Benjamín Cuéllar
Es madrugar con la cabeza erguida a trabajar en
la casa para el resto de la familia, a veces con la sonrisa por la ilusión de un
nuevo día que se encarga –rápido e implacable– de arrancársela de cualquier forma.
Es vivir condiciones despiadadas y ofensivas, que no perdonan y que son
imperdonables. Es dolor de cuerpo y alma en una puesta en escena cotidiana, que
es su dolorosa realidad. Es, con la mirada alicaída o del todo caída, moverse
perdida en sus recuerdos y en sus pocas posibilidades de salir de ese círculo
infernal de las muertes lenta y violenta. Es prestarse a descansar tensa en la
noche, bien noche, sin saber qué pasará mañana. Es ser madre, hermana, hija,
tía, amiga, esposa, compañera de vida, sufriente nunca consolada y siempre
relegada, amenazada, violada, ejecutada, desaparecida… Es ser, simple y
sencillamente, parte de una buen parte de la población en este país: mujeres
echas trizas en su vida y en la de su descendencia.
A ellas les han entonado cantos de sirena todos
los gobiernos. Dijeron y dicen, donde se pudo y se puede,
que todo va mejor. Que la culpa de lo malo es por lo mal que gobernaron otros,
pero que ya no hay tiempo ni espacio para el llanto y la desesperanza. Que este
país es el de la sonrisa y las oportunidades; que le llegó la hora al “buen
vivir”. Y ante un grupo de trabajo de la ONU que examina periódicamente la
situación de los países allá en Ginebra, se enorgullecen de lo “buenos” que
son.
Desde el primer examen en el 2010 hasta octubre
del 2014, cuando le hicieron el segundo, el Gobierno salvadoreño presumió en
esa ciudad de los progresados alcanzados en materia de derechos humanos y
siempre dijo que en adelante se dedicaría “a consolidar los logros
estructurales de los últimos años, que habían permitido mejorar las condiciones
de vida de sectores de la sociedad que habían sido excluidos y empobrecidos
durante décadas”. Hace más de cuatro años, en el 2010, entre otros compromisos
adquiridos entonces la representación estatal aseguró que ratificaría varios
instrumentos internacionales.
Fuera de un par de los que le pidieron
ratificar, el resto lo siguen “estudiando” para ver si más adelante pueda que
sí; mientras tanto, entre tantos adeudos ante la ONU y sobre todo ante su pueblo,
sigue la larga espera para que el Estado salvadoreño se haga cargo de una de las
tantas recomendaciones no cumplidas ante ese grupo, censor universal del
comportamiento de los gobiernos en lo que a derechos humanos corresponde.
¿Cuál? La de ratificar el Protocolo facultativo de la Convención sobre la eliminación
de todas las formas de discriminación contra la mujer. Sin temor a caer en el
error, dentro de cuatro años, este mismo Gobierno de “izquierda” se seguirá
haciendo el “suizo” allá en Ginebra, cuidando no molestar –en este y otros
asuntos– a una “derecha” cuaternaria.
Ser mujer acá y ahora, entonces, seguirá siendo
ser alguien que se encuentra cada mañana en un hogar que no es el propio,
acariciando hijos e hijas que parieron otras; en un rincón de una cocina ajena
arrinconando garganta, estómago y corazón para tragarse lo que les dan de la
comida que ellas cocinaron para otras personas. Ser mujer acá y ahora, seguirá
siendo ser quien en la noche, reposando en una cama y a oscuras, llora al
recordar el día adornado con las exigencias y los gritos del “patrón”, la
“patrona” y los “patroncitos”.
Ser mujer acá y ahora es ser de las que hoy
buscan dormir tranquilas, a la espera de llevar el sustento a sus casas
realizando ese trabajo doméstico en casas que no son las suyas. Pero también es
ser de aquellas trabajadoras que al poner sus pies en el piso y al hacer
contacto con la tierra, se percatan de que no es la que les vio nacer. Una de
ellas salió de su cantón con, apenas, segundo grado de educación formal. Pero
cayó en las manos de “buenos patrones” que le pagaron una miseria por algunos
años y hasta la llegaron a considerar “de la familia”; por eso se la llevaron
fuera, bien al norte de su país, como “premio” por ser buena trabajando para
hacer allá el mismo trabajo.
Otra, prima de la anterior, llena de años y
desgastada, absorbida por el quehacer casero mal remunerado pasó –con una hija
y sin marido– a hacerlo sin pago por ser también “de la familia” y “no
necesitar nada” pues ya “no tenía responsabilidades” en su casa. Es más, ya ni
casa tenía. De vez en cuando se juntan las dos y recuerdan cuando eran niñas de
diez o doce años. Pero su infancia fue bloqueada por servirle a otra gente.
Ahora, entradas en años y sin salario digno –o de plano sin salario y sin
pensión– dan cuenta de lo que es ser mujer acá y ahora.
También es ser una de las 292 asesinadas en el
2014, según el informe de la Policía Nacional
Civil; setenta y siete más que en el 2013. Es ser, además, una más entre las
2,475 que se atrevieron a denunciar ser víctimas del delito de violencia dentro
de sus familias; en su mayoría fueron jóvenes, reportó la corporación en su
recuento del año pasado. Y siguiendo con ese mismo informe policial, de las
1,695 personas que desaparecieron por la fuerza durante esos doce meses, casi
el 34% eran mujeres; en números puros y duros, fueron 566 las víctimas
femeninas de este delito contra la humanidad.
La
misma PNC le dice a El Salvador y al mundo que ser mujer acá y ahora, es ser
una de tantas entre las tantas víctimas de la violencia sexual que tienen el
valor de denunciar el delito: 2,423 en el 2014. Eso se traduce en más de seis
denuncias por día, que desagregadas se leen así: 923 violaciones a menor
“incapaz”, tal como reza en la legislación penal; 554 estupros y 367
violaciones, a las que se agregan 581 hechos calificados como agresiones
sexuales y otras agresiones sexuales.
Esa
cantidad de denuncias más la seguramente grande y existente “cifra negra”
–aquellos de delitos consumados y no
denunciados– podría reducirse en lugar de ir en aumento, si la justicia fuera
regla y no excepción. Pero ser mujer acá y ahora es ser, además, víctima de la
impunidad. Por eso un diputado y un futbolista seleccionado, “envitrinados” en
todos los medios, andan tan tranquilos tras cometer sus crímenes.
Y
hablando de impunidad, ser mujer acá y ahora es –lamentable y vergonzosamente
para la sociedad salvadoreña– tener sobre sí la condena de andar buscando
verdad, justicia y reparación integral por aquellas graves violaciones de
derechos humanos ocurridas en el país, que comenzaron a incrementarse hace
cuatro décadas con la masacre de estudiantes y pueblo que acompañaba su
protesta el 30 de julio de 1975. A esas bestialidades, le siguieron numerosos
crímenes de guerra y delitos contra la humanidad que obligaron y continúan
obligando a cientos y cientos de madres e hijas a buscar sus amores
desaparecidos, a seguir enflorando sus dolores sepultados y a insistir en su
clamor al Estado para que escuche sus legítimas demandas.
Muy bueno, apoyemos a la mujer, tomando en cuenta que son víctimas mayormente de hombres con temperamento depresivo y bastante frustrados en sus vidas. Creo ayudaría mucho que nuestra Iglesia Católica admitiera a mujeres en el sacerdocio, pues enviaría un buen mensaje a la sociedad machista.
ResponderEliminar