viernes, 26 de junio de 2015

El Salvador, de antología… para mal

Benjamín Cuéllar


Durante los primeros días de junio, hubo que presentar en Brasilia el caso salvadoreño en un evento organizado por la Red latinoamericana de justicia transicional. “Contra la impunidad y el olvido: justicia y archivos”. Así se llamó el mismo. Había que responder un cuestionario para contribuir a establecer, en lo posible, una visión aproximada de lo que se está realizando al respecto en buena parte de la región; también  para exponer de viva voz la situación de cada país incluido en el estudio. Pero a la hora de contestar las preguntas formuladas desde lo que ha ocurrido en el país, pasados veintitrés años desde el fin de la guerra, uno siempre lo hace con una mezcla de indignación y rabia; pero, sobre todo, con un gran dolor y tamaña vergüenza pensando en las víctimas a las que ningún gobierno de la posguerra –ninguno– ha reivindicado sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral.

Sobre la responsabilidad penal, las preguntas iniciales eran estas: ¿Hubo concesión de amnistía, indulto o cualquier otro modo de extinción de punibilidad, de los agentes responsables por las graves violaciones de derechos humanos cometidas? ¿Por cuales medios? ¿Cuál fue el tipo de amnistía? Pues sí, sí la hubo. No había más que decir. Cómo no hubiese preferido asegurar que esa barbaridad normativa, aunque existió, ya estaba derogada. Pero no, sigue vigente veintidós años después ese decreto, aprobado por la Asamblea Legislativa de manera inconsulta, incondicional, amplia y violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos habidos y por haber. Por esta y por muchas razones más, el parlamento nacional históricamente ha dado y sigue dando mucho de qué hablar… pero para mal.


El interés de las encargadas del estudio, al existir y mantenerse la amnistía, apuntaba a saber si había sido limitada de forma interpretativa. Afirmativo. La ahora más famosa de las cuatro salas que integran la Corte Suprema de Justicia emitió, el 26 de septiembre del 2000, una sentencia. Hoy querida y odiada, sus integrantes de hace casi década y media resolvieron que era constitucional; pero determinaron que solo debía aplicarse, cuando no se hubieran violado los derechos humanos fundamentales de las víctimas de antes y durante la guerra; tanto de quienes lo fueron directamente, como de sus familiares también víctimas. Esos derechos son los que contempla el segundo artículo de la Carta Magna.

También estableció que no se debía aplicar a los responsables de los crímenes, cuando los hubieran cometido siendo funcionarios durante el período presidencial en que se decretó esa amnistía, en virtud del artículo 244 constitucional. Así, pues, la Sala de la época descartó que se auto recetaran esa “gracia” –entre otros personajes– los miembros del alto mando castrense durante el Gobierno de Alfredo Cristiani. Sobre esa base, entonces, cada juez debía decidir si la otorgaba o no en cada caso. Pese a ello, según el Comité de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas (ONU), ese “precedente judicial” no tuvo “como consecuencia, en la práctica, la reapertura de investigaciones por estos graves hechos”. Como dicen por ahí: “¡Por gusto!”.

De todo el universo de atrocidades que se cometieron, entonces, han sido muy pocas las denuncias. Y de esa escasa demanda, solo se declaró inaplicable la amnistía para los autores intelectuales de la masacre en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). Al surgir la oportunidad, se exigió a la Fiscalía General de la República investigarlos, juzgarlos y sancionarlos. Tan legítima iniciativa no progresó pues las autoridades fiscales y judiciales conspiraron para mantenerlos protegidos. De la audiencia inicial no pasó a más pues la juez, aunque no los amnistió, determinó ilegalmente que la acción penal para perseguir esos crímenes había prescrito. El “proceso judicial” contra los autores materiales en 1990 y 1991, así como el intento que culminó con la citada audiencia inicial, no fueron más que tremendos fraudes propios de un sistema fraudulento. Por eso, este caso está en la Audiencia Nacional de España desde el 2008.

Así las cosas, a la hora de la verdad, la amnistía no se ha superado ni siquiera con la interpretación constitucional de hace quince años. Sigue siendo obstáculo pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos mandó al Estado –en el caso de la masacre en El Mozote y los cantones aledaños– “abstenerse de recurrir a figuras como la amnistía, la prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad, así como medidas que pretendan impedir la persecución penal o suprimir los efectos de la sentencia condenatoria”. Tal decisión del tribunal regional no ha contribuido entonces, desde el 2012 a la fecha, a superar la impunidad en el país. Dicha Corte ya había emitido otros fallos que, de igual forma, no empujaron los cambios internos; deplorablemente, han sido irrelevantes en la modificación para bien del sistema interno en su conjunto, salvo “rarezas” tales como el actuar de la actual Sala de lo Constitucional y de una reducida cifra de integrantes de la judicatura.


Las pocas causas en sede judicial, caminan “a paso de tortuga”… cuando caminan. La mayoría de las demandas, que en serio no son muchas, se estancan en una Fiscalía General que –desde las reformas constitucionales producto de los acuerdos para superar la guerra y hasta el 2010– mantuvo el monopolio de la acción penal. Su desidia o, de plano, su negativa a investigar en aras de eternizar la impunidad, situaba en palmario detrimento y peor desamparo a las víctimas. Por ello, la Sala de lo Constitucional determinó, en el 2010,  regular la figura “del querellante adhesivo a fin (de) que pudiera autónomamente –es decir, ya no de forma complementaria– iniciar y proseguir una persecución penal en aquellos casos en que la autoridad respectiva –por desinterés o cualquier otro motivo– no quiera penalmente investigar o no quiera proseguir con el proceso penal”.

Pero por falta de información o de recursos económicos, este cambio tampoco ha influido en favor de las víctimas para hacer de lado el manto de impunidad que cubre a los perpetradores. Así, pues, sigue sin pronunciarse una tan sola condena. A los dos obstáculos anteriores, amnistía y prescripción arbitrariamente argumentadas, se debe agregar un hecho poco estimulante: activada la querella adhesiva, la investigación siempre quedaría en manos del ente que se ha encargado, antes de y durante toda la posguerra, de ser el muro de contención para investigar. Léase, la mentada Fiscalía General. 


Ese es el escenario de la “paz” sin justicia en El Salvador. Es la realidad de un país que se ofrece al mundo –se ofrecía, más bien– como ejemplo de democratización, basada en el respeto irrestricto de los derechos humanos. Nada más falso. Acá hubo una matanza en 1932 que quedó en la impunidad, asegurada por una amnistía para sus autores; igual pasó, después de la guerra, en 1993. Y sobre la impunidad se instalan –para favorecerse– los delincuentes genocidas, corruptos y traficantes de lo ilícito que tienen arrodillado al país. Vista la historia y de no corregir el rumbo, ese país acorralado por la violencia y la exclusión va directo a otro estallido. ¿Quiénes deben darle la vuelta, con todo, al timón nacional? La “clase media”, las mayorías populares y toda persona medianamente demócrata, pero del todo indignada y dispuesta a la acción. La “clase política”, escasa de casta, ya demostró que no.


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