Benjamín Cuéllar
Antes de que los viejos y “nuevos”
enemigos de la justicia en El Salvador acuerden cómo darle la vuelta a la
sentencia que –el pasado miércoles 13 de julio – declaró inconstitucional la
amnistía, hay que hacer algo desde y con las víctimas de las atrocidades
ocurridas hasta antes de enero de 1992 y de la impunidad protectora de quienes
las ordenaron. Y hay que hacerlo no solo por los casos individuales sino
también por el país que, de seguir así, va directo al fracaso. Mientras chillan
y se desgañitan quienes defienden la fenecida ley ‒háganlo y sigan haciendo así
el ridículo‒ mejor proponer hacer lo debido, para no desaprovechar este gran
chance para el país.
Primero, de una vez por todas hay que
hacer que funcione el sistema de justicia. Que sus instituciones, sobre todo la
Fiscalía General de la República y el Órgano Judicial, sienten precedentes con
los casos publicados por la Comisión de la Verdad. Eso acordaron y firmaron en
Chapultepec hace casi veinticinco años, la moribunda guerrilla y el robusto
primer Gobierno del partido ARENA. El texto decía que “hechos de esa
naturaleza, independientemente del sector al que pertenecieren sus autores,
deben ser objeto de la actuación ejemplarizante de los tribunales de justicia,
a fin de que se aplique a quienes resulten responsables las sanciones
contempladas por la ley”
Podría pensarse en el indulto; pero luego
de tocar lo intocable emitiendo una sentencia condenatoria firme. Si no, las
cosas no cambiarán de fondo y el encierro, el entierro o el destierro seguirán
siendo las opciones para gran parte de las juventudes nacionales que sobreviven
en las mayores y más intolerables condiciones de vulnerabilidad.
Asimismo, deberán promoverse espacios
comunitarios de sanación (ECOS) donde se diga la verdad para escucharla en todo el país y el mundo;
que quede resonando por siempre en la historia y no vuelva a repetirse la
barbarie, como ya ocurrió acá después de la matanza de enero de 1932. También
que suenen y resuenen los perdones solicitados desde la crueldad de los
victimarios y los perdones otorgados desde la generosidad de sus víctimas.
Perdón al que pida perdón y sanción al que merezca sanción, la cual deberá
cumplirse en beneficio de la comunidad.
El castigo ejemplarizante a los que dieron
las órdenes ‒los “imprescindibles” de la barbarie‒ estimulará a que en estos
espacios pidan perdón y cumplan su sanción quienes las recibieron; es decir, los
“prescindibles”. Las personas que participen en los ECOS de la verdad y la
restauración del tejido social, abajo y adentro del hasta ahora siempre
doliente El Salvador, deberán hacerlo con la suficiente información sobre lo
que pueden esperar y con el más claro conocimiento de la oportunidad que este
ejercicio representa para curar la profunda, extendida e infectada herida
nacional.
Con el necesario apoyo psicosocial previo,
victimarios y víctimas serán sus principales protagonistas; deberán serlo,
conscientes de que ese será el punto de encuentro del arrepentimiento de la
maldad pasada y la humildad presente de aquellos, con la abundante nobleza de estas
que crecerá con el conocimiento necesario de la verdad.
La combinación de lo primero y lo segundo,
bien hecho, sin trampas ni dobleces, reducirá en mucho la opción de usar la
justicia retributiva. Esa que necesita tribunales y tribunos, normas y
formalismos que muchas veces la gente ni siquiera entiende, pero que –aún así–
por ser un derecho fundamental no puede ni debe negarse a nadie, imponiendo por
ley una falsa “reconciliación” que solo alcanza para los de siempre: las altas
jerarquías de uno y otro bando.
Si marchan bien los dos primeros recursos
de esta propuesta, el tercero será menos utilizado. Eso sí, para las víctimas
que opten por echar mano del mismo, las tres instituciones integrantes del
Ministerio Público diseñarán en conjunto una estrategia que ‒sin regateos‒
facilite dar respuesta a esas justas demandas.
En función de lo anterior, deberá
promoverse y conseguir toda la contribución posible de la sociedad: de universidades,
iglesias, empresa privada, asociaciones de servicio a la comunidad, organizaciones
y más. También de la “comunidad internacional”, cuya cooperación únicamente será
brindada si se le brindan todas las certezas y garantías de que ahora sí ‒realmente‒
la cosa va en serio.
Hoy por hoy, este es el gran desafío
nacional para sacar al país del peligroso sendero que por casi cinco lustros ha
recorrido; sendero pavimentado por el hambre, fruto de un precario desarrollo
humano digno para sus mayorías populares a causa de la ofensiva desigualdad, la
inaceptable exclusión y la gran corrupción. Sendero, además, encharcado –ayer,
hoy y quizás mañana‒ por la sangre que siguen derramando los sectores siempre
víctimas de violencias atroces, antes políticas y ahora sociales o derivadas de
estructuras criminales.
Manejado por la derecha o por la
izquierda, el vehículo marca El Salvador ha transitado por ese mal camino tras
el fin de la guerra y hasta el pasado miércoles 13 de julio; camino encementado
con un material pernicioso que ya comenzó a romperse: la impunidad sempiterna
sobre la cual nacen, crecen y se reproducen tanto el hambre como la sangre. Dicho
en las cuatro palabras que acordaron los firmantes una paz que solo sirvió para
su beneficio, se trata de la “superación de la impunidad”.
Habría, pues, que redactar y aprobar una
buena legislación que contemple esta y otras propuestas, si las hay. También
habría que imaginar un equipo gestor bien independiente y operativo para
terminar de pulirla y después compartirla; inicialmente por separado con
víctimas, organizaciones sociales, iglesias, partidos políticos, instituciones
integrantes del sistema de justicia, militares, organismos intergubernamentales
y cuerpo diplomático.
¿Amenaza u oportunidad? Lo primero, solo para
quienes se saben culpables; oportunidad, sí, para las mayorías populares que ‒por
culpa de los anteriores‒ no disfrutan aún la paz que les prometieron.
Recordemos al gran Lennon y no le sigamos negando esta oportunidad a la paz…