que lo predominante ha sido las posiciones fanatizadas del par de maquinarias electoreras que viven maquinando contra su rival –urdiendo, tramando permanente en las sombras– lo que sea.

La idea al escribir estas líneas, es otra. Ante al incremento de la violencia mortal y la permanencia de la delincuencia, la inseguridad en sus variadas expresiones y el temor de la gente, resulta pertinente recordar algo importante de lo que en El Salvador hicieron o dejaron de hacer sus autoridades desde que –a principios de 1992– finalizaron los combates entre las fuerzas armadas gubernamentales e insurgentes.

Con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, incluidas en su informe presentado el 15 de marzo de 1993, se pecó por acción y omisión. En primer lugar, la derecha política aprobó la nefasta amnistía mediante la cual –además de premiar a los perpetradores– se le dio un visto bueno a las prácticas criminales que habían asolado al país. La izquierda no votó ni a favor ni en contra. No podía. Ya había mutado su piel al convertirse formalmente en partido desde el 1 de septiembre de 1992, pero no había incursionado aún en la carpa electorera; por tanto, no tenía representación parlamentaria. Pero era, por mucho, mucho más que una fracción legislativa; era, junto al Gobierno de la época, firmante de los acuerdos que mandaban superar la impunidad en el país por ser sostén de profundos males nacionales.


Y ambas partes empeñaron su palabra al acordar que “hechos de esa naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores”, debían “ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia”, para aplicar a sus responsables “las sanciones contempladas por la ley”. Pero no. Se aprobó la que mejor debió llamarse “Ley especial para fortalecer la impunidad en El Salvador” y no “Ley de amnistía general para la consolidación de la paz”. Ante eso, quizás calculando astutamente a su favor, la dirigencia del “Farabundo Martí” no hizo lo que debió haber hecho: reclamar ante el secretario general de las Naciones Unidas, el egipcio Butros Butros-Ghali, y llamar al pueblo plagado de víctimas a sumarse a esa protesta. En buena medida, por esa grave falta de arrojo político ese mismo pueblo sigue derramando su sangre y viendo desaparecer forzadamente mujeres y hombres de todas las edades.

Pero las perversas decisiones de unos y las “convenientes” indolencias de otros, no acabaron con lo anterior. Continuaron, entre otros deplorables desaciertos, con el Grupo conjunto para la investigación de grupos armados ilegales con motivación política. Largo y eufemístico nombre para referirse a los “escuadrones de la muerte”, pero hasta el lenguaje debía ser “políticamente correcto”. Su creación solo se logró por la terca insistencia del mencionado Ghali y de Marrack Gouldin, su representante del más alto nivel. Nueve meses tardó el parto, desde que la Comisión de la Verdad recomendó se formara. La resistencia oficial para ello solo es comparable con la actual del partido de Gobierno y sus cortesanas compañías, ante la posibilidad de establecer en el país una comisión internacional contra la impunidad.

Cumplidas, mal cumplidas o de plano incumplidas, tanto las de la mencionada Comisión como las del citado Grupo, sus recomendaciones no lograron lo planteado en el Acuerdo de Chapultepec. Al menos en la letra, se pretendía erradicar la impunidad. Pero esta siguió carcomiendo las instituciones del sistema de justicia, socavando además la pírrica y precaria tranquilidad conseguida al terminar la guerra. Propiciando, además la corrupción y la delincuencia de “grandes ligas”.

Precisamente dicho Grupo, consciente del proceso de metamorfosis de la violencia política a otras formas de crimen organizado, inició premonitoria y objetivamente sus recomendaciones con lo siguiente: “Más allá de las víctimas directas, las autoridades del país y el Gobierno de la República en particular, se ven afectados de manera severa en su propia legitimidad y su capacidad de cohesionar a la sociedad en la perspectiva de la consolidación de la paz y la reconciliación entre los salvadoreños. El siniestro fenómeno descrito en este informe mina la estabilidad del proceso de paz, y en una cadena sin fin, alimenta actitudes violentistas, genera desconfianza en las instituciones democráticas y desalienta a los sectores productivos”. Decir eso en aquellos tiempos cuando todo era “amor y paz”,  era atrevido.

Así, en medio de los “cantos de sirena”  alabando el “proceso salvadoreño”, se tuvo tanto la prescripción del tumor maligno y como las recetas para curarlo. Pero la tumefacción siguió y sigue convertida ya en una metástasis que debe atacarse con todo desde su raíz, usando para ello los recursos legítimos y legales existentes dentro y fuera del país. Porque –hay que machacarlo– la violencia, la corrupción y todas las manifestaciones de la criminalidad organizada que asolan a El Salvador nacieron, crecieron y se desarrollaron en la tierra fértil de la impunidad. 

A todo lo anterior, se suma otro pernicioso asunto: las armas de fuego. Entre 1994 y el 2001, ingresaron al país más de setenta mil, junto a veinte millones de municiones. Según declaró José Miguel Cruz en el 2003 –cuando aún dirigía el Instituto de Opinión Pública de la UCA (IUDOP)– durante esos años fueron importadas casi veintisiete mil pistolas, más de veintitrés mil revólveres, como diecisiete mil escopetas, cerca de cuatro mil fusiles, 318 carabinas y 137 ametralladoras. Todas entraron legalmente al territorio nacional. Así, en el 2001, El Salvador era el séptimo importador de armas de fuego provenientes de Estados Unidos de América. De entonces a la fecha, cabe preguntar cuántas más ingresaron legal e ilegalmente. Este país es, pues, un arsenal de veinte mil kilómetros cuadrados donde cerca del ochenta por ciento de las muertes violentas se producen jalando un gatillo. Y las autoridades estatales, no hicieron ni hacen nada.


Para seguir hablando de lo mal que han conducido la posguerra los dos partidos que han tenido en sus manos el timón del país, lo que falta es tiempo y no argumentos. Más adelante, quizás, volverá “la burra al trigo” para recordar cómo le fue a la sociedad salvadoreña cuando –allá por 1978– se “endurecían” las leyes en medio de una cada vez más fuerte e indiscriminada represión.

Muchas veces –clamaba en ese terrible escenario el beato Óscar Romero– me lo han preguntado aquí en El Salvador: ¿Qué podemos hacer? ¿No hay salida para la situación […]? Y yo, lleno de esperanza y de fe, no solo una fe divina sino una fe humana, creyendo también en los hombres, digo: sí hay salida. Pero, ¡que no se cierren esas salidas!”. Chile y Nueva York sufrieron terribles 9-11. El Salvador ya tiene el suyo también. No sigan cerrando las salidas, guanacos politiqueros de poca fe y sobrada ambición, para no volver a lamentar acá otros 911 asesinatos mensuales; además, para comenzar a superar la ya tan prolongada emergencia nacional.





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