Roxana
Marroquín y Benjamín Cuéllar
En 1904,
a sus veintiséis abriles, un tal Alfredo Lorenzo Ramón Palacios ganó un escaño
en el Parlamento de su país. Casi una década después, en 1913, quizás sin
saberlo, este político socialista argentino hizo historia. Fue el primer
diputado en el mundo que se lanzaba sin paracaídas a impulsar una gesta inédita.
Adelantado a su espacio y a su tiempo, este ya no tan imberbe abogado se aventuró a exigir la reforma de
la normativa penal de su país. En su proyecto para modificar los literales g) y
h) del artículo 19, dentro de la Ley 4189, pedía reprimir “con tres a seis años de penitenciaria” –así
se leía literalmente– a quien “promoviere o facilitare la corrupción o
prostitución de mujeres mayores de 18 años y menores de 22, para satisfacer
deseos ajenos”.
¿A qué
viene este corto apunte rescatado de una memoria tan rica en lecciones de lucha
por la reivindicación de las víctimas, abundantes en un continente cuyos
habitantes en su mayoría han sido –eterna y comprobadamente– personas sufridas?
Pues es el caso que este miércoles 23 de septiembre se rememoró de nuevo el “Día internacional contra la explotación
sexual y el tráfico de mujeres, niñas y niños”, como
sucede año tras año desde principios de 1999.
Acaba de ser celebrado, pues, esa formal oposición a semejante lacra; pero en
estas tierras salvadoreñas, tal evento pasó sin pena ni gloria. Mientras, la
iniciativa exitosa de Palacios cumplió
un siglo y dos años.
El legislador porteño que murió
en la absoluta pobreza, a diferencia de otros que acá apenas comienzan a sacarles
los “trapos al sol” por sus “vivezas”, continuó en su planteamiento demandando
que si la víctima –hombre o mujer– era menor de dieciocho años, la pena debía
ser de seis a diez años de prisión. Y si era menor de doce, el castigo máximo podía
extenderse hasta una década y media tras las rejas. “Esta misma pena –seguía el
texto– será aplicable cualquiera que sea la edad de la víctima, si el autor
fuera ascendiente, marido o tutor, persona encargada de su educación o guarda,
en cuyo caso atraerá aparejada la pérdida de patria potestad, del poder marital
o de la tutela”.
A final
de cuentas, el primer artículo aprobado dentro de la llamada “Ley Palacios” sancionaba
con tres a seis años de cárcel a quien promoviere o facilitare “la prostitución
o corrupción de menores de edad, para satisfacer deseos ajenos,” aún con el
consentimiento de la víctima; ello, si la mujer era mayor de dieciocho años. Si
la víctima –hombre o mujer– era mayor de doce y menor de dieciocho, al
victimario le caían entre seis y diez años. Cuando la víctima era menor de doce
años, el máximo de la pena podía llegar a los tres lustros; no importaba la edad
de la persona afectada si había habido violencia, amenaza, abuso de autoridad o
cualquier otro tipo de intimidación; también si el autor era “ascendiente,
marido, hermano o hermana, tutor o persona encargada de su tutela o guarda”, lo
que además conllevaba “la pérdida de la patria potestad del padre, de la tutela
o guarda o de la ciudadanía, en su caso”.
Acá en
El Salvador, se esperó más de una centuria para aprobar la Ley especial contra
la trata de personas mediante el Decreto Legislativo 824, del 16 de octubre del
2014, el cual se publicó en el Diario Oficial hasta el 14 de noviembre del
mismo año. En la misma se especifican diferentes formas de explotación humana,
que comprenden entre otras la sexual y la sexual comercial en el sector del
turismo. En el decimoprimer capítulo de tal normativa se incluyen las disposiciones
penales correspondientes. Quien entregue, capte, transporte, traslade, reciba o acoja
personas –dentro o fuera del territorio nacional– o facilite, promueva o
favorezca para ejecutar o permitir que otros realicen cualquier actividad de
explotación humana […] se sancionará con prisión de diez a catorce años.
Hay agravantes, entre los cuales
destacan los siguientes: que la víctima sea niña, niño, adolescente, persona
adulta mayor o persona con discapacidad; que el autor sea funcionario o
empleado público, autoridad pública o agentes de autoridad, lo que es más
delicado si se aprovecha del cargo; que exista una relación de ascendiente,
descendiente, adoptante, adoptado, hermano, cónyuge o persona con vínculo marital
o exista relación similar de afectividad; que se trate de tutor, curador,
guardador de hecho o encargado de la educación o cuidado de la víctima y cuando
exista relación de autoridad o confianza con la víctima, sus dependientes o
personas responsables, haya o no relación de parentesco; que el delito lo
cometa alguien directa o indirectamente responsable del cuidado de la víctima
esté acogida en entidades de atención a la niñez y adolescencia, sean estas
públicas o privadas.
Hay más condiciones que hacen más
grave la trata de personas. Pero en todas, a sus responsables la ley les impone
prisión que va de los dieciséis a los veinte años. Si sus autores son organizadores,
jefes, dirigentes o financistas de agrupaciones ilícitas o estructuras de
crimen organizado, nacional o trasnacional, la sanción es de veinte a
veinticinco años. En ningún caso, agravado o no, vale como atenuante o descargo
el consentimiento de la víctima independientemente de su edad.
Esa es la ley. Habrá que ver cómo se aplica en un país –como lo señala la
embajada estadounidense– “de origen, tránsito, y destino de
hombres, mujeres y niños sujetos a la trata para explotación sexual y trabajo
forzado”. Eso dice en su último reporte sobre la situación mundial de los
derechos humanos. También que la definición incluida en la legislación aprobada hace
casi un año, “no es consistente con el derecho internacional” pues “considera
la fuerza, el fraude y la coacción como circunstancias agravantes”, en lugar de
contemplarlos como elementos esenciales de la mayoría de delitos de trata”. Además,
se tacha el no investigar ni procesar como trata de personas los hechos de ese
tipo atribuidos a integrantes de maras, que usaron para ello fuerza o coacción.
En el 2014
se procesaron y condenaron a siete “tratantes sexuales”; es decir, menos de
catorce sospechosos juzgados y de doce condenados que en el 2013. En el
informe hay una fuerte crítica, sobre todo a jueces pero también a otros
funcionarios, por sus “pocas luces” sobre la trata y las consecuencias de ello
en la sanción a los victimarios. Se habla de notas periodísticas
denunciando funcionarios que “pagaron por actos sexuales comerciales de
víctimas de trata”; también de una investigación sobre el caso, de la cual
luego no hubo más información pública. Los esfuerzos oficiales en materia de
prevención fueron, según la embajada aludida, modestos.
Con todo lo
anterior, es elemental la conclusión: cuando no hay transparencia total y
suficiente información, se vuelve un derecho humano la especulación en torno a
ciertas interrogantes que invitan a pensar mal. ¿Por qué se decretan
confidenciales los pocos procesos en esta materia? ¿Por qué son, precisamente,
tan pocos los casos que se llevan a juicio? ¿Será que, como se ha dicho en
otras ocasiones para otro tipo de criminalidad, El Salvador no está tan mal
como Guatemala y Honduras? ¿O será que la impunidad también reina en este tipo
de delitos para proteger intocables? Como sea, se deben hacer bien las cosas
apostándole a la defensa de las víctimas reales y a la protección de las
potenciales. Al exigir eso, no falta quien trata de evadir su responsabilidad.