Benjamín Cuéllar
Quienes nacieron el 16 de enero de 1992, cuando
se pactó el fin del enfrentamiento armado firmando el Acuerdo de Chapultepec,
cumplirán veinticuatro años dentro de unos meses. Casi dos décadas y media han
pasado viviendo tanto su niñez como su adolescencia, en un país donde en teoría
se iniciaría entonces el tránsito “de la locura a la esperanza” –como dijo la
Comisión de la Verdad– o “de la guerra a la paz”, según Naciones Unidas y los
bandos que tras una intensa negociación, se amistaron y sin duda se
aprovecharon del final de los combates entre sí. A diferencia de las
generaciones anteriores, el futuro se les abría de par en par ofreciéndoles
óptimas expectativas para su progreso y realización humana. Era la primera
camada de un “nuevo El Salvador”.
Más poético se hubiese escuchado que se les
prometiera, a esa infancia que entonces abría sus ojos a la vida, pasar de los
versos de Oswaldo Escobar Velado –inmortalizados en su “Patria exacta”– a los
de su “Regalo para un niño”; de la tierra con “casas donde el desahucio llega y
los muebles se quedan en la calle mientras los niños y las madres lloran”, a la
de “una paz iluminada” con “holandas de mieses aromadas” y “californias de
melocotones”. De haber sido cierto, ¡qué
felicidad se disfrutaría ahora en esta tierra!
Pero no. La inmensa mayoría de esa inocencia
recién parida se quedó a la espera de una nueva oportunidad la cual, quién
sabe, cuando llegará. Se le escapó de entre las manos, no por su culpa, el
sueño de vivir en un país donde la muerte lenta –la del hambre– y la muerte
violenta –la de la sangre– únicamente fueran recuerdos de un pasado ominoso al
cual nunca habría que volver; se perdió la quimera de gozar un país donde sus
aspiraciones no se trocaran en suspiros, donde sus ilusiones no se volvieran
quejidos.
A estas alturas, bastante frustrada y con ganas
de no creer en nada ni en nadie, esa mayoría aún joven se quedó esperando “la paz y su flor pura” a la que le cantó Escobar
Velado. Para salir de tal situación, más allá de sentirse malograda o algo
similar, le falta volver a descubrir la vigorosa rebeldía contra lo injusto y
la verdadera lucha por su superación.
Muchas de las personas
nacidas de 1992 en adelante, las que deberían disfrutar un mejor El Salvador
que aquel de antaño, las mataron y las siguen matando sin saber quién y mucho
menos por qué, Además, se les niega educación y cultura, ocio y esparcimiento,
nutrición sana y salud completa, oportunidades de desarrollo digno. Son muchas
–perdón la insistencia– las que se va de este mundo, asesinadas o forzadamente desaparecidas,
imaginando ver en el horizonte un El Salvador distinto a este que sigue siendo
el espacio donde se les violentan sus derechos fundamentales, sin piedad ni
cargos de conciencia.
Viven, permanentemente, con
la invitación en mano para abandonar tan rápido como les sea posible la tierra
que las vio nacer. Eso sí, les piden sus votos cuando llegan a los dieciocho.
¡Cómo no! Para ello les prometen el cielo y la tierra. A final de cuentas, si
no pegan las millonarias ofertas de campaña del par de maquinarias electoreras,
intentan comprárselos a como dé lugar. ¿Culpables? ¡Claro que hay! Son,
principalmente, esos partidos que nunca tuvieron la mínima lucidez y la
necesaria humildad para dejar atrás sus ambiciones y unir sus fuerzas, en aras
de favorecer en serio a la sufrida niñez de este país.
Y sin pudor, ni siquiera
esconden sus codicias y falsedades. Al contrario, las exhiben campantes en los
medios masivos de información y en los podios vacíos de realidad. Son quienes
pasan de ser figuras que presumen donde sus “compromisos” con el país, a
mutarse en malandrines protagonistas de una burocracia en el Gobierno o la
“partidocracia” farandulera. En busca de cargos públicos y sobre todo de su
“buen vivir”, resultan ser capaces de hacer lo que antes condenaban: vender su
alma al diablo en medio de la guasa política. Y no les va mal. Sus capitales
crecidos de la noche a la mañana dan cuenta de ello.
No faltarán este primero de
octubre, dedicado en el país a la niñez, quienes de entre esa ralea se inflen discurseando
sobre lo que debe hacerse para cambiar un estado de cosas que –tras tantos años
después de aquella guerra– se debe superar. Superar, sí, pero solo por medio de
las ofertas que únicamente se materializaran si su partido gana las elecciones
que vienen. Para esa raza, no hay de otra más que seguir engañando. “El que mejor ha sabido ser zorro”, sentenció Nicolás Maquiavelo, “ha
triunfado. Los hombres son tan simples, que aquel que engaña siempre encontrará
quien se deje engañar […] No es preciso que un príncipe posea todas las
virtudes, pero es indispensable que aparente poseerlas. Tenerlas y practicarlas
siempre será perjudicial; aparentar tenerlas, siempre será útil”
A eso le apuesta la caterva
partidista, que hasta ahora disfruta haciendo y deshaciendo para favorecerse y
favorecer a sus padrinos. Pero no. Están mal las “estrellas” del embuste. Este
pueblo –incluida la militancia de ambos “titanes en el ring”– tiene mucha pero
mucha historia que apreciar. Dolorosa sin duda, pero que debe ser resucitada
por ser además llena de valor. Y las generaciones que no la vivieron deben
conocerla para transformar lo que les ofrece la realidad actual, sin taras
“derechistas” ni “izquierdistas”. Lo que está pasando ya
rebasó lo racional y llegó al punto de ser insufrible, a menos que el pueblo
que lo padece se vuelva del todo masoquista.
Y es que, ¿cuántas niñas y
cuántos niños no alcanzan a llegar a su escuela por haberse convertido en
víctimas mortales en el trayecto de su casa al pupitre que ocupaban, aunque fuera
compartido? ¿Cuántas niñas y cuántos niños se quedaron en el camino al aula,
desapareciendo de la faz de la tierra hasta que un remoto día alguien encontró
bajó la misma sus humanidades fenecidas? ¿Cuántas niñas y cuántos niños están a
sus ocho años esperando con ansias escalar al segundo grado, pero sin saber
leer porque la “seño solo saca un libro de ‘ayer pase por tu casa’…”? ¿Cuántas
niñas y cuántos niños deben guiarse para transitar del saber leer y escribir
mecánicamente, al poder pensar críticamente y hablar creativamente?
Solamente una vez al año,
cada primero de octubre, no basta para recordar a la niñez salvadoreña en “su
día”. De nada sirven los campos pagados felicitándola, cuando la felicidad no
tiene precio. Hay que tenerla siempre presente y hacer lo necesario para que la
alcancen, sin minarle el terreno en el cual pueda disfrutarla durante esa etapa
de su desarrollo y se proyecte a la vida con optimismo.
Y eso no ocurrirá si la gente
no le suma a la abundante indignación que tiene por lo que pasa, la urgente
acción para que ya no siga pasando. Hay que hacerlo. Entre más rápido mejor, a
fin de regalarle a la niñez salvadoreña “la paz y su flor pura”; en aras de entregarle
“un clavel meditabundo” y ponerlo en su “mano de criatura”. En definitiva, para
lograr que su mundo no sea a diario “por la muerte sorprendido”.
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