Benjamín Cuéllar
Hace
veinticinco años, el 27 de abril de 1991, se firmó uno de los documentos producidos
por el proceso de negociación entre el FMLN –la entonces guerrilla “idealista” y
guerrera– y el Gobierno, dentro del cual se incluía un ejército responsable de
la mayor parte de las atrocidades ocurridas, sobre todo de 1970 en adelante. Los
militares tenían su macabra historia previa en esas prácticas criminales, al
menos desde 1932; también la tenía esa rebeldía insurgente a lo largo de su
accionar, que no fue del todo idílico. Pero bueno, en esa mencionada fecha se
firmaron los Acuerdos de México que fueron, sin duda, esenciales en la
necesaria refundación teórica de un país con graves fallas de origen:
excluyente y desigual desde siempre, plagado de inequidad y desbordante de
iniquidad por oponerse estructuralmente a la honorabilidad y el bien común; además, rebalsado
de impunidad.
Más allá de lo que sea y de lo que fuera, ese
día se logró que las partes beligerantes pactaran en la tierra de Villa y
Zapata importantes reformas constitucionales que –de haber sido apreciadas en
serio– debieron
hecho surgir de a poco un “nuevo El Salvador”. ¿En qué hicieron clic ese par de
enemigos acérrimos que, aún armados hasta los dientes y con rabia en la
comisura de sus labios, estaban frente a frente buscando cómo terminar la confrontación
armada para iniciar el camino hacia la paz? Formalmente,
en mucho.
Hace cinco lustros reformaron la
Constitución. Le metieron mano al sistema judicial. Pactaron la nueva
organización de la Corte Suprema de Justicia, reformaron cómo elegir sus
integrantes y fijaron el monto del presupuesto anual para el funcionamiento de
todo el aparato. Nació el defensor del pueblo, que no bautizaron así adrede por
lo que suponía el mensaje, y estipularon la elección calificada de quienes
dirigirían el Ministerio Público. Redefinieron al Consejo Nacional de la
Judicatura, crearon de la Escuela Nacional de la Judicatura y regularon el
ingreso a la carrera judicial. Importante fue, también, la reforma del sistema
electoral.
Asimismo, lo fue la decisión de enfrentar la
barbarie que volvió víctimas a tantas personas y comunidades a manos de
quienes, ese 27 de abril de 1991, suscribieron los más importantes acuerdos
políticos de las negociaciones tendientes a parar la guerra y dirigir el país
hacia una real convivencia pacífica. Para esto último, coexistir en tolerancia
y concordia, había que investigar los bestiales hechos ocurridos y reparar plenamente
los daños causados, empezando por el castigo de sus autores mediante el trabajo
de las entidades encargadas de impartir justicia, sin importar el estatus del
culpable.
Para eso convinieron instaurar la Comisión de
la Verdad, que debía conocer casos emblemáticos entre las innumerables y graves
violaciones de derechos humanos ocurridas junto a los tantos crímenes de guerra
y delitos contra la humanidad que –durante años– hicieron de esta tierra un
infierno para el pueblo salvadoreño. Infierno del cual, penosamente, aún no sale.
¿Por qué? Entre las principales razones, porque quienes firmaron los afamados acuerdos
terminaron pasándoselos “por el arco del triunfo”. Del partido ARENA, por
supuesto que era de esperarse; pero del FMLN hubo mucha gente que esperaba coherencia con su pasado y no lo
imaginaban aceptando su desnaturalización e, incluso, promoviendo y siendo
parte activa de su violación.
A su dirigencia, entregadas armas libertarias
y quimeras rebeldías, le valió poco o nada ese pueblo maltratado por el que
dijo luchar y se sumó a su eterno rival en la consolidación de un sistema
injusto, por excluyente y desigual. Pasaron del “venceremos” al “venderemos”,
sin reparo ni rubor. ¿Demasiado fuerte lo anterior? Para nada, si los hechos lo
confirman.
En México hace veinticinco años, siendo
guerrilla, acordaron con su entonces enemigo crear la Policía Nacional Civil
para resguardar “la paz, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública,
tanto en el ámbito urbano como en el rural, bajo la dirección de autoridades
civiles”. Así le quitaron a la Fuerza Armada su injerencia en esos menesteres,
para someterla –de forma expresa y sin lugar a dudas– al poder civil. No fue el
FMLN quien comenzó a revertir esto; el primer patrullaje conjunto de militares
y policías se dio el 16 de julio de 1993. Año y medio exacto tras la firma del
Acuerdo de paz de El Salvador, más conocido como el de Chapultepec, ARENA
inició ese peligroso “viaje sin retorno”.
No obstante haberse opuesto a todo lo que
proponía la derecha, siendo oposición, ahora que la izquierda es Gobierno está
haciendo más de lo mismo pero en mayor cantidad y hasta de más baja calidad,
quizás. De la “mano dura” pasaron a la “patada el pecho”. Cierto es que la
delincuencia y la mortandad ya hace ratos rebasaron los límites de lo
tolerable, pero un Estado que se respete no puede saltarse la barda para
combatir esos flagelos. Los militares salen fácil de los cuarteles, pero cuesta
un mundo regresarlos a los mismos.
Eso y más le criticaron con saña a ARENA;
pero hoy, con el poder político en las manos desde hace siete años, parece que ya
sacaron a todos los uniformados “verde olivo” y hasta las reservas llamaron, en
un desesperado intento por no perder las próximas elecciones. Recuerden que
hace veinticinco años en México, señores y señoras “efemelenistas”, le
agregaron una “declaración unilateral” al documento que firmaron junto al
Gobierno de ARENA. No les parecía que la Fuerza Armada siguiese siendo definida
en la Constitución como una “institución permanente”; por ello, dejaron
constancia que entre las reformas que quedaban pendiente de hacer a la Carta
Magna estaba una clave: la desmilitarización.
“Militarismo y democracia –afirmó Ignacio
Ellacuría, el mártir que evocan “del diente al labio” como al beato Romero– son
dos cosas excluyentes. A los militares no los elige el pueblo. Y en estos
países, inmemorialmente y hasta el día de hoy, hay un predominio enorme del
peso militar sobre la vida civil […] A más larga distancia, para favorecer la
democracia en Centroamérica, ¿qué deberíamos hacer? Desmilitarizar la zona. Y,
naturalmente, en eso va la ‘desarmamentización’ del área. Fíjense que ventaja
tendría para la economía de estos países”. Fin de la cita. Entonces, ¿qué pasó?
Contesten. A Ellacuría, acuérdense, lo mataron los militares y nadie los
castigó. ¡Viva la impunidad! ¿Y qué?