Hoy, jueves 15 de octubre, se cumplen treinta y seis
años del día en que la “juventud militar” lanzó el último golpe de Estado en el
país. Último, hasta la fecha. Coincide el día con el cierre del Congreso
internacional “Justicia transicional en México y Latinoamérica”. ¿Qué relación
existe entre ambos asuntos? Mucha, aunque no tan visible. Para evidenciarla, se
requiere conocer la historia política salvadoreña; al menos, de 1970 a la fecha. Eso, por un lado. Por el otro,
es necesario saber en qué mesa participó el representante del Instituto de
Derechos Humanos de la UCA
en el marco del citado encuentro académico, realizado en la tierra donde ‒luego
de un año‒ persiste la dolorosa búsqueda de cuarenta y tres
jóvenes víctimas de Ayotzinapa, en medio de la cual se sigue escarbando y
encontrando fosas con huesos y más huesos de numerosas personas también
desaparecidas de manera forzada.
Encuentro Justicia transicional en México y Latinoamerica Escuela Libre de Derecho, México, D.F.
12-15 de octubre de 2015
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Al hablar de eso, revolotea en el aire la inspiración del
canario Pedro Guerra: “Podrían ser a simple vista solo huesos, desvencijados
huesos enterrados
al borde del camino. Abandonados huesos, no acariciados huesos de
un dolor no amortajado. Pero no son a simple vista solo huesos, desvencijados
huesos. En el calcio del hueso hay una historia. Desesperada historia,
desmadejada historia de terror premeditado”. Sin, importar el
paso del tiempo, ahí está precisamente la conexión advertida antes entre ambos
eventos: en la centralidad de las víctimas directas que ya no están y la de sus
familiares que reclaman ‒sin ser atendidas
responsablemente en serio‒ la verdad completa
de lo ocurrido, la justicia plena que les deben y la reparación integral que precisan.
A lo largo del Congreso en mención ‒tanto
en la exposición como en el intercambio fructífero con alumnado y profesorado
de la Escuela Libre
de Derecho, en cuya sede se realizó‒ el ponente del
IDHUCA compartió con el público lo relativo a la naturaleza, la función y los
alcances de la Comisión
de la Verdad
en El Salvador. Las experiencias colombiana y peruana fueron expuestas en el
panel por investigadoras especialistas en la materia de ambos países; además,
de cara a una posible entidad similar a futuro, intervino un colega mexicano.
En el caso salvadoreño, hubo que mencionar el
antecedente nacional de la
Comisión que investigó y esclareció atrocidades ocurridas
entre 1980 y 1991, además de recomendar medidas para garantizar su no
repetición. Producto de los acuerdos negociados y firmados por los bandos que
aún siguen su pleito eterno, ya no con las armas y en las trincheras sino en
las urnas y los medios, esa Comisión de la posguerra tuvo su precedente en la
preguerra: la creada con la aprobación del noveno decreto de la Junta Revolucionaria
de Gobierno, la primera de las tres que se formaron tras el exitoso
levantamiento del 15 de octubre de 1979.
Bueno, eso de exitoso es relativo pues ‒pese
a lograr la caída del general Carlos Humberto Romero‒ el movimiento
insurrecto vino al mundo contaminado con un virus mortal: el de los intereses
perversos de poderes ocultos que, antes de nacer, le inyectaron oficiales de la
vieja guardia castrense en su cabeza y su cuerpo. Esas ponzoñosas bacterias,
echaron al traste las buenas y esperanzadoras intenciones contenidas en la
proclamación del ideario golpista en el
que ‒en esencia‒ se justificaba
la sublevación acusando al régimen de violar derechos humanos, fomentar y
tolerar la corrupción y la impunidad, generar un desastre económico y social, y
desacreditar “profundamente al país y a la noble institución armada”.
Además, se sostenía que eso era “producto de
anticuadas estructuras económicas, sociales y políticas” que no ofrecían a la
mayoría de las personas “condiciones mínimas” para su realización “como seres humanos”. También se
denunciaban los “escandalosos fraudes electorales”, los “programas inadecuados
de desarrollo” y la defensa de “privilegios ancestrales”. Había que instaurar,
pues, un Gobierno “auténticamente democrático”. En coherencia con lo último, debía derribarse el muro de la impunidad
que impedía avanzar con paso seguro hacia la democracia.
Por eso se creó la Comisión especial para
buscar presos políticos desaparecidos. Así la bautizaron. Su alcance, de forma
intencional o no, ha sido ignorado dentro y fuera del país. Ni siquiera
Amnistía Internacional la reporta. Pero, luego de las creadas en Bangladesh
(1971) y en Uganda (1974), la salvadoreña sería la siguiente comisión de la
verdad moderna. Tres abogados la integraron. Roberto Lara Velado, Luis Alonso
Posada y Roberto Suárez Suay, eran sus nombres; el tercero fungía como Fiscal
General de la República.
Su labor fue impecable e encomiable, sobre todo por haberla
desarrollado sin mayores recursos y sin conocimientos, ni teóricos ni prácticos.
Pero les valsaba la ética, la rectitud y el valor para cumplir su misión.
En su informe
incluyeron nombres de víctimas desaparecidas cuyos huesos ubicaron y las
“cárceles clandestinas” que detectaron. Arriesgando sus vidas, pidieron juicio
y castigo para Romero y su antecesor, coronel Arturo Armando Molina; también
para los destituidos directores de los cuerpos de seguridad. Los integrantes de
esta Comisión renunciaron a finales de 1979, tras el giro de ciento ochenta
grados que le dio a un prometedor proceso que terminó desnaturalizado del todo.
Su desempeño no solo incomodó a militares responsables de graves violaciones de
derechos humanos; también a los poderes fácticos que los usó para mantener
un estado de cosas que les favorecía.
Así las cosas, se desperdició la posibilidad de evitar la guerra que inició en
enero de 1981.
En el espacio virtual se lee, hasta el día de
hoy, una nota del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo ‒el
PNUD‒ cuyo titular dice que El Salvador es “ejemplo de consolidación de la paz”.
De la misma, no aparece la fecha de cuándo la “colgaron”; pero debe haber sido
después del 2011, porque al final se habla de una reducción de las muertes
violentas en el área metropolitana en febrero de ese año. Por ello, debe
colegirse que es de ‒al menos‒ hace tres o cuatro años. Después vino la cuestionada “tregua” y, tras su
final, de nuevo el montón de homicidios y feminicidios que nunca ‒con o sin
“tregua”‒ dejaron de ser nada despreciables.
¿Cuál pacificación, entonces? Solo la de los
cementerios para la pobrería; también la de las “alturas” económicas y
partidistas. Ojalá no les toquen sus puertas. ¿Por qué no, de una vez por todas, se
intenta lo que Pedro Guerra propone? Él dice: “Y habrá que contar, desenterrar,
emparejar, sacar el hueso al aire puro de vivir. Pendiente abrazo, despedida,
beso, flor, en el lugar de la cicatriz”. Eso se traduce en hacer lo que hasta
la fecha no se ha hecho en El Salvador: dignificar a las víctimas de antes,
durante y después de la guerra para sentar el precedente necesario de lo que
falta y se necesita con urgencia. Sin duda, la derrota de la impunidad. Hay que
tocar lo, hasta ahora, “intocable”. Si no, habrá que seguir esperando
desenterrar los huesos de un afamado pero fallido proceso de paz.
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