“Si hay días que
vuelvo cansado, sucio de tiempo, sin ‘para amor’… es que regreso del mundo; no
del bosque, no del sol”. En esos días, canta el flautista de Hamelin caribeño,
la rabia se vuelve vocación. Porque la injusticia agota a las personas y las
comunidades; anula sus ilusiones. Y la violencia les enloda su tiempo y su
existencia, sus alegrías y sus amores. Ese es el mundo en el que ha nacido,
vivido y fallecido tanta gente en este país llamado El Salvador. El país del
“sálvese quien pueda”, pero huyendo del mismo porque solo afuera se ve en lontananza
–allá bien lejos– un dejo de esperanza. Un país donde las oportunidades son negadas
a montones por la exclusión; donde la sangre es derramada a borbollones por el
accionar imparable e imperdonable, desde siempre, de una criminalidad organizada
que antes actuaba empotrada en el aparato estatal represivo y ahora lo hace
–terriblemente desatada– mediante estructuras fácticas de poder ante un Estado
que, magullado, no necesita más golpes para desnudarse en su impotencia.
¿Qué está a la base
de todo eso? La impunidad que protegió y protege –desde hace treinta y tres
años– a delincuentes de altos vuelos responsables de la desaparición forzada de
Patricia Emilie Cuéllar Sandoval, llevada a cabo el 28 de julio de 1982. Horas
después, cerca de la media noche sacaron –para desparecerlo– al entonces
gerente de la Asociación Salvadoreña de Industriales, Mauricio Cuéllar Cuéllar,
y a Julia Orbelina Pérez. El primero, padre de Patricia; la segunda, empleada
de él. De Julia Orbelina, inicialmente, los guardias nacionales que
“investigaron” la consideraron posible sospechosa del “secuestro” de Mauricio;
por ello, sugirieron vigilar su casa. ¡Habráse visto!
El “pecado” de
Patricia: haber trabajado en el Socorro Jurídico Cristiano en tiempos del ahora
beato, monseñor Óscar Arnulfo Romero. El de Mauricio: ser papá de Patricia. ¿Y
el de Julia Orbelina? Trabajar al servicio de Mauricio desde hacía apenas dos
meses. ¿Quiénes debieron haber sido llevados ante la justicia por estos tres
crímenes contra la humanidad? Sus autores directos, obviamente. Para ello, se
debió indagar quiénes fueron. Pero no. Las pesquisas se limitaron a interrogar
personas, familiares y vecinos de Mauricio y Julia Orbelina, que dijeron no
saber nada.
Diligentes para eso,
no fueron los “servidores públicos”. Pero sí para saquear el apartamento de
Patricia, la misma noche del día en que la desaparecieron. El padre de sus dos
hijas y de su hijo así lo consignó en el hábeas corpus que solicitó, señalando
como autores del desvalijamiento a “soldados del ejército uniformados” a bordo
de un picop azul y un yip verde. Tres viajes realizaron para consumarlo. Con
ese dato se pudo haber planteado una línea de investigación tendiente a
esclarecer los hechos en serio, para determinar el paradero de las tres
víctimas e impartir justicia empezando por quienes se las llevaron.
Pero nada que ver.
En este país, dejado de la mano de Dios pese a ser tocayos, eso no pasaba ni pasa
cuando son “peces gordos” los que bucean en las aguas de la delincuencia
estatal o particular. Investigar a los directamente involucrados, atraparlos,
juzgarlos y encarcelarlos, supone siempre un peligro para quienes ordenan,
financian, encubren y toleran. Si no pregúntenle al general Eugenio Vides
Casanova, en aquella época director de la temible Guardia Nacional, porqué lo
deportaron de Estados Unidos de América. De allá, donde se pensaba seguro, lo
echaron por violador de derechos humanos; pero acá regresó y fue recibido con
protección policial; también con aplausos y vítores de militares aliados
políticamente con el partido oficial, al menos para las pasadas elecciones
municipales en San Salvador.
Las cabezas de la
cadena de mando castrense en julio de 1982, debieron procesarse y condenarse por
el caso anterior. Tanto el comandante general de la Fuerza Armada como el
ministro de Defensa y Seguridad Pública. Pero no. El primero era Álvaro Magaña
y ya murió; el segundo era el general José Guillermo García, quien viene detrás
de Vides Casanova. Si en algún momento tuvo algún temor García por su próxima
deportación, lo ocurrido con su colega debe haberlo aliviado.
Lo mismo que pasó con
los autores materiales e intelectuales de esas tres desapariciones realizadas por
la Fuerza Armada –a la fuerza, hace
treinta y tres años– ocurrió este día hace cuatro décadas con los autores
mediatos e inmediatos de la fiera carnicería llevada a cabo en la ciudad
capital, sobre la veinticinco avenida norte. El 30 de julio de 1975, principalmente
entre el colegio Externado de San José y el Instituto Salvadoreño del Seguro
Social, quedaron las calles y las aceras regadas con la sangre de estudiantes
universitarios y pueblo que acompañaba su protesta. Pero además de las víctimas
mortales, hubo muchas desaparecidas.
De nuevo la
pregunta. ¿Quiénes debieron ser investigados, procesados y sancionados? Los que
jalaron gatillos para matar y capturaron para desaparecer. Pero también los
máximos jerarcas de la milicia: el coronel Arturo Armando Molina y el general
Carlos Humberto Romero. Sin embargo, la historia se repitió: a ese par,
presidente y ministro, nadie los tocó pese a que una comisión especial para
buscar presos políticos desaparecidos creada tras el golpe de Estado –ese sí,
de verdad– recomendó juzgarlos y sancionarlos a finales de 1979.
Esa violencia
estatal impune en sus orígenes, junto a la insurgente, fue lo que empujó el
país al despeñadero –poco a poco, pero derechito– hasta tocar fondo con la
ofensiva del “Farabundo Martí” guerrilla, en noviembre de 1989. Hasta entonces,
el principal teatro de operaciones estaba instalado en el otro El Salvador: el
de la pobrería, de las mayorías populares. La guerra no había alcanzado con todo
su ímpetu al de la etiqueta y el glamour. Sí había golpeado a más de alguno de
sus representantes, funcionarios o no. Pero hasta ahí.
Los feroces
combates que se dieron durante esa acometida bélica fueron enfrentados no solo
con las tropas gubernamentales; también con la cadena nacional de emisoras
radiales y canales televisivos. Los rebeldes no eran más que “delincuentes
terroristas”, que atentaban contra las instituciones. Pero la “heroica” Fuerza
Armada se encargaría de ponerlos en su sitio y la ciudadanía honrada no tenía
porqué temblar. Eso decía la propaganda oficial. Pero también, a través de un
“micrófono abierto” desde la Radio Cadena Cuscatlán, esa supuesta “ciudadanía
honrada” vociferaba pidiendo las cabezas de Ignacio Ellacuría –rector de la Universidad
Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA)– y de “los jesuitas” en
general. Varios de ellos, que ni la debían ni la temían, terminaron ejecutados
por esa misma “gloriosa” Fuerza Armada.
Da rabia recordar
todo lo anterior. ¡Claro que sí! Pero más rabia da que pasados veinticinco años
de la masacre en la UCA, treinta y tres de la desaparición forzada de Patricia
–junto a la de su padre y la de su recién empleada– y cuarenta de la atrocidad
conocida como “el 30 de julio”, este país no haya cambiado de fondo. Parecido a
lo que pasa ahora con el “paro”, “boicot” al transporte o como le quiera llamar
la propaganda del “Farabundo Martí” Gobierno. La violencia y la inseguridad que
han permanecido instaladas en la periferia durante la posguerra, ahora ya comenzaron
a tocar –con los miedos y aprehensiones que las acompañan– las puertas de la
metrópoli. Es la herencia y la vigencia de la impunidad dentro de un Estado
débil con el fuerte y fuerte con el débil. ¿No es así, padres José María
Tojeira e Ismael Moreno?
Por eso también
siguen, actuales y ardientes, las injusticias que al gran Silvio le generaron tanta
rabia: la “bomba de muerte”, el “imperio asesino de niños”, el cariño podrido,
la niñez con frío que clama a sus madres, el “mío –eso es mío, solo mío–, el “bebo pero no me mojo”, el “miedo a perder el manojo”, el “hijo zapato de tierra”, el “dame o te hago la guerra”, el “todo tiene su momento”, “el grito se lo lleva el viento”, “el oro sobre la conciencia, el “¡coño! paciencia, paciencia”… En fin, la “rabia simple” de los hombres y las mujeres silvestres. De todo eso y más sigue sembrado un camino ya recorrido, cuyo destino es bien conocido.
la niñez con frío que clama a sus madres, el “mío –eso es mío, solo mío–, el “bebo pero no me mojo”, el “miedo a perder el manojo”, el “hijo zapato de tierra”, el “dame o te hago la guerra”, el “todo tiene su momento”, “el grito se lo lleva el viento”, “el oro sobre la conciencia, el “¡coño! paciencia, paciencia”… En fin, la “rabia simple” de los hombres y las mujeres silvestres. De todo eso y más sigue sembrado un camino ya recorrido, cuyo destino es bien conocido.
Pero, no obstante, habrá días para volver cargados “con
muchas flores, mucho color”, para
ponerlas “en la risa, en la
ternura, en la voz…” Habrá días en que esas flores mojaran las camisas, para teñir sus sudores. Los habrá, sí.
Pero solo si la gente, más allá de los poderes que ahora la oprimen de tantas crueles
maneras, vuelva a creer en su poder y se vuelva organizar con autonomía,
imaginación, creatividad y un solo compromiso: el de ejercerlo para hacerlo valer.