Benjamín Cuéllar
Este jueves 5 de noviembre, en Brasilia se inauguró el
evento denominado “Judicialización de la justicia de transición en América
Latina”. Interesante en sí mismo por lo que trató. Pero también porque, además,
el caso salvadoreño fue materia de estudio. Dividido en temas, dentro de los
cuales se incluían preguntas atinentes, había que escoger en el menú del
encuentro qué era pertinente contestar; asimismo, debía seleccionarse por dónde
hacerlo dependiendo de la experiencia de cada país examinado, entre los cuales estaban
algunos del norte, del sur y del centro de estas tierras “ameríndias”
esquilmadas ayer, hoy y ‒ojalá‒ no para
siempre. Había, pues, que hacer el esfuerzo por sincerase con todo de cara a la
realidad. Y había que comenzar por donde es debido: por el principio.
El tema inicial, el de la responsabilidad penal por las
atrocidades cometidas, arrancaba con las siguientes interrogantes: ¿Hubo
concesión de amnistía, indulto o cualquier otra forma de impunidad para los
agentes estatales o no, responsables por las graves violaciones de los derechos
humanos cometidas en su país? ¿Por cuales medios? ¿Cuál fue el tipo de
amnistía? Pues había que responder que sí; que en El Salvador hubo auto amnistía
por la vía legislativa, la cual fue inconsulta, amplia, incondicional y
violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos habidos
y por haber.
¿En caso afirmativo –seguía el cuestionario– las medidas
permanecen vigentes, o han sido anuladas o derogadas? ¿Han sido superadas o
limitadas de modo interpretativo? La respuesta: en El Salvador de hoy, a casi veintitrés
años de aprobada, la amnistía se mantiene vigente. No ha sido ni anulada ni
derogada. Tras la presentación de varias demandas que acumuló, la Sala de lo Constitucional
emitió el 26 de septiembre del 2000 una sentencia “gallo gallina”. Resolvió que
era constitucional. Pero determinó que no debía aplicarse cuando se restringieran la
conservación y la defensa de los derechos humanos fundamentales, tanto de las víctimas
de antes y durante el conflicto armado como los derechos de sus familiares.
Tampoco cuando los
responsables de los delitos hubiesen sido funcionarios en el período
presidencial de Alfredo Cristiani, que es durante el cual se aprobó ese nefasto
“cheque en blanco” de arbitraria protección para los responsables de la
barbarie. En virtud del artículo 244 constitucional, aquella sala bastante sucia
y desordenada ‒con minúscula,
por serlo de hecho‒ desaprobó apocadamente
la amnistía que se recetaron para sí, quienes dirigieron la Fuerza Armada
durante los últimos años de la guerra. Léase u óigase: el general René Emilio Ponce
‒ya fallecido‒ y su “tandona”
aún vivita y coleando. Sobre esa base, entonces, cada juez debía decidir si otorgaba la amnistía o no, en un determinado
caso. Ello,
para mal actual del país, según el Comité
de Derechos Humanos de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) no tuvo “como
consecuencia, en la práctica, la reapertura de investigaciones por estos graves
hechos”.
De todo el universo de atrocidades que se
cometieron, han sido muy pocas las denuncias de las víctimas presentadas ante
una Fiscalía General de la
República históricamente inoperante, tanto en esta como en
otros sensibles asuntos justiciables. Y de esa escasa demanda, solo en una
ocasión se declaró inaplicable la amnistía: en el caso de la masacre en la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), ordenada y realizada
por militares el 16 de noviembre de 1989. Eso ocurrió en el 2000 con los
autores intelectuales, pero fueron
sobreseídos por una ilegal prescripción. A punto de cumplir veintiséis años de
ocurrida, mientras van y vienen los gobiernos de cualquier signo, sus responsables
mediatos e inmediatos permanecen
protegidos por la más absoluta impunidad.
Siempre,
Así las cosas, la amnistía no ha sido superada ni siquiera
de modo interpretativo en el país, no obstante exista la citada sentencia constitucional.
Más aún, dicha ley espuria sigue siendo obstáculo ‒quizás el
principal‒ para alcanzar
la ansiada paz en El Salvador pese a que la Corte Interamericana
de Derechos Humanos le ha ordenado al Estado salvadoreño “abstenerse de recurrir a figuras como la amnistía, la
prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad, así como
medidas que pretendan impedir la persecución penal o suprimir los efectos de la
sentencia condenatoria”.
La impunidad en
El Salvador fue, es y será mientras persista, propiciadora de luto y dolor. Pero
a quienes dizque gobernaron y dizque gobiernan este país ‒donde la sangre corre y corre sin
sequía alguna que la pare‒ esa dolorosa realidad parece que les vale o por lo
menos disimulan muy bien que no. De ahí que la violencia atroz y despiadada,
diaria e insoportable, ya asumida como causa natural de muerte en el país, siga
y siga. En el nombre del padre, pues, del hijo y del espíritu santo también, no
queda más que persignarse aunque no resignarse esa injusticia tradicional.
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