Benjamín Cuéllar
En Guatemala será sometido a un histórico antejuicio
quien, en el colmo de los colmos, llegó a ser y aún es presidente de la
República contra viento y marea. Se trata de un general que participó en el
conflicto interno jugando un destacado rol en el marco de las atrocidades que, en
una supuesta cruzada por la democracia y la libertad, se cometieron en ese
sufrido país. En Honduras son miles y miles las personas indignadas que, al
igual que en la anterior comarca, salen a las calles y no paran de salir a
protestar exigiendo también la renuncia de un presidente corrupto que –sin
empacho alguno– ha reconocido que su partido recibió dinero sucio para
financiar su campaña proselitista. Poco, dice él. Pero, poco o mucho,
corrupción es corrupción que no admite excusas tales como las que ocupan
algunos cuando dicen que “los otros también lo hacían y nadie decía nada”. Y en
México, las candidaturas independientes comienzan a ser una alternativa real en
medio del asco que le provoca a su población la politiquería tradicional.
Ese es el esperanzador panorama en la mayor
parte de la “Confederación hambrienta, violenta e impune del triángulo norte
centroamericano y conexo”. Un escenario de rebeldía creativa, llena de
imaginación y viva; un cuadro de indignación en las “redes sociales” y de
acción en el campo y las ciudades. Rebeldía que no gira alrededor de
mesianismos desde las alturas, sino que se mueve y hace temblar esas tierras desde
donde debe ser: allá en las llanuras.
Pero en ese bregar que alienta, orienta y
revienta de optimismo, falta la gente de un país que también se está hundiendo
en las mismas aguas turbulentas de la violencia, la exclusión, la corrupción y
la ilegalidad; esas que tienen en pie de lucha y con ánimo de salvación a las
poblaciones chapina, catracha y mexicana. Falta la guanaca, pues, y aún no se
vislumbran señales que anuncien un nuevo despertar bravío de este pueblo que
generó –por encima de cualquier otra experiencia en América Latina– la
insurgencia más célebre en lo militar y lo político.
Lástima que ahora, mientras algunos de sus
antiguos mandos que quizás nunca combatieron disfrutan el “descanso del
guerrero”, la mayoría de sus antiguos combatientes libran una nueva batalla: la
de vivir y sobrevivir en la “paz” que –pactada por sus jefes con el “enemigo”– nunca han disfrutado. Lo que les ha tocado
como “recompensa” es el debatirse en ese afán, en el marco de otra guerras:
entre maras, contra maras y de las maras en su contra; tres guerras populares,
porque es el pueblo quien las sufre, y ya bastante prolongadas.
Cuando se pregunta
porqué está sucediendo eso, la respuesta que se puede aventurar con base en la
experiencia de casi cinco lustros es la siguiente: fuera de las cúpulas
politiqueras y las de otras expresiones de poder en el país –sobre todo las
económicas, las mediáticas y la militar– la población en general nunca tuvo
oportunidades reales de una participación efectiva en la construcción del nuevo
andamiaje institucional, para garantizarse una situación aceptable en lo que
toca a la vigencia de sus derechos humanos a la seguridad, el desarrollo y la justicia.
Todo quedó en manos
de la derecha y la izquierda hechas partidos burócratas, tramposos y lejanos. Por
lo tanto, a estas alturas la gente “común y corriente” –como se acostumbra
decir– no ve ni siente como suyas a la Policía Nacional Civil y a la
Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, paridas por los acuerdos
entre esos ahora siguen combatiendo pero en las urnas; tampoco la gente utilizó
y utiliza de manera significativa los diferentes recursos que, en teoría, le
ofrecen las entidades encargadas para resolver conflictos e impartir justicia.
¿De quién es la
culpa? Pues, bien dice el dicho, “tanto peca el que mata la vaca como el que le
agarra la pata”. Más o menos, eso resumiría con bastante tino lo que Romero
–del cual ahora no hay quien hable mal– sostuvo en su homilía dominical del 9
de octubre de 1977. El ya beato, refiriéndose las “mayorías populares” de
Ellacuría y a su rol protagónico en el cambio estructural para su beneficio,
afirmó entonces lo siguiente:
“Las masas de
miseria, dijeron los obispos en Medellín, son un pecado; una injusticia que
clama al cielo. La marginación, el hambre, el analfabetismo, la desnutrición y
tantas otras cosas miserables que se entran por todos los poros de nuestro ser,
son consecuencias del pecado. Del pecado de aquellos que lo acumulan todo y no
tienen para los demás; y también del pecado de los que no teniendo nada, no
luchan por su promoción. Son conformistas, haraganes, no luchan por promoverse.
Pero muchas veces no luchan, no por su culpa; es que hay una serie de
condicionamientos, de estructuras, que no los dejan progresar. Es un conjunto,
pues, de pecado mutuo”.
Esas “masas de miseria”, esas “mayorías
populares” son las que estuvieron asoleándose en las calles del San Salvador de
“arriba”, apuñadas para estar presentes en la beatificación del santo patrono
de sus derechos humanos. En el “templete”, bajo la sombra y en la comodidad de
sus sillas, estaban los “grupos de poder”, las “minorías privilegiadas” que
–con una mano u otra– mantienen quieto y en silencio al pueblo crucificado con
tres clavos: el del hambre, el de la sangre y el de la impunidad. Hasta en eso
se ven las marcadas distancias y las profundas diferencias.
Entre los “condicionamientos” y las
“estructuras” actuales para que eso ocurra, está esa que no existía en tiempos
de Romero: la “partidocracia”, con los males que genera. Dos relacionados, hay
que mencionar: el clientelismo y la apatía. El primero, dice el diccionario, es el “sistema de protección y amparo con que los poderosos
patrocinan a quienes se acogen a ellos, a cambio de su sumisión y de sus
servicios”. La segunda, según la misma herramienta básica, debe entenderse como
la dejadez o la indolencia, la falta de vigor o de energía.
Y eso se debe, seguramente, a que
parte de la población ha hecho una entrega total de su protagonismo pues piensa
–elección tras elección– que las cosas las va a resolver su partido al ganarlas;
también responde a que otra buena parte ya se dio por vencida, pensando que no
vale la pena luchar pues las cosas “nunca van a cambiar”. Por eso no retumba El Salvador a diferencia
de lo que pasa en en Guatemala y Hondura; por eso acá las candidaturas independientes
no le hacen siquiera cosquillas a las dos aplanadoras electoreras, a diferencia
de lo que empieza a ocurrir en México.
Ahora que todas y todos somos Romero, al
menos eso se dice, hay que escuchar su palabra y ponerla en práctica. No hay
que ser conformistas ni haraganes; hay que luchar para promover la transformación
en serio. Elecciones no habrán hasta el 2018 y el 2019. Mientras tanto, la
realidad nacional seguirá golpeando con saña y sin clemencia a las “masas de
miseria”, a las “mayorías populares”. ¿Habrá que esperar hasta entonces para que
los mismos partidos nos vuelvan a prometer
que “viene el cambio” y que “nace la esperanza”, que nos presuman de estar “más
fuertes que nunca”, que nos ofrezcan “nuevas ideas” o que nos digan “súmate al
futuro”? ¿Habrá que votar entonces por las mismas caras de siempre?
¿O habrá que dejar atrás todo eso que se ha
vendido acá como solución por más de veinte años, para hacer lo que están
haciendo nuestros vecinos desde hace unas semanas? Este país ya no aguanta más;
pero quienes lo habitan y sufren sus males, solo se quejan entre sí cuando
platican o a través de las “redes sociales”. Sin duda, para que las cosas
cambien de verdad –por encima de los maquillajes que solo se quedan en la
forma– se requiere mucho más que eso. Habrá que copiarle, entonces, a la
indignación y la acción chapinas y catrachas. ¿A qué horas empezamos, pues
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