Hay quienes sostienen que fue en
1939. Sin embargo, en la efemérides diaria publicada el 19 de marzo de 1940, La
Prensa Gráfica reseñó la finalización del torneo de fútbol de primera división
en el país; según el dato publicado, el campeón fue el “Club Deportivo 33” venciendo
al que –en la nota periodística– era calificado como “su más formidable enemigo”:
el legendario “Quequeisque” tecleño. Tiempos aquellos de un balompié
nacional que ya contaba con una sede respetable: el “Flor Blanca”, desde su
inauguración en 1935 para albergar la
tercera edición de los Juegos Deportivos Centroamericanos y del Caribe. El 26
de abril –a poco más de un mes de la coronación del “33”– se aprobaron los estatutos
de la Federación salvadoreña del “deporte rey”. Catorce años después, durante
la séptima ocasión en que se celebró la referida competencia regional, la
selección cuscatleca se vistió de gloria al superar a su par mexicano en su
propia tierra.
Más de alguna persona se preguntará
qué tiene que ver lo anterior con la actualidad del país. En realidad, nada.
Solo que, casualidades de la vida y la historia, a setenta y cinco años de
distancia del campeonato logrado por el “33”, al final de julio del 2015 eran treinta
y tres las víctimas mortales entre el personal policial. Quizás sea forzada la
otra coincidencia, pero el mencionado club perteneció a la Policía Nacional;
era parte de ese cuerpo represivo mal llamado de “seguridad”, que desapareció
después del fin de la guerra debido a los compromisos establecidos en los
acuerdos firmados por el entonces Gobierno –presidido por el partido ARENA– y
la entonces guerrilla del FMLN.
A las anteriores, hay que agregar
trece muertes más; no de policías sino de militares, por tenerlos haciendo lo
que no pueden ni deben hacer en un escenario terrible, angustiante y
estremecedor. A diario o bastante seguido se reportan enfrentamientos armados
entre fuerzas gubernamentales y delincuenciales; “eliminación” de integrantes
de maras, mujeres y hombres, sobre todo adolescentes y jóvenes; niñas violadas
y ejecutadas con saña; feminicidios y crímenes de odio por homofobia; incautación
de armas cuyo uso legal es exclusivo de la Fuerza Armada, con el agravante de
que no pocas provienen del arsenal castrense; amenazas cumplidas o no en
perjuicio del estudiantado y el magisterio; onerosas extorsiones pagadas,
acompañadas de ejecuciones de la víctima que se rebela y no paga; redadas
masivas, inútiles y hasta contraproducentes en territorios donde la condición
de pobreza es criminalizada.
Eso y más, es la realidad cotidiana
que abate a las mayorías populares de un país donde ejecutaron a su pastor y
profeta, para que treinta y cinco años después del magnicidio permanezca pétrea
la impunidad que cobija a sus autores materiales, intelectuales y financieros.
El ahora mártir rechazó, en enero de 1979, la protección que le ofreció el general
Carlos Humberto Romero. Agradeció la propuesta del presidente impuesto; pero
luego, el cuarto arzobispo de San Salvador, dijo que por encima de su seguridad
personal prefería “seguridad y tranquilidad para ciento ocho familias” que
buscaban a sus parientes desaparecidos por la fuerza; seguridad “para todos los
que sufren”, sentenció.
Y al día de hoy, más de siete
lustros a la distancia, también se cuentan entre quienes sufren a las personas
que –por ser parte de la Policía Nacional Civil (PNC) y por mandato
constitucional– deben
preservar la paz, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública en el campo
y las ciudades de El Salvador, con estricto apego al respeto de los derechos
humanos bajo la dirección y el mando de autoridades civiles. Menuda tarea en tan
escabroso entorno. Quienes cargan en sus espaldas la protección de la población,
hoy están desprotegidas recibiendo en sus pechos y espaldas, en sus rostros y el
resto de sus humanidades las balas que están segando sus vidas. Con seguridad,
para las y los policías de “a pie” sobre todo –el nivel básico de la
institución– monseñor Romero estaría pidiendo la seguridad que no tienen.
Fuera de las muertes de delincuentes reales en
verdaderos enfrentamientos con la fuerza coercitiva legalmente establecida –las
de los enfrentamientos entre la PNC y las maras u otras expresiones del crimen
organizado, no en el accionar de los “escuadrones de la muerte” contemporáneos–
al resto de víctimas fatales, incluidas policías, además de la violación de su
derecho a la vida también les violan sus derechos a la integridad física y a la
seguridad personal. Y violan, además, derechos de sus familias; esto incrementa
tanto la cantidad como la calidad de la barbarie actual.
Y su responsabilidad es, en parte,
estatal; la principal, sin equívoco, es de los maleantes. Pero también el
Estado tiene “vela en este entierro”, entre tantos sepelios a diario en este
país. Pero ojo: no se trata únicamente del Ejecutivo; hay que incluir los otros
órganos de Gobierno –el Legislativo y el Judicial– y otras entidades de un
sistema de injusticia entronizado en el país desde siempre, como en el caso de
la Fiscalía General de la República. Y no se trata solo del presente sino
también del pasado. ¿Por qué hay que responsabilizar al Estado? Por no esclarecer los hechos del todo ni sancionar
a todos sus responsables, lo que genera y acumula una gran deuda al incumplir
su deber de brindar protección judicial a las víctimas; también por no garantizar
protección especial –resguardo positivo, dicen– a quienes sufren una situación
específica de vulnerabilidad, al no diseñar estrategias e impulsar programas
consistentes que prevean el riesgo y eviten la consumación de actos criminales.
Como ocurre varias veces, a veces en
demasía, no faltará quien diga: “Este solo crítica y no propone”. Pues
entonces, a esas “ecuánimes” expresiones discordantes y a quien quiera, ahí les
va la invitación. Que las víctimas del luto y el dolor de antes, durante y
después de la pasada guerra se convoquen entre sí para exigirle a los dos “enemigos”
eternos –sabiendo que es culpa de todos los gobiernos que han manejado a su
antojo el país desde antes de la guerra, durante la misma y después– que se
pongan serios. Que el uno y el otro se unan al menos en una cruzada: alcanzar y
mantener la tranquilidad entre la población que siempre ha navegado entre los tumbos
de la exclusión, la violencia, la migración, la impunidad y la migración. Que
sean serios ese par y acuerden –como lo hicieron antes y no cumplieron después–
caminar hacia la paz, pero ahora sin impedir y desdeñar la verdad y la justicia
para las víctimas. Que se “pongan las pilas”; si no, que suelten la lámpara
entera para que la agarren quienes si pueden alumbrar y dirigir bien ese
postergado y ansiado trayecto.
“Ponerse las pilas”. Y eso, ¿qué
es? Es, sin más adornos, prevención a tiempo y no cuando “ya para qué”;
inteligencia y contrainteligencia productivas y certeras; investigaciones y
pruebas sólidas con criterio –no “criteriadas”– e irrefutables en sede
judicial; represión “con todo” a las “cabezas” de la bestia criminal, no solo a
“las patas”; readaptación real que corrija, eduque y habilite para el trabajo; inserción
productiva auténtica; “mimar” y cuidar a quienes funcionan bien en la
administración pública, para hacer una barrida de quienes andan mal; tener
claro cómo están las instituciones en sus robusteces y raquitismos, frente a
las acechanzas y viabilidades; difundir con amplitud los triunfos ciudadanos
contra la impunidad y el escarnio; desarmar la sociedad, que no significa
desmontar una organización y una movilización inexistentes hoy por hoy, sino
recoger todas las armas de fuego legales e ilegales en manos de quien no debe y
que no sirven más que para matar vidas e ilusiones. Por último, acariciar a las
víctimas; hay que protegerlas de quienes las quieren dañar, brindarles
asistencia –legal, médica y psicológica, al menos– y entregándoles lo que legítimamente
les corresponde: a sus familiares que desaparecieron junto a la verdad, la
justicia y la reparación integral que tampoco aparecen.
El fútbol guanaco ha sufrido –antes,
durante y después de la guerra– por la indolencia de sus jugadores, la corrupción
de sus dirigentes, la guerra y la mañosa impunidad prevaleciente. Por eso, no
levanta cabeza, al igual que el país. Así como el Club Deportivo “33” sangró y
sudó en la cancha hace setenta y cinco años para ganarle la partida al
Quequeisque y ser el campeón, en este 2015 son treinta y tres policías –mujeres
y hombres– quienes sudaron y
ensangrentaron el suelo patrio en el cumplimiento de su deber. Honor para estas
vidas inmoladas; castigo para los asesinos y deshonra para quienes no les garantizaron
su seguridad.
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