Benjamín Cuéllar
Ya
son más de las diez de la noche del miércoles 13 de julio del 2016. Vengo de un
conversatorio sobre grupos armados ilegales en El Salvador, el cual giró
alrededor de un texto que escribí recientemente acerca de ese fenómeno criminal
descalificador y deslegitimador de cualquier Estado que ‒como este de acá‒ pretende
presumir ser de Derecho. Es, más bien, de “derecha”. El evento, con una nutrida
y atenta asistencia, finalizó antes de las veinte horas. Comencé a redactar estas
líneas tan tarde, después de atender múltiples llamadas de diferentes medios
que querían conocer mis primeras reacciones sobre la noticia que acaparaba la
atención casi general. Era de esperarse. La Sala de lo Constitucional acababa
de anunciar su sentencia sobre dos demandas que presentamos el 20 de marzo del
2013, día exacto en que se cumplían veinte años de aprobada la infame amnistía.
Lo
primero que le expresaba a todos, antes de
comenzar a grabar, era en realidad una súplica: por favor no me pregunten sobre
el fondo de lo resuelto, porque no lo conozco. Disculpen, les rogaba.
Únicamente podía hablarles, en ese instante, de mis sentimientos. Mi persona no
daba para más. Esa era la única posibilidad que tenía, pues tenía el corazón en
la mano y la mirada puesta en las víctimas que son ‒sin regateo alguno‒ las grandes
e insustituibles protagonistas de la historia más dolorosa de El Salvador y de
la lucha por transformarlo en un país presentable, amable y agradable.
Sus
verdugos se perdonaron entre sí a conveniencia. Sabían que más tarde o más
temprano se alternarían las riendas gubernamentales; mientras, tras bambalinas,
eran manejados cual simples marionetas de los poderes ominosa y supuestamente
ocultos. Eso comenzó a gestarse desde que se sentaron a negociar y pactar su
paz. Como varias veces he dicho, escrito y discutido, no solo fueron seis los
acuerdos entre los señores de la guerra para garantizarse su tranquilidad; esos
fueron los escritos y firmados en Ginebra, Caracas, San José, México, Nueva
York y Chapultepec.
Hubo
uno más que no quedó escrito; mucho menos fue firmado. Se trata del arreglo que
a la gente más sufrida le torció el rumbo hacia el ofrecido y anunciado,
ansiando y hasta ahora nunca alcanzado “paraíso terrenal”. Más adelante, para
asegurarse, redactaron lo que en un burdo y ofensivo eufemismo denominaron “Ley
general de amnistía para la consolidación de la paz”. Pero ya la desmoronaron
quienes debían hacerlo: las víctimas luchadoras, nunca derrotadas, y sus desbordantes
ganas de lograr para esta sociedad y su historia la verdad, la justicia y la
reparación integral. Lo hicieron y lo seguirán haciendo con toda su dignidad,
la cual trasciende cualquier inmoralidad oficial o electorera.
Los
ojos del país y el mundo están puestos únicamente en la declaración de
inconstitucionalidad de ese adefesio normativo que mantuvieron en vigencia
durante veintitrés años, sin importar las críticas y condenas de dentro y fuera
del territorio nacional. Aún sin leer íntegramente el texto emitido por la Sala,
se sabe que lo resuelto tiene efectos generales y es de aplicación inmediata;
por ello, nadie podrá invocar la amnistía tumbada como lo hicieron hasta ahora:
como el impedimento para juzgar casos de graves violaciones de derechos humanos
y crímenes internacionales, ocurridos antes y durante el conflicto armado.
Pero
la decisión comunicada ayer va más allá jurídicamente, para asegurar el cabal
cumplimiento de lo anterior. Estipula que los crímenes contra la humanidad no
prescriben con el transcurso del tiempo; así se abre la puerta para que
efectivamente se imparta justicia y el país avance hasta llegar a ser normal y
decente. Dicho con otras palabras: un país cuyas instituciones funcionan sin
importar quién es la víctima y quién el victimario. Esto es lo único que no se
ha intentado en El Salvador de la posguerra: combatir y derrotar la impunidad
propiciadora de inseguridad y violencia, de corrupción y desigualdad. Ahora,
pues, también se ha abierto la esclusa para comenzar a navegar a buen puerto: al
de una paz cierta y sólida, por estar fundada en la verdad y la justicia.
Aquel
20 de marzo del 2013, con el calor de muchas víctimas, presentamos esas dos
demandas de inconstitucionalidad: una contra la ignominiosa amnistía y otra
contra la prescripción de los delitos de lesa humanidad. La
inconstitucionalidad de la primera sin obtener la de la segunda, no hubiera
pasado de ser algo simbólico pues se habría dejado viva la posibilidad de que
los perpetradores ‒de uno u otro bando‒ alegaran que se había agotado el plazo
para su persecución penal. Pero gracias a la asesoría de Paula Cuéllar, candidata
al Doctorado en historia y derechos humanos, decidimos atacar dicha traba; el primer borrador de
esta segunda demanda lo elaboró ella. Gracias, pues, querida Paula. Y gracias
también al entrañable Pedro Martínez, quien con su conocimiento jurídico e
indudable compromiso elaboró la primera: la que cercaba a la amnistía, cuya
derrota es ahora un hecho.
Pero
el sitial de honor, el agradecimiento más alto y el mayor reconocimiento es
para las víctimas que desde su condición nunca flaquearon. Siempre estuvieron
en pie de lucha, demandando lo que merecen: verdad real, justicia plena y
reparación integral. Su linda y legítima terquedad, apartó ya del camino
aquella piedra de tropiezo; esa que Francisco Flores, cuando era presidente,
llamó la “piedra angular de los acuerdos de paz”. Ya no hay, pues, amnistía que
valga. Pero siguen ahí los cobardes que se cubrieron con ese trapo sucio. Por
ello, habrá que aspirar y esperar que esta “buena nueva” sirva para fortalecer la
organización de sus víctimas y agigantar los esfuerzos de estas. Son mis mejores
deseos.
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