Benjamín Cuéllar
El pasado primer día de marzo tuvieron lugar los
comicios para integrar una “nueva” Asamblea Legislativa y todos los concejos
municipales; son los octavos desde que terminó la guerra. No hay resultados
oficiales aún, ni preliminares ni definitivos. Pero unos y otros, en medio del
limbo en el que tiene al país el Tribunal Supremo Electoral, los partidos que
participaron en la contienda ya están haciendo sus “cuentas alegres” las cuales
–de ser ciertas– darían como resultado un Parlamento con cien o más
integrantes. El “silencio electoral” era antes, no después. Por eso,
pronunciarse hoy sobre denuncias de ciertas irregularidades y defensas de groseras
incapacidades –evidencias patéticas de una “democracia” pírrica y miserable reinante
en el país, a un cuarto de siglo del Acuerdo de Ginebra– es “llover sobre
mojado” y ganarse detractores sin oficio ni beneficio.
Mejor y más importante resulta, quizás, analizar el
camino andado desde el 4 de abril de 1990. Ese día, los enconados rivales
firmaron el primer documento para ponerle fin a su enfrentamiento armado e
iniciar las negociaciones que impulsarían lo que llamaron el “proceso de
pacificación”. Los componentes del mismo eran –además de “callar los fusiles”–
una pretendida “reunificación” de una sociedad que nunca estuvo unida antes, el
respeto irrestricto de los derechos humanos y la democratización del país. A la
distancia de los veinticinco años transcurridos,
siempre es útil analizar esos grandes propósitos a la luz de la realidad actual.
Y ahora, por la sui géneris coyuntura poselectoral, es oportuno hablar precisamente
del tercero.
¿Votar por alguien de quien se desconocen sus virtudes
y defectos, capacidades y limitaciones, es prueba fehaciente de esa deseable y
necesaria democratización? Evidentemente, eso no es ni suficiente ni
satisfactorio. Porque primero, las elecciones deben desarrollarse en un
ambiente de tolerancia, apertura e igualdad de condiciones y oportunidades, lo
cual acá no ocurre ni por asomo. También porque esos eventos son solo una pieza
en el rompecabezas de lo que, en la Carta Democrática Interamericana, se
enuncia como “democracia representativa”.
En su artículo tercero determina
que son “elementos esenciales” de la misma, “entre otros”, los siguientes: el respeto de los derechos humanos
y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción
al Estado de Derecho; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas;
la separación e independencia de los poderes públicos; y la celebración de
elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y
secreto, como expresión de la soberanía del pueblo.
Ahí se encuentran los comicios,
subsumidos en un conjunto más amplio de asuntos capitales, cuya realización
plena en El Salvador no merece más que estar en tela de juicio. Ahí están los
votos válidos y nulos; también las abstenciones e indiferencias ciudadanas,
resultado indudable y entendible de la falta de “clase”, buen gusto o caché,
que abunda entre la politiquería guanaca.
Pero además, para presumir de
ser y parecer un país donde la bandera de la democracia ondea orgullosa, la
mencionada Carta Democrática Interamericana exige –en su siguiente artículo–
que sean realidades tangibles y comprobables tanto la transparencia de las actividades
gubernamentales como la probidad, la responsabilidad gubernamental en la
gestión pública, el respeto de los derechos sociales y de las libertades de
expresión y prensa. “La subordinación constitucional de todas las instituciones
del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al Estado
de Derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad –continúa dicha
regulación– son igualmente fundamentales para la democracia”. Ni “raspada” pasa
la salvadoreña, si se examina con esos indicadores.
Es prioritario además, según la
citada Carta regional, fortalecer los partidos y
otras organizaciones políticas. Asimismo, se debe “prestar atención especial a
la problemática derivada de los altos costos de las campañas electorales y al
establecimiento de un régimen equilibrado y transparente de financiación de sus
actividades”. Ni por cerca salen solventes en estas tierras los “dinosaurios”,
allá en lo alto de la “partidocracia”.
De seguir citando este documento regional, se
extendería demasiado este humilde comentario. Y ContraPunto no se puede dar
semejante “lujo”. Por tal motivo, para que gobernantes de cualquier signo no
anden maliciando de arriba para abajo de ser exitosos y para que opositores de
turno no sean críticos del discurso oficial sin haber hecho méritos para ello,
hay que hablar claro: las dos fracciones que hicieron la guerra y deshicieron
la paz, son igualmente responsables de un “mal común” que no lo supera ni el meter
en la “tumba” a los “rojos” ni entonar que un pueblo “hundido” jamás será…
¿vendido? Eso es así le duela a quien le duela, para no citar una muletilla que
anda por ahí de moda.
Ser una democracia preciada y apreciada como tal requiere
–además de elecciones– contar con instituciones fuertes y confiables para impartir
justicia y solucionar las necesidades de las personas y los grupos sociales,
sobre todo en lo relativo a su seguridad ciudadana y a su desarrollo humano. Eso tampoco ocurre en este país. ¿O
sí? La mayoría de su gente vive y sobrevive en medio del temor y la aprehensión
que le producen la muerte violenta y la muerte lenta, por lo que muchas veces
decide abandonarlo. Y es que casi el
cincuenta por ciento de la gente –reportó el Instituto de Opinión Pública de la
Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (IUDOP), hace unos
meses– piensa que en el 2014 la economía nacional empeoró y el setenta por
ciento sostiene que la delincuencia aumentó.
En lo que toca a las instituciones estatales, entre la
Policía Nacional Civil –que apenas le genera confianza a un poco más del veinte
por ciento de la población– y la Asamblea Legislativa que se arrastra en el
siete por ciento, están muchas entidades que no salen bien libradas en el
juicio de las personas encuestadas. Y el Gobierno central no llega ni a seis de
nota, según tal sondeo.
En ese escenario riesgoso, hay que
citar de nuevo la Carta Democrática Interamericana para ver cómo driblar y
superar los obstáculos a fin de avanzar hacia el cumplimiento de lo pactado en
Ginebra, hace cinco lustros. En su sexto artículo, se lee que la “participación
de la ciudadanía en las decisiones relativas a su propio desarrollo es un
derecho y una responsabilidad. Es también una condición necesaria para el pleno
y efectivo ejercicio de la democracia. Promover y fomentar diversas formas de
participación fortalece la democracia”.
He ahí la clave. Pero, ¿cómo hacerlo con los liderazgos
actuales? Con esos, no hay por dónde. Para eso se necesita que surjan nuevos; frescos e inteligentes, que crean y creen;
capaces de hacer lo que hasta ahora nadie ha hecho: construir una paz
verdadera, llena de democracia, cimentada en el respeto de los derechos humanos
y dignificada con justicia para las víctimas, como ruta segura de una posible reconciliación. El desencanto de lo malhecho por la “vieja guardia”
política, mal hechora de lo hecho hasta ahora, no debe ser obstáculo para que irrumpa
ya en la escena una juventud “encantadora” que le devuelva la ilusión a esta sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario