Benjamín Cuéllar
Al hablar de
política se puede hacer referencia a las acciones, planes o programas de un
Gobierno; también a un determinado ordenamiento o sistema prevaleciente en una
sociedad que se dé a respetar; igualmente a su condición de ciencia; por último,
al ejercicio ciudadano de participación en los asuntos públicos que tienen que
ver con la realidad local, nacional e incluso internacional. Por tanto, se
requiere precisar a cuál de esos ámbitos se está haciendo alusión cuando se
discute al respecto. Pero hablar de populismo, es aún más complicado debido a
que el término da para tanto. Desde la demagogia barata que adormece la
voluntad de un conglomerado para hacerlo asumir como algo bueno lo que –a final
de cuentas– resulta contraproducente a sus intereses más elementales, hasta la
adoración ciega y tozuda a un caudillo o un partido que actúan en sentido
contrario al bien común, pero sostienen un discurso que encanta hasta las
serpientes.
Desde ambas
perspectivas, la de la política en esas sus cuatro visiones y la del populismo
en todo lo que pueda dar para provecho exclusivo de sus promotores y sus
acólitos, El Salvador no está nada bien de cara al evento electoral recién
pasado para constituir una Asamblea Legislativa más e integrar todos los concejos
municipales a lo largo y ancho de su territorio. Desde las caras y las banderas
entre las cuales había que decidir a la hora de sufragar, hasta las escuálidas
propuestas –si es que las hubo– la situación se resume en eso: pura y dura mediocridad,
para no ocupar otro calificativo que seguramente heriría susceptibilidades
entre quienes no tiene ni objeción ni delicadeza alguna, al momento de insultar
la inteligencia ciudadana con su publicidad y de dilapidar abundantes recursos
enviando mensajes que a nadie le interesan, motivan y mueven a votar.
Y todo ello, pese a
que este país tiene su historia de lucha en materia electoral. Con la ilusión y
la organización popular, hace cuarenta y tres años se logró algo inédito para
la época en un entorno nacional y regional del todo desfavorable: el partido de
los militares y sus dueños, dueños también del país, fueron derrotados en las
urnas por una amplia alianza denominada Unión Nacional Opositora, mejor
conocida como “la UNO”. Pero su entrada a Casa Presidencial fue negada por la
fuerza de un descomunal fraude y de la represión oficial. Comenzaba a mostrarse
con mayor claridad el camino hacia el precipicio, pues en el escenario político
salvadoreño se desgastaba la vía electoral y emergía la armada revolucionaria.
El tiro de gracia a la primera se lo dieron cinco años después, en las
elecciones de 1977.
Estaba visto a todas luces, pues, que para un buen sector de la
población los partidos políticos y las votaciones ya no eran alternativa alguna
para sacar a flote la nación. Desde agosto de 1975 hasta 1980, el Bloque
Popular Revolucionario –el legendario “BPR”– con sus organizaciones integrantes
inundaba con gente dispuesta a todo las calles de San Salvador y otras ciudades
importantes, con la certeza de no tener nada que perder y la esperanza de tener
mucho que ganar. El pueblo organizado y combativo tomaba tierras, ocupaba
fábricas, incursionaba y se instalaba por días en el Ministerio de Trabajo, exigiendo
lo que era su derecho con cantos como este: “Acérquese compañero a reclamar su salario, porque es lo que exigimos
todos los revolucionarios. Nosotros lo que exigimos es salario de once colones
y también lo que exigimos: ¡arroz, tortilla y frijoles!”.
Y desde antes, el primer día de abril de 1970, un grupo que no
alcanzaba siquiera la decena de miembros, pistola en mano se decantaba por pelear
y alcanzar eso y más. “Nuestras montañas –decía
su máximo líder, Salvador Cayetano Carpio– son las masas populares”. Esa era su
respuesta a quienes, desde la comodidad de la estructura y la burocracia del
“partido”, se burlaban de una opción valiente por novedosa en el país y
arriesgada por el régimen que lo dominaba a placer. “Electoreros… ¡al
basurero!” era otra de las consignas que, sobre todo de 1977 en adelante, resonaban
a lo largo y ancho del “Pulgarcito de América”.
Este esfuerzo que nació de lo simple y fue creciendo hacia lo cada vez
más complejo con una fuerza inusitada, puso en jaque tanto al sistema dominante
como a sus patrocinadores y sus beneficiarios cuando en una histórica
manifestación realizada el 22 de enero de 1980, por primera vez los poderosos
cayeron en la cuenta que ya tenían ante sí otro poder: el popular. Ese día fue
“presentada en sociedad” la Coordinadora Revolucionaria de Masas, ocupando la gran
alameda capitalina desde el monumento al Divino Salvador del Mundo hasta el
Palacio Nacional, en bloques ordenados que sumaban doscientas mil, doscientas cincuenta mil, trescientas
mil personas… “Nunca se había visto algo así”, declaró en algún momento Héctor
Dada Hirezi. Él, que era miembro de la mal llamada “Junta Revolucionaria de
Gobierno”, resumió semejante acontecimiento así: “Y yo, honestamente, pensé que
con esa manifestación iban a intentar tomarse Casa Presidencial”.
Jamás se sabrá la cantidad exacta, pero tampoco jamás alguien podrá
negar que era una enorme marea humana sedienta de justicia y consciente de que –para
ello– por mucho tiempo habría que recoger heridos y muertos. Entre veintidós y
cincuenta víctimas fatales ese día, según el informe de la Comisión de la
Verdad; también hubo dos estudiantes universitarios desaparecidos: Francisco
Arnulfo Ventura y José Humberto Mejía eran sus nombres.
Y hoy, ¿que se recoge después de las raquíticas concentraciones de los
partidos que cambiaron política por publicidad y mercadeo? Basura. Aclaro: la
de los carteles con fotos retocadas, la de las bolsas en que entregan dádivas baratas,
la de los depósitos de los panes, la de los envoltorios de las pupusas que
reparten, la de los volantes con mensajes lejanos y sin sentido… ¿Para eso hubo una guerra? ¿Y qué pretendían sus
principales protagonistas a la hora de acabarla?
A partir de los “cambios políticos” convenidos
en los “recuerdos de paz”, uno buscaba consolidar el sistema económico y social
excluyente. Un “modelo” –así le dicen, sin serlo– promotor de una mayor de
desigualdad, generador de pobreza entre las mayorías y de riqueza para sus
patrocinadores minoritarios. El otro, a partir de lo mismo, convertido en
partido soñaba con la posibilidad cierta de llegar a ser Gobierno para
administrar ese sistema, cambiando algunas formas pero sin tocar el fondo donde
siguen estando los tres grandes males nunca superados, que históricamente han
sido el látigo en la espalda de las mayorías populares: el hambre, la sangre y
la impunidad.
Para bailar se necesitan dos y esa pareja
viene haciéndolo desde hace más de dos décadas en la pista institucional y en
su “paz”. Y al baile ese le llaman “democracia”, aunque tenga algo de “perreo”;
sobre todo cuando se observan movimientos sensuales y provocadores para seducir
a sus comparsas, con las que terminan dando espectáculos obscenos. Y eso
desencanta a la gente, la ahuyenta y aleja de las urnas para acercarla a otras
alternativas peligrosas. Además, como consecuencia, niega lo que establece el
sexto artículo de la Carta Democrática Interamericana sobre la “participación de la
ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo”. La misma “es un
derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno
y efectivo ejercicio de la democracia”.
“Promover y fomentar diversas formas de participación –termina el
citado enunciado– fortalece la democracia”. Pero eso, en el “Olimpo” partidista
nacional parece no importar. En lugar de una participación consciente,
informada y activa, lo que recomendaban desde allá arriba entre tantos y tan
caros desperdicios publicitarios es esto: “No pensés”. O no es eso lo que decían
en el fondo, con el estribillo de la cancioncita: “No te compliqués, votá por las
tres”. Esta fue otra muestra, entre tantas, de la bajera “populística guanaca”.
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