Se verán cosas
Benjamín Cuéllar
31 de marzo de 2016
En visita
oficial, el presidente estadounidense estuvo en Cuba. Luego, Barack Obama
agarró su avión y se fue a bailar tango en la capital argentina. En La Habana, con Raúl Castro presente,
dijo que había “hecho un llamado al Congreso
para levantar el embargo. Es una carga anticuada que lleva a cuestas el pueblo
cubano. Es una carga para el pueblo estadounidense que quiere trabajar y hacer
negocios o invertir en Cuba”. En Buenos Aires, ofreció desclasificar
archivos militares y de inteligencia, en la víspera del cuarenta aniversario
del cuartelazo encabezado por Jorge Videla y teniendo a la par a su colega
Mauricio Macri, quien agradeció el gesto afirmando que el pueblo argentino
tiene “derecho a saber la verdad de lo que
pasó”.
¿Quién iba a pensar que eso ocurriera? A casi seis décadas de choque feroz
y continuo entre la Casa
Blanca y el régimen de los hermanos Castro, las desavenencias
empezaron a disiparse y todo apunta a que la vieja consigna “Yanquis, ¡go
home!”, dará paso a un afectuoso “Yanquis, welcome”. ¿Quién iba a imaginar a Macri, el acusado de neoliberal
enemigo de “los derechos humanos y las instituciones democráticas”, aplaudiendo
la revelación de otras atrocidades de un gobierno militar que –según se afirma–
favoreció los negocios de su familia?
Será posible, entonces, pensar que algún día en El Salvador las cosas
cambiarán. Si Obama y Raúl se dieron la mano en serio, ¿por qué no lo hacen acá
quienes mandan los dos partidos que han manejado la cosa pública durante casi veintisiete
años? ¿Por qué no cumplen lo que nunca cumplieron del documento que firmaron en
Ginebra, el 4 de abril de 1990? Al cumplirse un año más de ese importante hecho
político, lograr el primer acuerdo en el trayecto de lo que se pensó sería un
proceso exitoso de paz, nunca se han unido en serio para enfrentar los entonces
grandes retos nacionales hoy convertidos en amarguras ciertas y cotidianas para
las mayorías populares.
La unidad de la sociedad –“reunificación” decía el papel– era el último
componente de dicho proceso. Terminar la guerra entre Gobierno y guerrilla era
el primero. Pero esa deposición de armas fue, más bien, la primera de entre sus
“treguas hipócritas” –como decía aquel– para luego continuar en la lucha
interminable dentro del campo de batalla electoral. Los otros dos ingredientes
de la receta teórica acordada en Ginebra para sanar a El Salvador, eran
impulsar su democratización y respetar de forma irrestricta los derechos
humanos de sus habitantes. Pero el papel, dice la gente, aguanta con todo… Tan
es así, que hasta en el baño hay…
Acá ni esos aparatos partidistas son democráticos, mucho menos el país;
acá los derechos de las mayorías populares se violan por la exclusión y la
desigualdad, por la inseguridad y la violencia criminal. No solo, pero sí
principalmente. También, por la impunidad entronizada para favorecer a quienes
desde el conflicto armado –llámense de izquierda o de derecha– mataron, robaron
y estafaron la ilusión popular de vivir en paz. Mientras Obama abre sus
archivos del terror a las víctimas allá en el Cono Sur, acá niegan que existan registros
para no dejar siquiera que se asome la verdad.
Pero pese a las resistencias, se verán y sabrán cosas. Por ejemplo, los
documentos desclasificados por el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto argentino.
El cable 202 de fecha 22 de julio de 1982, del embajador Víctor José Bianculli informaba
que José Guillermo García –entonces general y ministro de Defensa salvadoreño– reconoció
que la Fuerza Armada
de Honduras asesinó a 320 “terroristas” en su territorio, impidiendo su llegada
a campos de refugiados. En el cable 208 del 28 de julio del mismo año, comunicó
que tropas catrachas ocuparon tierra salvadoreña en disputa limítrofe –los
famosos “bolsones”– con conocimiento del Gobierno guanaco. El resultado
publicitado: con tres mil militares y artillería pesada, fueron “cuantiosas
bajas” insurgentes según su colega hondureño. La mayoría de esas
víctimas, obvio, era población civil no combatiente.
García
regresó al país a inicios de este año, deportado de Estados Unidos de América. Responsable
vital de esas oscuras negociaciones con Honduras y de sus sangrientas
consecuencias, acá no tiene problemas con la justicia. Bueno, en realidad es la
justicia la que tiene problemas para hacer lo debido con él. Las manos de las instituciones
están bien sujetas con las cadenas de la impunidad, defensora de criminales. Hace
unos días, un periodista del Diario El Mundo, me preguntó cuál era la causa del
aumento imparable de violencia en el país. Le respondí citando a Gloria Giralt
de Gracía Prieto: “El que mata y queda impune, vuelve a matar”.
Luego expresé: “Las dijo tras descubrir un país que no conocía −El
Salvador real, no el de “arriba y afuera”− tras el asesinato alevoso y a plena
luz del día de su hijo Ramón Mauricio, el 10 de junio de 1994. En su búsqueda
de justicia, se enfrentó a un aparato estatal protector de quienes le
arrebataron a su ser querido a balazos y –sobre todo– de quienes ordenaron esa
ejecución. La impunidad es la principal causa. Pero esta es producto y parte de
unas políticas públicas que a lo largo de la posguerra no han sido integrales,
porque no han sido pensadas y diseñadas pensando en la población víctima
directa o potencial; se han pensado y diseñado pensando en los intereses
partidistas electoreros”.
“La
impunidad es la principal causa de la violencia”, tituló El Mundo dicha
entrevista. El mismo día de su publicación, Ernesto Muyshondt –diputado del
partido ARENA que recién apareció en un video reunido con maras– mandó un tuit
citando ese titular y colocando el enlace para leer el texto completo en la
edición electrónica de dicho rotativo. No digo, pues… ¡Se verán cosas! Más, en
la medida que se acerquen –más y más– las decadentes elecciones para escoger
entre esos dos desarreglos nacionales.
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