Benjamín Cuéllar
25 de febrero de 2016
Ser policía “de a pie” en El Salvador es un perenne acto de
valentía digno de ser reconocido con creces, y de ser agradecido aún más. No
solo cuando se desempeña con pleno respeto de la legalidad y los derechos
humanos, confirmando a diario su vocación y su entrega en aras de garantizar la
seguridad ciudadana; también cuando la persona que porta el uniforme demuestra
su arrojo y arriesga su vida, o la pierde, cumpliendo su deber al enfrentarse
con estructuras organizadas, armadas y –por no tener control ni freno–
desatadas. En el infernal escenario en el cual se mueven sus agentes, fueron
sesenta y dos las víctimas de la Policía Nacional Civil que murieron violentamente
el año pasado; las de este ya sumaban cinco, hasta el 22 de febrero.
A esa realidad delincuencial que colma de violencia e
inseguridad la cotidianeidad del país, hay que agregarle otro factor que
igualmente afecta a la corporación policial en sus estratos inferiores: las
condiciones en las cuales desarrollan su labor. No hay que abundar en eso, solo
hay que mencionar algunas: salarios de hambre, infraestructura precaria dizque
para “descansar”, flota vehicular que da pena y lástima aunque recién hayan
publicitado nuevas unidades donadas, promesas de mejorías sin cumplir –como el
famoso “bono”– y tantas penurias más que refuerzan lo antes dicho: quienes
aguantan todo eso y no obstante trabajan bien, son un monumento de carne y
hueso al heroísmo. Si no se les dignifica en la institución policial como
personas y profesionales, al menos deberían erigirles una estatua alta; tan
alta como el tamaño de su sacrificio.
¿Hay quienes dejan mucho, muchísimo que desear por su falta
de moral y su cuestionable actuar dentro de la Policía Nacional
Civil? ¡Claro que hay! De esa calaña hay, tanto arriba como abajo. Pero desde
afuera, lo que se observa es que la limpieza no la hacen bien: en lugar de
hacerla de arriba hacia abajo la hacen al revés. Eso se ha visto, en estos
días, con algunas detenciones bastante publicitadas. ¡Qué bien! Pero cuando el
aseo se hace así y solo así, la basura le cae en su cara a quien comienza a
barrer; entonces mejor se opta por guardar la escoba tras la puerta, para
sacarla hasta que la cochinada vuelve a ser insufrible.
Así como vamos, ¿nos vamos a quedar sin policías decentes? Entre
quienes mueren a manos de la delincuencia organizada, quienes capturan por
“rentear” –léase, extorsionar– gente
indefensa, quienes son sometidos a investigaciones y sufren amenazas por
defender sus derechos, quienes se van del país por la inseguridad, quienes se
enredan en las redes criminales de “primera división”… ¿Nos vamos a quedar sin
policías decentes?
El problema es cardinal. En buena medida, con ese permanente
vaciado se está echando al traste una inversión millonaria de años al perder
–por las causas enlistadas y otras más– personal policial capacitado y con
experiencia, debido a la falta de una política pública en materia de seguridad
ciudadana y combate a la delincuencia; una verdadera política criminal que
trascienda gobiernos de cualquier signo y sea pensada, diseñada y ejecutada en
función del país, no del partido.
Hoy se habla de un gran proyecto de vivienda para las y los
integrantes de la corporación responsable, por Constitución y por ley, de
garantizar la seguridad de la población. La idea esencial es que esas personas,
esos seres humanos que ahora habitan los mismos ámbitos donde deben desplegarse
para cumplir su noble misión de enfrentar estructuras criminales, vivan en
lugares seguros. Por eso, en su momento se cuestionó en público y en privado la
oferta de un “bono” que –hay que decirlo– a la fecha reclaman quienes aún no lo
reciben. Otra cosa es la legalidad o ilegalidad de sus acciones. Pero no
siempre lo legal es sinónimo de justo. ¿O no?
Cuando hace meses se anunció el mentado “bono”, hubo chance
de comentarlo en el desarrollo de un curso en la Academia Nacional
de Seguridad Pública. Ahí fue es donde fue criticado abiertamente por ser un
paliativo y no una solución consistente, de fondo, para la situación de
inseguridad en que se encuentran las y los policías en sus vecindarios. Y desde
ese entonces se propuso lo que ahora ofrecen desde el Gobierno: la creación de
“Ciudad Policía”.
Misael Navas cuidaba el domicilio de la hija del mandatario
salvadoreño. Con su cobarde asesinato ocurrido hace unos días, la muerte ya
casi toca el timbre de la entrada principal al entorno familiar de Salvador
Sánchez Cerén mientras este –en Casa Presidencial– preparaba papeles y maletas
en su residencia particular para viajar a la capital imperial. A estas alturas
ya fue a estirar la mano allá en Washington, D. C., junto a sus colegas del
“triángulo norte” centroamericano, buscando los dólares con los cuales pueda
seguir prometiéndole al país la “prosperidad” del “buen vivir”.
Misael Navas era subsargento de la Fuerza Armada de El
Salvador, cuyos integrantes más humildes también mueren en medio del diario
“mal vivir” mayoritario sin que –a la fecha– exista una guerra declarada en el
territorio nacional. En el 2015 fueron más de veinte militares asesinados y la
cuenta sigue en el 2016. El subsargento Navas bien pudo haber sido sargento,
cabo o agente “de a pie” del mismo ejército o de la Policía Nacional
Civil. El caso es que las víctimas uniformadas dentro de la caótica situación
nacional, son solo del nivel básico policial y militar. Nadie más. Ni los
comisionados ni los generales mueren en el fragor de las
batallas de posguerra.
Eso está pasando desde hace mucho. Y mientras las altas
autoridades de seguridad pública –altas por el cargo, nomás– se quiebran la
cabeza atando cabos para encontrarle la “cuadratura al círculo” del más grave
problema nacional –la combinación de la violencia intolerable y la inseguridad
hasta hoy insuperable– en el nivel básico de la corporación policial y de la
milicia desde hace rato y a cada rato, siguen y siguen “matando cabos”. ¿Hasta
cuándo habrá que seguir así?