"Es un hecho totalmente condenable tratándose de líderes religiosos, y sobre todo porque se habla de una niña que fue víctima continuada de esta aberración, con ejercicio del poder"... leer más en...
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/11/26/america/1448567863_160911.html
"Todo compromiso establece abiertamente lo que se piensa, lo que se quiere y lo que se va a hacer. Pero también, sobre todo, siempre esconde algo..."
viernes, 27 de noviembre de 2015
lunes, 23 de noviembre de 2015
Alegre rebeldía
Benjamín Cuéllar
Guillermo Hernández, “Albertico”,
se pegó un balazo en la sien el 19 de noviembre de 1971; hay quienes dicen que,
como era en vida, murió “chisteando”. Carlos Álvarez Pineda, “Aniceto Porsisoca”,
cerró del todo su “Oficina para todo” y con sus “puesiyas” se marchó de este
mundo el 9 de junio de 1993. María Teresa Yanes
Moreira, “Doña Terésfora”; quien fuera también personaje en dicha “Oficina”, se
despidió para siempre de su pareja –Mauricio Bojórquez, “Pánfilo a puras
cachas”– el 18 de febrero de 1995. Arístides Alfaro Samper, “Chirajito”
partió de su “Jardín infantil” a otra parcela, quizás más linda, el 22 de enero
del 2010. Estas figuras se lucieron en la radio y la televisión nacionales por
décadas, dejando recuerdo perdurables entre quienes disfrutaron genialidades que
arrancaba sonrisas, carcajadas.
Hubo más que ya partieron, claro
que sí. Pero entre tantos artistas notables de antaño, en medio de una muy
difícil contienda, muchas opiniones coinciden en otorgarle el primer sitial a don
Eladio Velásquez. ¿Cuándo murió? A saber. Pero este singular artista –conocido
como “Chocolate”– recorrió el país de punta a punta con su carpa “México” contagiando
alegría de la buena entre el pueblo pobre, sobre todo. Quién sabe desde cuándo y
hasta qué año, él y “Cañonazo”, “Tortillazo”, “el hombre orquesta” y hasta
“Chirajito” en algún momento, hicieron
las delicias entre hombres y mujeres de todas las edades y de todos los
estratos sociales.
En ese circo, “Chocolate” presentaba
una cándida función infantil; fuera de este, amenizaba cumpleaños y primeras
comuniones. El espectáculo para el público adulto era de antología por su doble
sentido y por su no pocas veces sentido “único”, directo y sin maquillar el chiste
bien “colorado”. En fin, le sacaba a montones las risas a quien fuera; lo hacía
payasada tras payasada pero de las buenas, para gozo de la gente. No de las
entrecomilladas; de esas que, para nuestro mal, se dan a cada rato entre la
farándula politiquera de esta comarca guanaca donde sus personajes tragicómicos
se exhiben en la
Asamblea Legislativa y en la Comisión Interpartidaria ,
en los medios y en las “redes sociales”, fuera del país y dentro de sus
extrañas “asambleas” para “elegir” sus “autoridades”.
A la membresía de esa especie no
le alcanzan las “pistas” para mostrarse tal cual son: coloridos bufones,
charlatanes y sin gracia, al servicio de los dueños de cada una de esas “carpas”
que –más de una vez– las llaman pomposamente “institutos políticos”. A
propósito, teniendo como escenario el Salón Azul legislativo, precisamente, “Chocolate”
fue declarado “artista sobresaliente de El Salvador” y el 9 de noviembre de
1989 recibió el pergamino que lo acreditaba como tal. El primer considerando de
ese decreto reconocía que “por muchas generaciones”, individual “o a través de
grupos artísticos en carpas de circo”, él se perfiló como un artista cómico que
supo “brindar sana alegría a personas adultas y, especialmente,” a la niñez en
el país.
Así, dos días antes de la
ofensiva insurgente que fue la máxima expresión militar de aquella pasada y
lejana rebeldía, esta chispeante estrella circense recibió un homenaje oficial
tras tantos años de bregar en aguas agitadas, derrochando picardía y fiesta. Al
interrogarlo la prensa sobre dicho reconocimiento, con su peculiar agudeza –que
impide transcribir su respuesta– dio a entender lo poco que le importaba. Y
como era costumbre, provocó las risotadas de quienes lo escucharon.
Por cierto, vale la pena traer a
cuenta una anécdota. No es chiste, pues dicen que se trata de un ex funcionario
muy conocido por su pasado antes de ocupar el cargo; hoy, tras su paso por el Gobierno,
vive y disfruta como auténtico “empresario exitoso”. Un día, su hijo le preguntó qué era
la ética política. Serio y molesto, como siempre se mostró cuando se sentía
interpelado con o sin razón, el cumplidor padre prefirió ilustrarlo con un ejemplo.
“Estás en un puesto público importante –dijo– y el gestor de una multinacional
te ofrece doscientos mil dólares, a cambio de adjudicarle el contrato en una
licitación multimillonaria”. Ahí aparece nuestra ética política, porque estás
ante disyuntivas que cuestionan y retan. Tenés que decidir. Difícil pero vital:
agarrás el maletín con los billetes y te callás, o averiguás cuánto le ofreció
a los demás para sacarle algo mejor; pedís que el dinero te lo den cheque o
mejor en efectivo”.
Esa, hablando en serio, no es ética
política. Es la “ética”, igual entre comillas, de quienes vegetan a gusto y
bien redituados en la “partidocracia”. Pero en ese entorno turbio también existen
personas “extrañas”, “raras” por ser dignas. Abundan entre las primeras quienes
solo pueden decir, cuando agradecen una invitación, “me siento honrada”; las
segundas, escasas, son honradas sin más por ser rectas y porque honran su
compromiso con el pueblo sufrido al que el gran “Aniceto Porsisoca” le escribió
la siguiente “puesiya”:
“Si usté supiera, patrón, lo que es
estar en el mundo no teniendo qué comer. Vivir con seis riales diarios, con
familia y aflicciones, más trabajo y sin raciones. ¡Esto ya no puede ser! Pero
usté qué sabe déso,… del campesino. Déso no hay en el casino, solo hay bebida y
placeres […] Qué sabe usté de sufrir, si vive con paz y calma. Quisiera verlo,
patrón, achicharrándose el alma para poder existir”.
¿Cuánta falta hacen para cambiar de
verdad, no solo como promesa electoral, esa realidad tan bien descrita en esta
“puesiya” de Aniceto? ¿Cuánta falta hacen quienes sin
pedir nada a cambio entregaron todo? ¡Hasta la vida! “Juancito” Chacón,
“Quique” Álvarez Córdova, Manuel Franco, Humberto Mendoza, Doroteo Hernández,
Enrique Escobar Barrera… Vuelvan de la terrible masacre impune en la que
fallecieron, esa que ya ni sus ex “compas” recuerdan como debe ser, ocurrida en
aquel pavoroso 27 de noviembre de 1980. Hace veinticinco años, ya.
Vuelan por favor, encarnados en
sangre ardiente y liderazgos nuevos, a sacar de la anquilosada burocracia
partidista la alegría de una rebeldía robada e instálenla en este tiempo.
Alegría y rebeldía que en mancuerna, ni cómodas ni acomodaticias –mucho menos
complacientes– son la única solución para que este país no vuelva a tocar el fondo
del barranco.
domingo, 22 de noviembre de 2015
Yo vengo de tierra adentro
Benjamín Cuéllar
Este miércoles 11 noviembre, a cinco días
de otro aniversario de la masacre en la Universidad Centroamericana "José
Simeón Cañas" (UCA), en la ciudad colombiana cuna del “patrón del mal”
tuvo lugar un coloquio entre los tantos realizados en medio de la apoteósica
séptima conferencia de CLACSO, siglas del Consejo Latinoamericano de Ciencias
Sociales. En la misma participaron representantes de la UCA. Organizado y
coordinado por el querido colega y amigo, Eduardo Alfonso Rueda, el coloquio
mencionado proponía una discusión académica y vivencial, abierta y libre. A
final de cuentas, resultó ser un encuentro en el cual –además– se rindió merecido
homenaje al maestro Guillermo Hoyos Vásquez, filósofo colombiano y pensador
comprometido con su país, la democracia y los derechos humanos desde la cátedra
y el quehacer político no partidista, honesto y coherente.
Ya instalados en una sala dentro de la
Plaza Mayor de Medellín, ciudad transformada para bien, Eduardo –profesor de la
Universidad Javeriana en Bogotá y Premio de investigación en Bioética 2011, de
la Fundación Víctor Grifols i Lucas 2011– introdujo el tema: “Democracia y
derechos. Entre la crítica y la utopía”. En ese escenario, consideré necesario
presentar el caso salvadoreño de forma descarnada, tal como se ha vivido y
sufrido: como un proceso pacificador frustrado y frustrante sobre el cual hay
quienes aún opinan que, con sus altas y bajas, ha sido y es “exitoso”.
Al público presente en la sesión,
entonces, había que dejarle clara la realidad real salvadoreña en la posguerra.
No se trataba de realizar en su presencia un ejercicio de masoquismo didáctico.
Pretendía, más bien, un compartir sincero. Sobre todo para que en la Colombia
que se espera edificar, no se haga lo que acá. Que no se cometan las mismas
barrabasadas, picardías e insensateces políticas, económicas, sociales y
mediáticas para favorecer “patrones del mal” entre victimarios impunes,
empresarios cínicos y delincuentes de otros niveles.
Que conste: como en Colombia, en El
Salvador no todos los empresarios son así; pero de que hay malandrines, los
hay. A esos sectores minoritarios privilegiados, le han servido muy bien las conducciones
del Estado desde que terminó la guerra hasta el día de hoy. No importa con qué
mano lo hayan hecho, izquierda o derecha, la constante ha sido “meter las
patas” en detrimento de las mayorías populares.
Al recibir la invitación para asistir a la
conferencia de CLACSO, como reflejo condicionado, vinieron como rayo a mi mente
unos versos del mejor exponente vivo del son arribeño. “Yo vengo de tierra
adentro –canta Guillermo Velásquez– y hay en mí un cruce de herencias,
ímpetus, mitos y creencias que en encuentro y desencuentro desestimo o
reconcentro, armonizo o descoyunto. Soy de un tiempo ya difunto y de otro que
quiere ser. Para más darme a entender, yo soy lo que soy y punto”.
¿Qué relación hay entre el coloquio en
mención y las anteriores estrofas del “huapanguero” guanajuatense, allá en el
México lindo y “qué herido”? Pues, para
mi gusto y disgusto, mucha. Colombia y El Salvador son tierras con historias –inspiradoras
unas y aterradoras otras– dentro y entre las cuales se tejen marañas de
sensaciones y emociones, devociones e inspiraciones… También lamentaciones y
muchas. Tierras donde se ha luchado por dejar de ser, desde las entrañas de sus
propios y ancestrales males, para llegar a ser en la liberación de los mismos…
Tierras adentro, la colombiana y la salvadoreña –como la mexicana–
ensangrentadas; tierras que son, han sido y serán…
Han sido, para bien, el teatro de
operaciones en las batallas por la defensa inalienable de los derechos humanos
y la protección de las víctimas. Han sido, para mal, calles y caminos por donde
transita la gente que se desplaza dejando atrás humildes viviendas, escasos
haberes y comunidades azotadas por la violencia criminal. Quién sabe cuántas
personas han visto caer en pedazos sus proyectos de vida, abandonando sus
comarcas para al menos salvarla.
Todo eso lo tratan de cubrir con
negociaciones y procesos de “paz”, entre quienes mucho tienen que ver con la
maquila del sufrimiento y la desgracia para las mayorías populares. Ojalá en
Colombia las víctimas irrumpan en lo que se viene, siendo parte de un proceso
de pacificación real para evitar que fracase en su perjuicio; para impedir que
solo los firmantes de los acuerdos se beneficien, apropiándose de su conducción
y dejando que aquellas únicamente reciban solo una parte de lo que les sobre.
Esto
último ocurre cuando las mafias politiqueras juegan sucio. Los ilusionantes
y promisorios “nuevos países” terminan
siendo, en palabras del maestro Hoyos, “democracias fetiche”, Como la
salvadoreña de la posguerra. Segundo Montes iba a participar en un evento que
se realizó, fuera del país, en diciembre de 1989. No pudo viajar. Lo masacraron
antes junto a Julia Elba, Celina y sus colegas jesuitas, el 16 de noviembre.
Pero al final del texto que leería, quedó algo que a la tierra colombiana y sus
mayorías populares –ahora que les ha llegado la hora– les viene bastante bien para
considerarlo: “No es tiempo todavía de cantar victoria por la vigencia de los derechos
humanos, pero tampoco es tiempo aún para la desesperanza”.
martes, 10 de noviembre de 2015
Injusticia tradicional
Benjamín Cuéllar
Este jueves 5 de noviembre, en Brasilia se inauguró el
evento denominado “Judicialización de la justicia de transición en América
Latina”. Interesante en sí mismo por lo que trató. Pero también porque, además,
el caso salvadoreño fue materia de estudio. Dividido en temas, dentro de los
cuales se incluían preguntas atinentes, había que escoger en el menú del
encuentro qué era pertinente contestar; asimismo, debía seleccionarse por dónde
hacerlo dependiendo de la experiencia de cada país examinado, entre los cuales estaban
algunos del norte, del sur y del centro de estas tierras “ameríndias”
esquilmadas ayer, hoy y ‒ojalá‒ no para
siempre. Había, pues, que hacer el esfuerzo por sincerase con todo de cara a la
realidad. Y había que comenzar por donde es debido: por el principio.
El tema inicial, el de la responsabilidad penal por las
atrocidades cometidas, arrancaba con las siguientes interrogantes: ¿Hubo
concesión de amnistía, indulto o cualquier otra forma de impunidad para los
agentes estatales o no, responsables por las graves violaciones de los derechos
humanos cometidas en su país? ¿Por cuales medios? ¿Cuál fue el tipo de
amnistía? Pues había que responder que sí; que en El Salvador hubo auto amnistía
por la vía legislativa, la cual fue inconsulta, amplia, incondicional y
violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos habidos
y por haber.
¿En caso afirmativo –seguía el cuestionario– las medidas
permanecen vigentes, o han sido anuladas o derogadas? ¿Han sido superadas o
limitadas de modo interpretativo? La respuesta: en El Salvador de hoy, a casi veintitrés
años de aprobada, la amnistía se mantiene vigente. No ha sido ni anulada ni
derogada. Tras la presentación de varias demandas que acumuló, la Sala de lo Constitucional
emitió el 26 de septiembre del 2000 una sentencia “gallo gallina”. Resolvió que
era constitucional. Pero determinó que no debía aplicarse cuando se restringieran la
conservación y la defensa de los derechos humanos fundamentales, tanto de las víctimas
de antes y durante el conflicto armado como los derechos de sus familiares.
Tampoco cuando los
responsables de los delitos hubiesen sido funcionarios en el período
presidencial de Alfredo Cristiani, que es durante el cual se aprobó ese nefasto
“cheque en blanco” de arbitraria protección para los responsables de la
barbarie. En virtud del artículo 244 constitucional, aquella sala bastante sucia
y desordenada ‒con minúscula,
por serlo de hecho‒ desaprobó apocadamente
la amnistía que se recetaron para sí, quienes dirigieron la Fuerza Armada
durante los últimos años de la guerra. Léase u óigase: el general René Emilio Ponce
‒ya fallecido‒ y su “tandona”
aún vivita y coleando. Sobre esa base, entonces, cada juez debía decidir si otorgaba la amnistía o no, en un determinado
caso. Ello,
para mal actual del país, según el Comité
de Derechos Humanos de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) no tuvo “como
consecuencia, en la práctica, la reapertura de investigaciones por estos graves
hechos”.
De todo el universo de atrocidades que se
cometieron, han sido muy pocas las denuncias de las víctimas presentadas ante
una Fiscalía General de la
República históricamente inoperante, tanto en esta como en
otros sensibles asuntos justiciables. Y de esa escasa demanda, solo en una
ocasión se declaró inaplicable la amnistía: en el caso de la masacre en la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), ordenada y realizada
por militares el 16 de noviembre de 1989. Eso ocurrió en el 2000 con los
autores intelectuales, pero fueron
sobreseídos por una ilegal prescripción. A punto de cumplir veintiséis años de
ocurrida, mientras van y vienen los gobiernos de cualquier signo, sus responsables
mediatos e inmediatos permanecen
protegidos por la más absoluta impunidad.
Siempre,
Así las cosas, la amnistía no ha sido superada ni siquiera
de modo interpretativo en el país, no obstante exista la citada sentencia constitucional.
Más aún, dicha ley espuria sigue siendo obstáculo ‒quizás el
principal‒ para alcanzar
la ansiada paz en El Salvador pese a que la Corte Interamericana
de Derechos Humanos le ha ordenado al Estado salvadoreño “abstenerse de recurrir a figuras como la amnistía, la
prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad, así como
medidas que pretendan impedir la persecución penal o suprimir los efectos de la
sentencia condenatoria”.
La impunidad en
El Salvador fue, es y será mientras persista, propiciadora de luto y dolor. Pero
a quienes dizque gobernaron y dizque gobiernan este país ‒donde la sangre corre y corre sin
sequía alguna que la pare‒ esa dolorosa realidad parece que les vale o por lo
menos disimulan muy bien que no. De ahí que la violencia atroz y despiadada,
diaria e insoportable, ya asumida como causa natural de muerte en el país, siga
y siga. En el nombre del padre, pues, del hijo y del espíritu santo también, no
queda más que persignarse aunque no resignarse esa injusticia tradicional.
domingo, 1 de noviembre de 2015
Día de “muertos”, “país de muertes”
Benjamín Cuéllar
Se acerca el primero de noviembre. Será este domingo cuando
en todo El Salvador se conmemore el “día de todos los santos”; en todo El
Salvador aunque no toda su población, por la diversidad de creencias y cultos.
Luego, el lunes 2, se recordarán los llamados “fieles difuntos”. Esas fechas,
en el país, siempre son de un enorme significado y generan variados
sentimientos. ¿Por qué? Pues por lo obvio: la tradición. Pero no solo por eso.
También porque las personas que fallecieron violentamente, con todo el
sufrimiento que padecen sus familias, lastimosamente han sido el eterno
“calvario” para las mayorías populares en esta dolida parcela. En medio de esa periódica
y eternizada realidad, a la gente que la padece no le queda más que ponerse en
manos del santo o la santa de su mayor devoción.
A lo largo y ancho del territorio nacional, según el
director de la Policía Nacional Civil, durante el fin de semana recién pasado
fueron setenta y dos las víctimas mortales. El comisionado Mauricio Ramírez Landaverde
agregó, el lunes recién pasado, que ya suman 4,500 las de todo el presente año.
Ese mismo día fallecieron más, al siguiente más y al otro más… Y así, la de nunca acabar. En ese campo
de batalla nacional no hay que hablar de una guerra, ni cansarse de repetirlo.
Hay que hablar de tres: entre maras, contra las maras y de las maras contra las
personas decentes e indefensas.
De estas últimas, cabe decir que no tienen seguras ni sus
vidas ni sus pocas pertenencias. Solo las tienen quienes viven en el confort y
la opulencia, con la seguridad que les brinda tener recursos en abundancia. Al
resto lo que le toca es caminar −cotidiana y llena de miedo− por el filo de la
navaja sorteando cintas amarillas que rodean cuerpos inanimados tendidos en el
suelo, ante los cuales se detiene un instante a observarlos, pensando en una
posibilidad cercana y cierta a todas luces: la de estar quién sabe cuándo en
esa misma posición y lugar. Le toca, además, andar esquivando las balas que van
y vienen de acá para allá y de allá para acá en medio de enfrentamientos
armados, como en los tiempos de antes: a plena luz del día y cada vez más
frecuentes.
Esas muertes no deberían seguir ocurriendo cuando faltan
unos meses ‒menos de tres‒ para que vuelvan a encenderse los reflectores, a
sonar las trompetas y a escucharse los aplausos en torno a un glorificado
“proceso de paz” que está por cumplir veinticuatro años, el próximo 16 de
enero. Esas muertes son las que desmienten el discurso optimista que habla de
logros y avances, cuando proviene del lado oficial; esas muertes son las que cuestionan la sinceridad de las críticas
y condenas, surgidas desde el lado opositor. Desde el fin de aquella su guerra,
gobiernos y oposiciones van y vienen mientras las muertes no se detienen.
Niñas y niños, adolescentes y jóvenes, hombres y mujeres de
cualquier edad junto a policías y militares, jueces y fiscales… La lista es
larga, amplia y sigue creciendo. Son casi cinco lustros de una falsa “paz”, de
una “paz” armada y feroz; son casi cinco lustros de quién sabe cuántas
víctimas, tanto las que mueren directamente como sus familias, también víctimas
al quedar muertas en llanto. Igual lo son las comunidades anegadas en sangre y
abatidas por todas las manifestaciones de violencia e inseguridad.
El “día de todos los santos” y el de “los fieles difuntos”
que se acercan, en El Salvador ya no tendrían que ser un par más en el
calendario ni solo deberían estar dedicados a los rezos y los recuerdos.
Deberían comenzar a convertirse en los días de la indignación, la unión y la
acción de todas las víctimas para cambiar de veras la realidad actual. Tienen
que juntarse para ello las víctimas de antes, durante y después de aquella
guerra librada entre los grupos de poder, cuyas dirigencias negociaron y
acordaron terminarla; esas dirigencias, junto a sus alianzas de la posguerra –antes impensables
algunas− son las únicas que han disfrutado la supuesta “paz” salvadoreña.
Mientras, las mayorías populares solo conocieron y conocen
la de los cementerios. Ahí van día tras día a ser sepultadas o cada año, el 2 de noviembre,
de visita a rezar por sus seres queridos. Ahí esperan para ser enflorados,
quienes no siguieron el consejo de Serrat en su “Pueblo blanco”: “Escapad gente
tierna, porque esta tierra está enferma. Y no esperes mañana lo que no te dio
ayer, que no hay nada que hacer”. Pero como no pueden escapar las mayorías
populares en pleno y parece que todavía hay algo que hacer, “quizás mañana
sonría la fortuna”…
Pero esa fortuna que anuncia el catalán en su canción, nunca
les sonreirá de no rebelarse contra ese fatal estado de cosas y contra los
responsables del mismo. Si no asumen el protagonismo masivo e insumiso, con objetivos
claros y sin pérfidos liderazgos de cara a la defensa de sus derechos humanos, no
faltará mucho para que llegue el tiempo también de enflorar las pocas esperanzas
que aún puede que les queden.
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