Benjamín Cuéllar
“Ódiame por piedad yo te lo pido; ódiame sin medida ni clemencia… Odio quiero más que indiferencia, porque el rencor hiere menos que el olvido”. Así se escuchaba y se escucha cantar a Julio Jaramillo. Por eso, en parte, el recién “vaticanizado” como beato y quien más rápido ha sido canonizada por la gente –al menos según mi modesta opinión– no fue enviado a la desmemoria histórica nacional y universal. Pero también porque ya comenzó a treparse a los altares por amor, fruto del amor que se le profesa en el país y el mundo. Así que esa discusión sobre su sacrificio por odio o por amor, termina siendo bastante bizantina. Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez fue martirizado por ambas razones. Su fe lo hizo amar muchísimo a las víctimas y no hay amor más grande, dicen los evangelios, que el de aquel que da la vida por los demás. Y se amor generó mucho, muchísimo odio entre quienes lo mandaron a matar.
Por eso y más allá de eso, ahora que ya se fue el abundante
gentío que acudió a este pedacito de tierra llamado El Salvador con motivo de
la celebración oficial de la beatificación de quien –contrario a lo que se ha
dicho– no fue ni de izquierda ni apologista de la violencia, vale la pena
ponerse a imaginar qué hubiese dicho hace unos días en el marco la semana
mundial de las personas detenidas y desaparecidas. Pero más que imaginar, mejor
citar lo que él dijo en su momento al respecto.
La “cátedra de teología y realidad nacional” que dictó el
primer día de diciembre de 1977 –eso eran sus homilías– la dedicó precisamente
a estas víctimas. En las lecturas de ese domingo, el santo patrono de los
derechos humanos ubicó la presencia de las familias torturadas
por ese flagelo y así lo expresó; habló del “heroísmo de aquella madre del
tiempo de los macabeos”. “Una denuncia valiente”, afirmó. “Y la presencia de
una madre que llora a un desaparecido, es una presencia-denuncia; es una
presencia que clama al cielo; es una presencia que reclama a gritos la
presencia de su hijo desaparecido”. Pienso que eso diría hoy Romero por los
desaparecidos de antes, durante y después de la guerra.
Más adelante, el 20 de agosto de 1978, se refirió a un
informe profesional y valiente sobre la terrible realidad de esa práctica inhumana
en El Salvador. Dicho documento fue elaborado entre otros por mi hermano
Roberto junto a Florentín Meléndez y Boris Martínez, en esos años jóvenes
estudiantes de Ciencias Jurídicas y pioneros en la defensa de los derechos
humanos en el país y en América Latina desde el Socorro Jurídico Cristiano. Textualmente, Romero la denunció en los siguientes términos:
“No es política, hermanos, lo que ahora les
voy a decir. En nuestro Arzobispado se ha elaborado un estudio muy minucioso
sobre los desaparecidos. Son noventa y nueve casos, bien analizados. Allí está
el nombre, la edad, dónde lo capturaron, qué recursos jurídicos se han hecho,
cuántas veces esa madre ha llegado buscando a ese ser querido. Y soy testigo de
la verdad de estos noventa y nueve casos. Y por eso tengo todo el derecho de
preguntar, ¿dónde están? Y en nombre de la angustia de este pueblo decir:
póngalos a la orden de un tribunal si están vivos y si lamentablemente ya los
mataron los agentes de seguridad, dedúzcanse responsabilidades y sanciónese,
sea quien sea. Ha matado. Tiene que pagar. Yo creo que la demanda es justa”.
Durante esa misma
homilía, entre los que llamaba “hechos de la semana”, el pastor mártir también condenó la captura de dos
profesores dirigentes de la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños –la
mítica y hoy añorada ANDES 21 de junio– por las fuerzas represivas y criminales
del régimen de esa época. “También –señaló el cuarto
arzobispo de San Salvador– por informes fidedignos sabemos que ANDES busca la
libertad de los señores Pedro Bran y Salvador Sánchez Cerén […]”. El primero,
secretario general de la gremial magisterial, nunca volvió a aparecer; el
segundo es el actual presidente de la República y le fue arrebatado al régimen
y rescatado de sus ergástulas por los imberbes integrantes del Socorro Jurídico
Cristiano.
Pero su amor por las víctimas, también causa de causa su
martirio, y su defensa de las mismas –generadora de odios grotescos– no
distinguían entre ricos y pobres, entre izquierdas y derechas, entre civiles y
militares. En esa misma ocasión lamentó el secuestro de Kjell Bjork, gerente
general de la empresa Erickson, y las desapariciones del cafetalero salvadoreño
Armando Monedero y de Fujio Matsumoto, japonés presidente de las Industrias
Sintéticas de Centroamérica, empresa mejor conocida como INSINCA. El primero
fue devuelto a su familia por la guerrilla y al segundo lo ejecutaron.
Igual, el 8 de octubre de ese mismo año, abogó
por la reaparición del mayor y doctor Alfonso Castro Sam. Entonces dijo que la
esposa de este oficial castrense le pidió, “en una carta muy sentida”, que
transmitiera sobre todo a “quienes pueden dar una luz en esta oscuridad”. Y la
leyó en parte: “Yo tengo fe, dice la señora, y con mis hijos esperamos el
retorno de mi esposo sano y salvo. Si alguna persona tiene datos sobre él que
me pueda proporcionar, le estaremos muy agradecidos. Y a usted –dirigiéndose a
monseñor– también le agradecemos todo lo que pueda decir y hacer por esta
familia acongojada”. “La Iglesia –finalizó el asunto Romero– sirve al dolor
humano donde quiera que esté y así pedimos a todos, pues, la comprensión y la
ayuda que sea posible”.
Era la voz de las víctimas, las que no tenían
voz y las que –cuando se atrevían a hablar– las perseguían, las encarcelaban,
las torturaban, las asesinaban y las desaparecían. Esa voz potente, por
valiente y profética, también demandó lo que debía hacerse. “Queremos la paz. Pero
una paz –aclaró– no de violencia, no de cementerios, no de imposición y de
extorsión; una paz que sea fruto de la justicia, una paz que sea fruto de la
obediencia a Dios que esperó de los hombres y los hombres le han dado
asesinatos. Esperó justicia. Eso debía producir su viña. Lo humano y lo
cristiano en El Salvador, debía haber producido mucha paz, mucho derecho, mucha
justicia. Qué distinta sería la Patria si estuviera produciendo lo que Dios
plantó, pero Dios se siente fracasado con ciertas sociedades”.
“Y yo creo –pasó a la denuncia– que la página
de Isaías y de San Pablo en el domingo de hoy se hace triste realidad
salvadoreña: ‘Esperé derecho, y allí tenéis, asesinatos; esperé justicia, y
allí tenéis, lamentos’. No es sembrar aquí la discordia, simplemente es gritar
al Dios que llora, el Dios que siente el lamento de su pueblo, porque hay mucho
atropello; el Dios que siente el lamento de sus campesinos que no pueden dormir
en sus casas, porque andan huyendo de noche; el lamento de los niños que claman
por sus papás que han desaparecido. ¿Dónde están? No es eso lo que esperaba
Dios, no es una patria salvadoreña como la que estamos viviendo lo que debía
ser el fruto de una siembra de humanismo y de cristianismo”.
El 14 de enero de 1979, luego de agradecer al
presidente de la República –el general Carlos Humberto Romero– que escuchara
sus homilías, el pastor mártir le
rechazó al mandatario un ofrecimiento que le hizo. “Quiero decir también, que
antes de mi seguridad personal, yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108
familias y desaparecidos..., para todos los que sufren”.
Finalmente, no dejaría de estar reclamando la
verdad en términos similares a los que utilizó el 17 de junio de 1979. Entonces
afirmó lo siguiente: “Yo tengo fe, hermanos, que un día saldrán a la luz todas
esas tinieblas y que tantos desaparecidos, y tantos asesinados, y tantos
cadáveres sin identificar, y tantos secuestros que no se supo quien lo hizo,
tendrán que salir a la luz, y entonces tal vez nos quedemos atónitos sabiendo
quiénes fueron sus autores”.
Casi con seguridad, pienso que eso diría hoy monseñor
Romero. Y casi con seguridad, fruto de ese amor inmenso daría de nuevo la vida
por sus semejantes que más sufren en la actualidad. Porque al día de hoy y por
la impunidad protectora de un reducido grupo de criminales frente a la enorme
cantidad de sus víctimas, desde que terminó la guerra no se dejó de seguir contando
las víctimas de masacres, ejecuciones, detenciones ilegales, torturas y
desapariciones forzadas. Ese pretendido “borrón” de lo deleznable, abrió esa luctuosa
y dolorosa “cuenta nueva” que tiene al país hundido.
Después de aquella guerra, en esta violenta paz
salvadoreña del siglo veintiuno, como habló el 25 de septiembre de 1977 Romero ciertamente
y con toda certeza diría hoy: “Es necesario hacerse racional y atender la voz
de Dios. Y organizar una sociedad más justa, más según el corazón de Dios. Todo
lo demás son parches. Todo lo demás son represiones de momento. Los nombres de
los asesinados irán cambiando, pero siempre habrá asesinados. Las violencias
seguirán cambiando de nombre, pero habrá siempre violencia mientras no se
cambie la raíz de donde están brotando como de una fuente fecunda todas esas
cosas tan horrorosas de nuestro ambiente”.
Gracias Benjamín Cuéllar, por mantener fresca la memoria de Monseñor Romero, por luchar contra la desmemoria de todas las víctimas, por abordar las causas de la violencia, Alejandro Mañes.
ResponderEliminarGracias querido amigo; la palabra y la voz de San Romero es cada vez más actual. Sin duda que en estos momentos estaría al frente de toda una cruzada por solucionar seriamente la grave problemática de violencia e inseguridad que desde hace más de dos décadas nos golpea; estaría repitiendo que" la violencia estructural es causa de todas las violencias".ojala y te lea la curia para que tomen conciencia del rol que deben asumir en estos momentos. Abrazo fraterno.
ResponderEliminar