Benjamín Cuéllar
La
violencia es una de las “cárcavas” que están socavando velozmente los endebles
cimientos de las instituciones nacionales, tanto en lo público como en lo
privado. Las otras son la impunidad y la exclusión. Esa nefasta trilogía
afecta, por lo general y sobre todo, la vida de las mayorías populares; ahí
están ubicadas, desde siempre, sus víctimas recurrentes. La fatalidad puede
irrumpir en un instante o sobrevenir a pausas. Y los daños que producen todos
sus mecanismos, solos o agrupados, ahora hunden a El Salvador sin flotador a la
vista. Llueva o no, cada día que pasa, en el país se sumerge más y más la
esperanza de la gente a la cual –tantas voces y tantas veces– se la
prometieron. Se la ofrecieron al firmar los llamados “acuerdos de paz” y se la
ofrecen, ¡oh bondades de una “democracia” grotesca!, los dos gigantones
electoreros en cada campaña ostentosa buscando el voto popular
Tras
el cese al fuego, la antigua guerrilla y el Gobierno de la época –jalados de
las orejas por Naciones Unidas– pintaron una quimérica sociedad donde se podría
vivir sin la, hasta el día de hoy, justificada costumbre de verificar que nadie
te siga o venga a tu encuentro para asaltarte o asesinarte. Pero nada. Por eso,
la figura de un boquete callejero creciendo cada día, quizás sea la más
adecuada para ilustrar la situación. No hay quien ponga freno a la expansión y
la profundidad del hoyo en que se está sumiendo la comarca guanaca. No se trata
solo de cifras diarias de muertes violentas o del recuento anual de todos los
hechos criminales. A eso deben agregarse la frialdad y la bestialidad con que
se cometen, explicables en buena medida por una justicia pérfida que no castigó
la barbarie de antes y durante la guerra; así resultó fortalecida la impunidad
que alienta a continuar repitiendo, en la actualidad, aquellas prácticas
atroces.
Probablemente
nadie se imaginó que un grupo de criminales incendiaría, hace cinco años, una
unidad del transporte público con personas dentro. En la guerra ardieron buses,
pero no pasajeros. La inseguridad siempre ha caracterizado ese “servicio”,
desde las condiciones mecánicas de los automotores y su temeraria conducción
hasta los frecuentes asaltos al “pasaje”. Pero ahora matan a motoristas y
cobradores, cuando los empresarios no pagan la “renta”; ahora, cuando puede, el
usuario se defiende matando también.
Y se
pierden vidas dentro y fuera de los buses. Se las arrebatan a policías y
fiscales, descuartizan y desaparecen jóvenes que estudian o trabajan, balacean hombres
y mujeres sin decir “agua va”, asesinan niñas y niños, inmolan bebés y personas
adultas mayores… En fin, parafraseando a Buñuel, a quien sea parte de “los
olvidados”. Acá las mayorías populares que habitan donde “asustan” –el
territorio nacional profundo, sangrante y abatido– más que dar “gracias a la
vida”, como la enorme Violeta, evocan al gran José Alfredo porque ya se llegó
al punto en que “no vale nada la vida, la vida no vale nada”.
Eternamente,
este pueblo ha sufrido demasiado: conquista sangrienta, guerras entre vecinos,
genocidio en 1932 y las masacres siguientes, desapariciones forzadas,
ejecuciones sumarias, detenciones ilegales, torturas… Todo eso, antes y durante
aquella guerra. En el marco de esos aterradores y dolorosos hechos, la
población postrada por la exclusión y la pobreza puso las víctimas. Hoy, con
los sempiternos rivales disfrutando su negociada paz y alternándose el poder
formal, las mismas mayorías populares permanecen siendo azotadas por grupos
criminales sin que unos y otros –protegidos por la conveniente impunidad tras
el conflicto armado– se pongan de acuerdo para enfrentar la situación y
superarla de una vez por todas. Por eso, ¡ya basta!
Debe
insistirse: el rostro de las víctimas está marcado por la exclusión económica,
social y política. Es el de quienes no tienen otra que moverse en el deficiente
e inseguro transporte público, que mandan sus hijos e hijas a escuelas
oficiales por caminos riesgosos, que no tienen con qué solventar humana y
decentemente sus necesidades elementales, que sobreviven en un invariable alto
riesgo, que les resulta impensable pagar agencias privadas para vigilar sus
casas y que solo están “seguras” pagando la “renta” a la delincuencia que les
rodea o con la que comparte espacios. Es la población que a diario muere y a
diario llora a sus familiares que mueren.
Hay
que condenar a quienes producen angustias y sufrimientos; a quienes amenazan y
asesinan. Hay que condenar a quien directamente genera víctimas, enluta
comunidades y aterrioriza a la gente .Pero también hay que denunciar a quienes
debieron y deberían investigar bien, arrestar con tino, procesar y castigar sin
distingo. Unos y otros, en medio de la politiquería barata donde se devanean,
prometieron hacerlo desde los órganos ejecutivo, legislativo y judicial, con las
herramientas fiscal y policial. Pero ni lo hicieron ni lo están haciendo,
porque no quieren o no pueden. Planes y reformas –endurecimiento de leyes, uso
perenne de militares, manos duras y súper duras– han sido y siguen siendo
fracasos repetidos. ¿No muestra eso que, en lugar de “músculo”, hacen falta
“neuronas” y algo más?
Son
las personas en el abajo y adentro, las que padecen del mal. Nadie está a salvo
si no vive en el arriba y afuera, donde los verdaderos “intocables” –crimen
organizado violador de derechos humanos, corruptor de la “cosa pública” y
traficante de lo que sea– se mueven. Mientras, Casa Presidencial pide
“contribuciones voluntarias”; la Corte Suprema de Justicia es una “olla de
cangrejos” y la Asamblea Legislativa un “nido de víboras” donde conspiran para
debilitar al rival, mantener ventajas, destilar demagogia y agarrar lo que se
pueda. Y el Fiscal General de la República sigue sin aparecer, no sobreactuado
ante cámaras sino combatiendo con eficacia la delincuencia a todo nivel, sobre
todo en el de bien arriba.
¿Cuánta gente deberá ser
asesinada aún, para que esta sociedad se vuelva a organizar? Porque eso hay que
hacer. No como antes, cuando una parte se alzó en armas contra la dictadura
mientras otra la defendió. Esa es la azarosa polarización total y fatal. Más
que el combate entre iguales –porque la violencia iguala a todas las víctimas–
hay que promover una participación ciudadana pensante y actuante, activa y
creativa, con imaginación y pasión, que se plante como un todo fuerte y
poderoso ante políticos, políticas y partidos, ante una administración estatal
en su mayoría incapaz y demagoga, ante grandes capitales y ante quien sea, para
demandar la ineludible superación de tan insoportable crisis nacional.
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