Benjamín Cuéllar
Durante los primeros días de junio, hubo que presentar en Brasilia
el caso salvadoreño en un evento organizado por la Red latinoamericana de
justicia transicional. “Contra la impunidad y el olvido: justicia y archivos”. Así
se llamó el mismo. Había que responder un cuestionario para contribuir a establecer,
en lo posible, una visión aproximada de lo que se está realizando al respecto
en buena parte de la región; también para
exponer de viva voz la situación de cada país incluido en el estudio. Pero a la
hora de contestar las preguntas formuladas desde lo que ha ocurrido en el país,
pasados veintitrés años desde el fin de la guerra, uno siempre lo hace con una
mezcla de indignación y rabia; pero, sobre todo, con un gran dolor y tamaña vergüenza
pensando en las víctimas a las que ningún gobierno de la posguerra –ninguno– ha
reivindicado sus derechos a la verdad, la justicia y la reparación integral.
Sobre la responsabilidad penal, las preguntas iniciales eran estas: ¿Hubo concesión de amnistía, indulto o cualquier otro modo de extinción de punibilidad, de los agentes responsables por las graves violaciones de derechos humanos cometidas? ¿Por cuales medios? ¿Cuál fue el tipo de amnistía? Pues sí, sí la hubo. No había más que decir. Cómo no hubiese preferido asegurar que esa barbaridad normativa, aunque existió, ya estaba derogada. Pero no, sigue vigente veintidós años después ese decreto, aprobado por
El interés de las encargadas del estudio, al existir y mantenerse
la amnistía, apuntaba a saber si había sido limitada de forma interpretativa. Afirmativo.
La ahora más famosa de las cuatro salas que integran la Corte Suprema de
Justicia emitió, el 26 de septiembre del 2000, una sentencia. Hoy querida y
odiada, sus integrantes de hace casi década y media resolvieron que era
constitucional; pero determinaron que solo debía aplicarse, cuando no se hubieran violado
los derechos humanos fundamentales de las víctimas de antes y durante la guerra;
tanto de quienes lo fueron directamente, como de sus familiares también
víctimas. Esos derechos son los que contempla el segundo artículo de la Carta Magna.
También estableció
que no se debía aplicar a los responsables de los crímenes, cuando los hubieran
cometido siendo funcionarios durante el período presidencial en que se decretó esa
amnistía, en virtud del artículo 244 constitucional. Así, pues, la Sala de la época descartó que
se auto recetaran esa “gracia” –entre otros personajes– los miembros del alto
mando castrense durante el Gobierno de Alfredo Cristiani. Sobre esa base,
entonces, cada juez debía decidir si la
otorgaba o no en cada caso. Pese a ello, según el Comité
de Derechos Humanos de la
Organización de Naciones Unidas (ONU), ese “precedente
judicial” no tuvo “como consecuencia, en la práctica, la reapertura de
investigaciones por estos graves hechos”. Como dicen por ahí: “¡Por gusto!”.
De todo el universo de atrocidades que se cometieron, entonces,
han sido muy pocas las denuncias. Y de esa escasa demanda, solo se declaró
inaplicable la amnistía para los autores intelectuales de la masacre en la Universidad
Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). Al surgir la oportunidad,
se exigió a la
Fiscalía General de la República investigarlos, juzgarlos y sancionarlos.
Tan legítima iniciativa no progresó pues las autoridades fiscales y judiciales
conspiraron para mantenerlos protegidos. De la audiencia inicial no pasó a más
pues la juez, aunque no los amnistió, determinó ilegalmente que la acción penal para perseguir esos crímenes había
prescrito. El “proceso judicial” contra los autores materiales en 1990 y 1991, así
como el intento que culminó con la citada audiencia inicial, no fueron más que
tremendos fraudes propios de un sistema fraudulento. Por eso, este caso está en
la Audiencia Nacional
de España desde el 2008.
Así las cosas, a la hora de la verdad, la amnistía no se ha
superado ni siquiera con la interpretación constitucional de hace quince años. Sigue
siendo obstáculo pese a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos mandó al
Estado –en el caso de la masacre en El Mozote y los cantones aledaños– “abstenerse de recurrir a figuras como la amnistía, la
prescripción y el establecimiento de excluyentes de responsabilidad, así como
medidas que pretendan impedir la persecución penal o suprimir los efectos de la
sentencia condenatoria”. Tal decisión del tribunal regional no ha contribuido entonces,
desde el 2012 a
la fecha, a superar la impunidad en el país. Dicha Corte ya había emitido otros
fallos que, de igual forma, no empujaron los cambios internos; deplorablemente,
han sido irrelevantes en la modificación para bien del sistema interno en su
conjunto, salvo “rarezas” tales como el actuar de la actual Sala de lo
Constitucional y de una reducida cifra de integrantes de la judicatura.
Las pocas causas en sede judicial, caminan “a paso de
tortuga”… cuando caminan. La mayoría de las demandas, que en serio no son
muchas, se estancan en una Fiscalía General que –desde las reformas
constitucionales producto de los acuerdos para superar la guerra y hasta el
2010– mantuvo el monopolio de la acción penal. Su desidia o, de plano, su negativa a investigar en aras de eternizar la
impunidad, situaba en palmario detrimento y peor desamparo a las víctimas. Por
ello, la Sala de
lo Constitucional determinó, en el 2010, regular la figura “del querellante adhesivo a
fin (de) que pudiera autónomamente –es decir, ya no de forma complementaria–
iniciar y proseguir una persecución penal en aquellos casos en que la autoridad
respectiva –por desinterés o cualquier otro motivo– no quiera penalmente
investigar o no quiera proseguir con el proceso penal”.
Pero por falta de
información o de recursos económicos, este cambio tampoco ha influido en favor
de las víctimas para hacer de lado el manto de impunidad que cubre a los
perpetradores. Así, pues, sigue sin pronunciarse una tan sola condena. A los
dos obstáculos anteriores, amnistía y prescripción arbitrariamente
argumentadas, se debe agregar un hecho poco estimulante: activada la querella
adhesiva, la investigación siempre quedaría en manos del ente que se ha
encargado, antes de y durante toda la posguerra, de ser el muro de contención
para investigar. Léase, la mentada Fiscalía General.
Ese es el escenario de la “paz” sin
justicia en El Salvador. Es la realidad de un país que se ofrece al mundo –se
ofrecía, más bien– como ejemplo de democratización, basada en el respeto
irrestricto de los derechos humanos. Nada más falso. Acá hubo una matanza en
1932 que quedó en la impunidad, asegurada por una amnistía para sus autores; igual
pasó, después de la guerra, en 1993. Y sobre la impunidad se instalan –para
favorecerse– los delincuentes genocidas, corruptos y traficantes de lo ilícito
que tienen arrodillado al país. Vista la historia y de no corregir el rumbo, ese
país acorralado por la violencia y la exclusión va directo a otro estallido. ¿Quiénes
deben darle la vuelta, con todo, al timón nacional? La “clase media”, las
mayorías populares y toda persona medianamente demócrata, pero del todo
indignada y dispuesta a la acción. La “clase política”, escasa de casta, ya
demostró que no.