lunes, 6 de julio de 2015

Del “muertómetro” nacional y sus “explicaciones” oficiales

Entre 1995 y 1997, la media anual de muertes violentas en El Salvador fue de 7,211 víctimas. Las fuentes de donde sale ese dato no son ni las fuerzas opositoras interesadas en criticar al Gobierno de turno –el de Armando Calderón Sol– ni los medios que, al contrario y en su mayoría, su primordial interés era piropearlo. “Genera preocupación especial los altísimos niveles de homicidios dolosos, los cuales han mantenido una cifra promedio de 7,211 por año entre 1975 y 1977”. Esa fue la formulación espeluznante que apareció en los primeros párrafos del “Diagnóstico de las instituciones del ramo de Seguridad Pública”, que fue publicado en febrero de 1998 por el Consejo Nacional de Seguridad Pública; dicho ente estaba encabezado por Hugo Barrera, ministro de esa cartera estatal en la época y dirigente histórico del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Esa terrible cifra no era pues, de ninguna forma, fruto de confabulaciones partidistas o periodísticas.

Según el Observatorio Centroamericano sobre Violencia, en 1993 y 1994 las tasas de asesinatos fueron –respectivamente– de ciento cuarenta y ciento sesenta por cada cien mil habitantes. En ese par de años del inicio de la posguerra, las víctimas mortales de manera intencional fueron más nutridas que las registradas después. De 1999 al 2003 la tendencia bajó de sopetón; el promedio anual en ese lustro fue de 2,344. ¿Se trató de otra “tregua” no descubierta por el periodismo investigativo? Pareciera que sí. Pero los intereses electoreros del entonces presidente Francisco Flores –hoy acusado como “alto corrupto”– y de su partido, dispararon la tendencia a partir del 2003. ¿Cómo? A finales de julio, Flores señaló a las maras como el “enemigo” que solo ARENA podría derrotar. Y les declaró la “guerra”.

“Este día 23 de julio –anunció al país en pleno “show” bien montado– he instruido a la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada a que conjuntamente rescaten estos territorios y pongan bajo las rejas a los líderes de estas pandillas”. “Esta operación que se llama ‘mano dura’ –siguió el ahora imputado– busca la desarticulación de las pandillas y la encarcelación de sus miembros. Estoy consciente que esto no será suficiente para erradicar las maras. Sin embargo estoy convencido que esta actitud pasiva, protectora de los delincuentes que ha generado una serie de leyes que no protegen a los ciudadanos, debe terminar”.

¡Qué determinación, Dios mío! Nunca antes, mandatario alguno había tenido los “arrestos” que Flores presumía al afirmar lo anterior y lo siguiente: “En algún momento tenemos que trazar la línea de los que creemos en la seguridad de los ciudadanos y los que favorecen con argumentos de todo tipo a los delincuentes. Este es el momento. En esta batalla frontal contra la delincuencia haremos uso de todos los medios legítimos, incluyendo aquellas medidas excepcionales contempladas por la Constitución”. Igual que el de su dizque “amigo” George Bush, lanzado para conseguir aliados e invadir Irak en marzo del 2003, en el fondo el mensaje de Flores era: “O estás con nosotros o estás con los terroristas”.

Estando ARENA de capa caída frente a los comicios presidenciales del 2004, tras su derrota en las contiendas municipales y legislativa dos meses antes, algo tenía que hacer Flores para seguir controlando el Ejecutivo. Y lo hizo pasando de la primera versión de la “tregua” a la “mano dura”, sin importar el costo humano de una población desprotegida y cada vez más afligida. ¿Qué consiguió? ¿Se terminó a las maras? ¡Para nada! Lo que se le vino encima a la “gente de a pie” fue un aumento tétrico de muertes y otras formas de violencia, que solo paró y bajó con la otra “tregua”: la de marzo del 2012, ya con el Gobierno que desde la izquierda del teatro ofreció “cambio” y el nacimiento de la “esperanza”. Finalizada esta segunda versión –la de Mauricio Funes– que con la de Flores no fueron más que amnistías disfrazadas, la ola de violencia fatal se volvió a incrementar a mediados del 2013 y no se ha detenido el alza hasta la fecha. Veinte homicidios diarios o más, han hecho que la población en condiciones de mayor vulnerabilidad se encuentre –hoy por hoy– en la más terrible, angustiante y desesperada desesperación. Y lo peor: sin esperanza.

Quienes sin importar el color del partido se la prometieron de una u otra forma para conseguir sus votos después de la guerra, no le cumplieron. Eso, además de irresponsable, es terrible y del todo condenable. Eso no es más que la muerte a pausas de la poquita fe que se tenía o que aún pueda tenerse en quienes, con una mano u otra, juraron cumplir y hacer cumplir la Constitución que –en su primer artículo– “reconoce a la persona humana como el origen y el fin de la actividad del Estado, que está organizado para la consecución de la justicia, de la seguridad jurídica y del bien común”.

¡El bien común! ¿Cuál? Si las consideradas por Ellacuría como “mayorías populares”, se rebuscan día a día para no hundirse del todo en el inmenso mar del “mal común” en el que –desde hace décadas entre aquella guerra y esta “paz”– flotan a la deriva. Más allá del “clientelismo político” ambidiestro, diestro y siniestro, es mucha la gente que ya no le cree a quienes dicen representarla. Más cuando el “segundo de a bordo” asegura que este año “será difícil” controlar las muertes violentas, mientras el “capitán” del barco afirma que solo cincuenta municipios han tocado fondo; el resto, navega sereno en las aguas de “Disneylandia”. Sin embargo, quizás en un extraordinario acto de resignación, las personas reniegan a solas o en familia, con el vecindario, en el trabajo o donde sea. Pero no pasan de su legítima indignación ante lo que lacera su calidad de vida, a la necesaria acción para cambiarle el rumbo al país.     

Una argumentación rigurosa, con pruebas de lo que se afirma oficialmente para explicar estos vaivenes sangrientos que han marcado al “ejemplar” El Salvador de la posguerra, quizás nadie la tenga pues –como se ha visto y sufrido− las partes que hicieron la guerra y después condujeron el país por el “camino de la paz” han sido exitosamente irresponsables. En el marco de un ambiente tenso y de una permanente descalificación entre los principales protagonistas político-partidistas, como el que ha prevalecido a lo largo de veintitrés años tras aquel cese al fuego, resulta muy aventurado que uno de estos presuma poseer la verdad real en esta materia; pero no lo es, el asegurar que ambos le han mentido al país o no le han dicho la verdad completa.

El 18 de marzo de 1993, siendo presidente, Alfredo Cristiani “encadenó” los medios para que en El Salvador y el mundo se escuchara su posición ante la inminente presentación pública –dos días después– del informe de la Comisión de la Verdad. Entre otras cosas, se atrevió a dejar sentado lo “importante” que era “borrar, eliminar y olvidar la totalidad del pasado”. “Por eso –agregó– volvemos a reiterar un llamado a todas las fuerzas del país, a que se debe apoyar una amnistía general y absoluta, para pasar de esa página dolorosa de nuestra historia y buscar ese mejor futuro para nuestro país”.

¿Cuál mejor futuro? ¿El del “adiós a las armas”? ¿El del disfrute de una vida ciertamente tranquila, en  todos los municipios del país? ¿El de no tener que arriesgar la vida migrando para salvarla? Veintitrés años después de haber apagado aquel incendio, el presente del país está ardiendo en medio de tres fuegos: la guerra entre maras, la guerra contra las maras y la guerra de las maras contra la población. La posterior y enorme “cuenta nueva” de muertes vioelntas, en buena medida tiene que ver con el “borrón” de culpas que se recetaron los responsables de las mismas prácticas criminales. Ahora las censuran, pero antes las “justificaban” en nombre de la “liberación nacional” o de la “defensa del sistema democrático”. ¿Seguirán siendo esas las dos únicas opciones para conducir el barco llamado El Salvador al buen puerto de la paz, con justicia y respeto de los derechos humanos?


Posdata: El último repunte de asesinatos arrancó en el 2013, tras la segunda “tregua”. La Sala de lo Constitucional acaba de frenar, temporalmente, la emisión de bonos por novecientos millones de dólares que serían destinados –entre otros– al rubro de la seguridad pública. ¿Es la Sala responsable del aumento del dolor y el luto nacional?


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