viernes, 19 de junio de 2015

¿A qué horas, pues?

Benjamín Cuéllar


En Guatemala será sometido a un histórico antejuicio quien, en el colmo de los colmos, llegó a ser y aún es presidente de la República contra viento y marea. Se trata de un general que participó en el conflicto interno jugando un destacado rol en el marco de las atrocidades que, en una supuesta cruzada por la democracia y la libertad, se cometieron en ese sufrido país. En Honduras son miles y miles las personas indignadas que, al igual que en la anterior comarca, salen a las calles y no paran de salir a protestar exigiendo también la renuncia de un presidente corrupto que –sin empacho alguno– ha reconocido que su partido recibió dinero sucio para financiar su campaña proselitista. Poco, dice él. Pero, poco o mucho, corrupción es corrupción que no admite excusas tales como las que ocupan algunos cuando dicen que “los otros también lo hacían y nadie decía nada”. Y en México, las candidaturas independientes comienzan a ser una alternativa real en medio del asco que le provoca a su población la politiquería tradicional.

Ese es el esperanzador panorama en la mayor parte de la “Confederación hambrienta, violenta e impune del triángulo norte centroamericano y conexo”. Un escenario de rebeldía creativa, llena de imaginación y viva; un cuadro de indignación en las “redes sociales” y de acción en el campo y las ciudades. Rebeldía que no gira alrededor de mesianismos desde las alturas, sino que se mueve y hace temblar esas tierras desde donde debe ser: allá en las llanuras.

Pero en ese bregar que alienta, orienta y revienta de optimismo, falta la gente de un país que también se está hundiendo en las mismas aguas turbulentas de la violencia, la exclusión, la corrupción y la ilegalidad; esas que tienen en pie de lucha y con ánimo de salvación a las poblaciones chapina, catracha y mexicana. Falta la guanaca, pues, y aún no se vislumbran señales que anuncien un nuevo despertar bravío de este pueblo que generó –por encima de cualquier otra experiencia en América Latina– la insurgencia más célebre en lo militar y lo político.


Lástima que ahora, mientras algunos de sus antiguos mandos que quizás nunca combatieron disfrutan el “descanso del guerrero”, la mayoría de sus antiguos combatientes libran una nueva batalla: la de vivir y sobrevivir en la “paz” que –pactada por sus jefes con el “enemigo”–  nunca han disfrutado. Lo que les ha tocado como “recompensa” es el debatirse en ese afán, en el marco de otra guerras: entre maras, contra maras y de las maras en su contra; tres guerras populares, porque es el pueblo quien las sufre, y ya bastante prolongadas.

Cuando se pregunta porqué está sucediendo eso, la respuesta que se puede aventurar con base en la experiencia de casi cinco lustros es la siguiente: fuera de las cúpulas politiqueras y las de otras expresiones de poder en el país –sobre todo las económicas, las mediáticas y la militar– la población en general nunca tuvo oportunidades reales de una participación efectiva en la construcción del nuevo andamiaje institucional, para garantizarse una situación aceptable en lo que toca a la vigencia de sus derechos humanos a la seguridad, el  desarrollo y la justicia.

Todo quedó en manos de la derecha y la izquierda hechas partidos burócratas, tramposos y lejanos. Por lo tanto, a estas alturas la gente “común y corriente” –como se acostumbra decir– no ve ni siente como suyas a la Policía Nacional Civil y a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, paridas por los acuerdos entre esos ahora siguen combatiendo pero en las urnas; tampoco la gente utilizó y utiliza de manera significativa los diferentes recursos que, en teoría, le ofrecen las entidades encargadas para resolver conflictos e impartir justicia.

¿De quién es la culpa? Pues, bien dice el dicho, “tanto peca el que mata la vaca como el que le agarra la pata”. Más o menos, eso resumiría con bastante tino lo que Romero –del cual ahora no hay quien hable mal– sostuvo en su homilía dominical del 9 de octubre de 1977. El ya beato, refiriéndose las “mayorías populares” de Ellacuría y a su rol protagónico en el cambio estructural para su beneficio, afirmó entonces lo siguiente:

“Las masas de miseria, dijeron los obispos en Medellín, son un pecado; una injusticia que clama al cielo. La marginación, el hambre, el analfabetismo, la desnutrición y tantas otras cosas miserables que se entran por todos los poros de nuestro ser, son consecuencias del pecado. Del pecado de aquellos que lo acumulan todo y no tienen para los demás; y también del pecado de los que no teniendo nada, no luchan por su promoción. Son conformistas, haraganes, no luchan por promoverse. Pero muchas veces no luchan, no por su culpa; es que hay una serie de condicionamientos, de estructuras, que no los dejan progresar. Es un conjunto, pues, de pecado mutuo”.


Esas “masas de miseria”, esas “mayorías populares” son las que estuvieron asoleándose en las calles del San Salvador de “arriba”, apuñadas para estar presentes en la beatificación del santo patrono de sus derechos humanos. En el “templete”, bajo la sombra y en la comodidad de sus sillas, estaban los “grupos de poder”, las “minorías privilegiadas” que –con una mano u otra– mantienen quieto y en silencio al pueblo crucificado con tres clavos: el del hambre, el de la sangre y el de la impunidad. Hasta en eso se ven las marcadas distancias y las profundas diferencias.

Entre los “condicionamientos” y las “estructuras” actuales para que eso ocurra, está esa que no existía en tiempos de Romero: la “partidocracia”, con los males que genera. Dos relacionados, hay que mencionar: el clientelismo y la apatía. El primero, dice el diccionario, es el “sistema de protección y amparo con que los poderosos patrocinan a quienes se acogen a ellos, a cambio de su sumisión y de sus servicios”. La segunda, según la misma herramienta básica, debe entenderse como la dejadez o la indolencia, la falta de vigor o de energía.


Y eso se debe, seguramente, a que parte de la población ha hecho una entrega total de su protagonismo pues piensa –elección tras elección– que las cosas las va a resolver su partido al ganarlas; también responde a que otra buena parte ya se dio por vencida, pensando que no vale la pena luchar pues las cosas “nunca van a cambiar”. Por eso no retumba El Salvador a diferencia de lo que pasa en en Guatemala y Hondura; por eso acá las candidaturas independientes no le hacen siquiera cosquillas a las dos aplanadoras electoreras, a diferencia de lo que empieza a ocurrir en México.

Ahora que todas y todos somos Romero, al menos eso se dice, hay que escuchar su palabra y ponerla en práctica. No hay que ser conformistas ni haraganes; hay que luchar para promover la transformación en serio. Elecciones no habrán hasta el 2018 y el 2019. Mientras tanto, la realidad nacional seguirá golpeando con saña y sin clemencia a las “masas de miseria”, a las “mayorías populares”. ¿Habrá que esperar hasta entonces para que los mismos partidos nos  vuelvan a prometer que “viene el cambio” y que “nace la esperanza”, que nos presuman de estar “más fuertes que nunca”, que nos ofrezcan “nuevas ideas” o que nos digan “súmate al futuro”? ¿Habrá que votar entonces por las mismas caras de siempre?


¿O habrá que dejar atrás todo eso que se ha vendido acá como solución por más de veinte años, para hacer lo que están haciendo nuestros vecinos desde hace unas semanas? Este país ya no aguanta más; pero quienes lo habitan y sufren sus males, solo se quejan entre sí cuando platican o a través de las “redes sociales”. Sin duda, para que las cosas cambien de verdad –por encima de los maquillajes que solo se quedan en la forma– se requiere mucho más que eso. Habrá que copiarle, entonces, a la indignación y la acción chapinas y catrachas. ¿A qué horas empezamos, pues


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