Benjamín Cuéllar
9 de julio de 2015
En
la Academia Nacional
de Seguridad Pública se realizó hace unos días el foro denominado “Ética y
función policial”, en el marco del curso de ascenso a inspector jefe. Contó con
la presencia de más de ochenta policías, mujeres y hombres, que aspiran escalar
en la estructura ejecutiva de la Policía Nacional Civil: la sacrificada PNC que
ahora atraviesa por uno de sus peores trances en lo que va de su historia, la
cual superó ya las dos décadas. Uno de los disertantes fue José María Tojeira,
ex rector de la
Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas"
(UCA), quien inició su intervención con una muy sencilla pero muy clara
definición de ética. Es la reflexión “sobre
lo bueno que ha de tener en cuenta el ser humano, por ser humano”; es, remató, “hacer
el bien”.
Augusto
Mijares, el más importante biógrafo de Simón Bolívar, lo plantea desde otra
perspectiva. “La humanidad –sostiene– ha dado siempre el carácter de heroísmo, no
al combatir vulgar, sino a una íntima condición ética que pone al hombre por encima
de sus semejantes: héroe es el que se resiste cuando los otros ceden; el que cree
cuando los otros vacilan; el que se conserva fiel a sí mismo cuando los otros se
prostituyen. El que se subleva contra la rutina y el conformismo en que se complacen
los cobardes”. Esa “mínima condición ética” mueve a hacer el bien, ante unos
poderes que ordinariamente hacen el mal.
Estas
dos formulaciones hay que situarlas en un escenario nacional como el actual,
donde las personas que por Constitución y por ley secundaria deben garantizarle
a toda la población en todo el país la paz, la tranquilidad, el orden y la
seguridad –respetando de manera rigurosa los derechos humanos– en la realidad son
protagonistas de una guerra no declarada. No disfrutan ni de la escasa o nula
tranquilidad negada también a las mayorías populares, ni de la seguridad que se
le escamotea a las mismas.
Para
tal fin, primero hay que repasar las generalidades cardinales de la ética
pública. Esa que, basada en principios y valores ambicionados, debe ser
utilizada para cuadricular la conducta de las personas que participan
activamente en la administración del Estado desempeñando una función específica
arriba, en medio o abajo. No se escapa o no debería escaparse nadie de ese “ojo
visor” ni de las consecuencias, buenas o malas, derivadas de su desempeño.
Pero
hay que aterrizar, enlistando los usos prácticos y beneficiosos de lo anterior.
La ética pública permite que funcionarios y funcionarias tengan nociones
necesarias y criterios básicos, para determinar cuál debe ser –ante una situación
concreta– el proceder correcto frente a los distintos caminos que se les presentan
de cara a los intereses de la comunidad a la que sirve. Para ello, es importante
saber quiénes integran y quiénes dirigen la burocracia entendida desde una de
sus definiciones: “Conjunto de los servidores públicos”. Hay otra, también incluida en el diccionario, que
define a la burocracia así: “Administración ineficiente a causa del papeleo,
la rigidez y las formalidades superfluas”.
Acá
se está hablando de la primera, no de la segunda que es la expresión de la
misma que más ofende. Pero de una buena burocracia que no sirva a los poderes –el
partidista, el económico, el mediático, el militar, el fáctico u otros– y que
además –por ser profesional y responsable, solidaria y eficiente, decente e
impersonal– no sea removida cada cambio de partido en el control de la cosa
pública. Esa es la garantía de un servicio de calidad para la gente. Si por el
contrario la burocracia es fatal, porque su cuerpo y su cabeza no reúnen esas características,
los resultados también serán fatales.
Cabe
entonces preguntarse cómo está El Salvador de hoy en esta materia después de
una guerra, unos acuerdos que la pararon y unos compromisos puntuales cuyo
cabal cumplimiento buscaba transformarlo para bien. ¿Quiénes han conducido el
país durante más de dos décadas a partir de entonces desde los tres órganos de
Gobierno –Ejecutivo, Legislativo y Judicial– y desde el Ministerio Público
compuesto la Procuraduría
General de la
República , Fiscalía General de la República y Procuraduría
para la Defensa
de los Derechos Humanos? ¿Fueron y son las personas más idóneas por su
conocimiento, experiencia y capacidad? ¿Las más comprometidas con el respeto de
la Constitución
y la justicia? ¿Las más probas, honestas y transparentes?
Ante
esas interrogantes, más que responderlas explìctimanete, mejor dejarse vencer por
la tentación de citar al entrañable Luis Eduardo Aute para invitar a
contestarlas. “Míralos como reptiles al acecho de la presa –cantó en este
campus, en el concierto de cierre del Festival Verdad el 2013– negociando en
cada mesa maquillajes de ocasión. Siguen todos los raíles que conduzcan a la
cumbre, locos por que nos deslumbre su parásita ambición. Antes iban de
profetas y ahora el éxito es su meta; mercaderes, traficantes, más que náusea
dan tristeza, no rozaron ni un instante la belleza... Y me hablaron de futuros
fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que
se cae el muro ya no somos tan iguales, tanto vendes, tanto vales… ¡Viva la
revolución!”
Teniendo
como soporte los dos valores esenciales de la ética pública –lo bueno y lo
justo– y para aterrizar aún más, hay que
considerar las zozobras de una PNC asediada directa y fatalmente por la
violencia delincuencial, criticada por una buena parte de la población a la
cual –por “a” o “b” razón– ya no le inspira confianza y, para colmo, achicada o
encachimbada por todo lo que está padeciendo dentro y fuera de la institución. Y
ahora resulta que, en ese terrible tablado, la cabeza burócrata del Ejecutivo
le entregará o ya le entregó a su “nivel básico” un bono único de seiscientos
dólares. ¿Qué hará con eso la
Policía de “a pie” que vive en colonias donde no le toca más
que “dormir con el enemigo”? ¿Amurallar y enrejar sus humildes viviendas? ¿Y si
la “cacería” ocurre antes de llegar a las mismas en el transporte público
inseguro a todo nivel o, al bajarse del mismo, camino a su casa?
Ética
pública, ¿dónde estás? ¿Por qué no, pensando en el bien común y no en los
réditos partidistas electorales, la burocracia del más alto nivel actual no
pone al servicio de la población angustiada una PNC libre –en lo posible– de
los riesgos de vivir donde viven muchos de sus miembros en la actualidad? ¿Por
qué no, en lugar de desperdiciar millones de recursos que dicen no tener
entregándoselos a una Fuerza Armada ineficaz en materia de seguridad ciudadana,
mejor invierten en construir una “Ciudad Policía”? Solo una PNC cuyo personal –todo y no solo el
de arriba– se sienta y esté realmente seguro, será capaz de garantizarles seguridad
y tranquilidad a las mayorías populares de este sufrido país.
“El
mediocre –escribió alguien– ignora el justo medio, nunca hace un juicio sobre sí,
desconoce la autocrítica, está condenado a permanecer en su módico refugio. El
mediocre rechaza el diálogo, no se atreve a confrontar con el que piensa
distinto. Es fundamentalmente inseguro y busca excusas que siempre se
apoyan en la descalificación del otro. Se comunica mediante el monólogo y el
aplauso. Esta actitud lo encierra en la convicción de que él posee la
verdad, la luz, y su adversario el error, la oscuridad. Los que piensan y
actúan así integran una comunidad enferma y, más grave aún, la dirigen o
pretenden hacerlo. El mediocre no logra liberarse de sus resentimientos,
viejísimo problema que siempre desnaturaliza a la justicia. Se siente
libre de culpa y serena su conciencia si disposiciones legales lo liberan de
las sanciones por las faltas que cometió. La impunidad lo tranquiliza”.
Y sigue: “Siempre hay mediocres, son perennes. Lo
que varía es su prestigio y su influencia. Cuando se reemplaza lo cualitativo
por lo conveniente, el rebelde es igual al lacayo porque los valores se
acomodan a las circunstancias. Hay más
presencias personales que proyectos. La declinación de la
‘educación’ y su confusión con ‘enseñanza’ permiten una
sociedad sin ideales y sin cultura, lo que facilita la existencia de políticos
ignorantes y rapaces”. ¿Quién y cuándo escribió esto tan legítimo y vigente? José
Ingenieros, en 1913. ¿Le sirve este texto al país para darse cuenta de su
problema y para reaccionar con indignación y acción? ¡Ojalá!
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