viernes, 16 de octubre de 2015

Huesos

Hoy, jueves 15 de octubre, se cumplen treinta y seis años del día en que la “juventud militar” lanzó el último golpe de Estado en el país. Último, hasta la fecha. Coincide el día con el cierre del Congreso internacional “Justicia transicional en México y Latinoamérica”. ¿Qué relación existe entre ambos asuntos? Mucha, aunque no tan visible. Para evidenciarla, se requiere conocer la historia política salvadoreña; al menos,  de 1970 a la fecha. Eso, por un lado. Por el otro, es necesario saber en qué mesa participó el representante del Instituto de Derechos Humanos de la UCA en el marco del citado encuentro académico, realizado en la tierra donde luego de un año persiste la dolorosa búsqueda de cuarenta y tres jóvenes víctimas de Ayotzinapa, en medio de la cual se sigue escarbando y encontrando fosas con huesos y más huesos de numerosas personas también desaparecidas de manera forzada.

Encuentro Justicia transicional en México y Latinoamerica
Escuela Libre de Derecho, México, D.F.
12-15 de octubre de 2015


Al hablar de eso, revolotea en el aire la inspiración del canario Pedro Guerra: “Podrían ser a simple vista solo huesos, desvencijados huesos enterrados al borde del camino. Abandonados huesos, no acariciados huesos de un dolor no amortajado. Pero no son a simple vista solo huesos, desvencijados huesos. En el calcio del hueso hay una historia. Desesperada historia, desmadejada historia de terror premeditado”.  Sin, importar el paso del tiempo, ahí está precisamente la conexión advertida antes entre ambos eventos: en la centralidad de las víctimas directas que ya no están y la de sus familiares que reclaman sin ser atendidas responsablemente en serio la verdad completa de lo ocurrido, la justicia plena que les deben y la reparación integral que precisan.

A lo largo del Congreso en mención tanto en la exposición como en el intercambio fructífero con alumnado y profesorado de la Escuela Libre de Derecho, en cuya sede se realizó el ponente del IDHUCA compartió con el público lo relativo a la naturaleza, la función y los alcances de la Comisión de la Verdad en El Salvador. Las experiencias colombiana y peruana fueron expuestas en el panel por investigadoras especialistas en la materia de ambos países; además, de cara a una posible entidad similar a futuro, intervino un colega mexicano.

En el caso salvadoreño, hubo que mencionar el antecedente nacional de la Comisión que investigó y esclareció atrocidades ocurridas entre 1980 y 1991, además de recomendar medidas para garantizar su no repetición. Producto de los acuerdos negociados y firmados por los bandos que aún siguen su pleito eterno, ya no con las armas y en las trincheras sino en las urnas y los medios, esa Comisión de la posguerra tuvo su precedente en la preguerra: la creada con la aprobación del noveno decreto de la Junta Revolucionaria de Gobierno, la primera de las tres que se formaron tras el exitoso levantamiento del 15 de octubre de 1979. 

Bueno, eso de exitoso es relativo pues pese a lograr la caída del general Carlos Humberto Romero el movimiento insurrecto vino al mundo contaminado con un virus mortal: el de los intereses perversos de poderes ocultos que, antes de nacer, le inyectaron oficiales de la vieja guardia castrense en su cabeza y su cuerpo. Esas ponzoñosas bacterias, echaron al traste las buenas y esperanzadoras intenciones contenidas en la proclamación del ideario  golpista en el que en esencia se justificaba la sublevación acusando al régimen de violar derechos humanos, fomentar y tolerar la corrupción y la impunidad, generar un desastre económico y social, y desacreditar “profundamente al país y a la noble institución armada”. 

Además, se sostenía que eso era “producto de anticuadas estructuras económicas, sociales y políticas” que no ofrecían a la mayoría de las personas “condiciones mínimas” para su  realización “como seres humanos”. También se denunciaban los “escandalosos fraudes electorales”, los “programas inadecuados de desarrollo” y la defensa de “privilegios ancestrales”. Había que instaurar, pues, un Gobierno “auténticamente democrático”. En coherencia con lo último, debía derribarse el muro de la impunidad que impedía avanzar con paso seguro hacia la democracia.  


Por eso se creó la Comisión especial para buscar presos políticos desaparecidos. Así la bautizaron. Su alcance, de forma intencional o no, ha sido ignorado dentro y fuera del país. Ni siquiera Amnistía Internacional la reporta. Pero, luego de las creadas en Bangladesh (1971) y en Uganda (1974), la salvadoreña sería la siguiente comisión de la verdad moderna. Tres abogados la integraron. Roberto Lara Velado, Luis Alonso Posada y Roberto Suárez Suay, eran sus nombres; el tercero fungía como Fiscal General de la República. Su labor fue impecable e encomiable, sobre todo por haberla desarrollado sin mayores recursos y sin conocimientos, ni teóricos ni prácticos. Pero les valsaba la ética, la rectitud y el valor para cumplir su misión.

En su informe incluyeron nombres de víctimas desaparecidas cuyos huesos ubicaron y las “cárceles clandestinas” que detectaron. Arriesgando sus vidas, pidieron juicio y castigo para Romero y su antecesor, coronel Arturo Armando Molina; también para los destituidos directores de los cuerpos de seguridad. Los integrantes de esta Comisión renunciaron a finales de 1979, tras el giro de ciento ochenta grados que le dio a un prometedor proceso que terminó desnaturalizado del todo. Su desempeño no solo incomodó a militares responsables de graves violaciones de derechos humanos; también a los poderes fácticos que los usó para mantener un  estado de cosas que les favorecía. Así las cosas, se desperdició la posibilidad de evitar la guerra que inició en enero de 1981.

En el espacio virtual se lee, hasta el día de hoy, una nota del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo el PNUD cuyo titular dice que El Salvador es “ejemplo de consolidación de la paz”. De la misma, no aparece la fecha de cuándo la “colgaron”; pero debe haber sido después del 2011, porque al final se habla de una reducción de las muertes violentas en el área metropolitana en febrero de ese año. Por ello, debe colegirse que es de al menos hace tres o cuatro años. Después vino la cuestionada “tregua” y, tras su final, de nuevo el montón de homicidios y feminicidios que nunca con o sin “tregua” dejaron de ser nada despreciables. 


¿Cuál pacificación, entonces? Solo la de los cementerios para la pobrería; también la de las “alturas” económicas y partidistas. Ojalá no les toquen sus puertas. ¿Por qué no, de una vez por todas, se intenta lo que Pedro Guerra propone? Él dice: “Y habrá que contar, desenterrar, emparejar, sacar el hueso al aire puro de vivir. Pendiente abrazo, despedida, beso, flor, en el lugar de la cicatriz”. Eso se traduce en hacer lo que hasta la fecha no se ha hecho en El Salvador: dignificar a las víctimas de antes, durante y después de la guerra para sentar el precedente necesario de lo que falta y se necesita con urgencia. Sin duda, la derrota de la impunidad. Hay que tocar lo, hasta ahora, “intocable”. Si no, habrá que seguir esperando desenterrar los huesos de un afamado pero fallido proceso de paz. 







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