viernes, 20 de marzo de 2015

De exportación, no de consumo interno

Benjamín Cuéllar

El 24 de marzo del 2010, hace casi cinco años, cumplió tres décadas aquel trágico crepúsculo de un lunes que saltó a la posteridad de la peor forma posible: pasadas las seis de la tarde se consumó el magnicidio de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez. Nueve meses después, el 21 de diciembre de ese mismo año, la Asamblea General de la ONU determinó que –a partir de entonces– en esa recordada fecha martirial se conmemoraría el Día internacional del derecho a la verdad, en relación con violaciones graves de los derechos humanos y de la dignidad de las víctimas.

¡Qué bien! Consumada por un diestro francotirador y gestada en una siniestra cabeza obstruida por su anticomunismo demencial, esa que mandó a la tumba a tanta gente buena en el país más pequeño de Centroamérica, resulta ser un buen telón de fondo para honrar tan legítimas aspiraciones de quienes –en el mundo– son damnificadas sobrevivientes y familiares dolientes de la barbarie. Esa ofrenda en el altar, desde hace siete lustros también es buen escenario para reivindicar y reafirmar la dignidad de las víctimas, en torno a la entrega de ese ser excepcional: uno de los más dignos y humanos que fue forjado así desde las entrañas del pueblo, tanto en su espacio como en su tiempo e historia.


En el centro de ese homenaje universal a Romero y a las víctimas, está la verdad. Pero la verdad no camina sola; va de la mano con la justicia. Prueba de ello es lo que el santo patrón de los derechos humanos reclamó en su homilía del 20 de agosto de 1978, al citar un reporte del Socorro Jurídico del Arzobispado sobre casi un centenar de personas desaparecidas por la fuerza, con sus nombres y edades, sitios de detención y recursos jurídicos activados. “Y soy testigo –se alzó como trueno la voz de los sin voz– de la verdad de estos noventa y nueve casos. Y por eso tengo todo el derecho de preguntar: ¿Dónde están? Y en nombre de la angustia de este pueblo, decir: ¡Póngalos a la orden de un tribunal, si están vivos! Y si lamentablemente ya los mataron los agentes de seguridad, dedúzcanse responsabilidades y sanciónese, sea quien sea. ¡Ha matado! ¡Tiene que pagar! Yo creo que la demanda es justa”.

Esos delitos contra la humanidad denunciados entonces por Romero, junto a decenas y decenas de miles de graves violaciones de derechos humanos más, siguen sin esclarecerse acá en El Salvador. Gobiernos llegan y se van atropellando a las víctimas; pero la dignidad de estas, esa sí, permanece intacta porque siguen demandando lo que les corresponde: verdad y justicia. Sin embargo, ni siquiera en el caso del pastor mártir han brillado ambas.

Entre 1992 y 1993 nació, se desarrolló y desapareció una Comisión cuyo informe no fue reproducido más allá de un par de publicaciones, impulsadas no por el Estado sino desde la sociedad. Era la “de la Verdad”, concebida en medio de los devaneos negociadores entre el entonces Gobierno y la entonces guerrilla, pero parida después por la ONU. Esas dos partes firmantes de los acuerdos que terminaron su guerra, también se comprometieron a superar la impunidad poniéndole especial atención a los casos en los que estuviera –literalmente– “comprometido el respeto a los derechos humanos”.

Para ello, remitirían “la consideración y resolución de este punto” a la citada Comisión de la Verdad. Sin embargo, independientemente del bando responsable, esas demostraciones del salvajismo más aberrante también se someterían al funcionamiento “ejemplarizante” del sistema de justicia interno, para aplicarles todo el peso de la ley a sus responsables. Ello, así lo acordaron, independientemente del bando al que hubiesen pertenecido.    

Dolor más grande de pueblo por la muerte nunca aclarada –como deberá ser algún día– de quien durante los dos últimos gobiernos ha sido enarbolado como estandarte en el marco de un fariseísmo oficial, que lo presume como “guía espiritual” sin que sus precarios logros pasen de una petición general de perdón y de la nominación de ese Día internacional del derecho a una verdad que –más allá de la retórica– aún permanece soterrada en lo más hondo de este país. En la posguerra, de los anteriores períodos presidenciales a los de la antigua insurgencia era de esperarse la negación de la misma y su ocultamiento. No podía ser de otra manera, si entre sus filas participaron herederos políticos del cerebro criminal así como cómplices, financiadores y encubridores de la perversa conspiración. Por tanto, no se iban a hacer cargo de nada aunque ahora –rebosando hipocresía– más de uno incline la testa ante el venerable prelado, en la víspera de su anunciada beatificación.

¿Hubo algún chance de hacer algo por la verdad y la justicia en este caso? En la década de 1980, quizás ninguno. De lo actuado por la Comisión de la Verdad y reseñado en su informe, se puede establecer que desde las investigaciones iniciales fue evidente y descarada la deliberada ineficacia. Esas pesquisas fueron del todo discutibles, nada confiables y apestadas por razones políticas. La Policía Nacional, por ejemplo, no recolectó indicios materiales en el lugar sino hasta el 2 de abril de 1980, a más de una semana del hecho. Atilio Ramírez Amaya fue el juez que condujo la autopsia del santo cadáver, abrió el expediente judicial –cuyo número de referencia era el 134-80– y debió renunciar para abandonar el país y salvar su vida, luego de un atentado que sufrió tres días después del martirio. Además, un testigo presencial del magnicidio fue detenido y nunca apareció.

El 7 de mayo de 1980 capturaron a doce militares –incluido Roberto D'Aubuisson– y doce civiles, acusados de complotar contra el Gobierno de la época. En ese operativo se confiscó valiosa documentación que bien pudo utilizarse para descubrir la verdad y hacerle justicia a Romero, a la Iglesia católica y al pueblo. Pero no. Nada fue entregado al Juzgado Cuarto de lo Penal, hasta que dos años después se tuvo en el tribunal una copia –no original– de la agenda incautada entonces con información inapreciable. En marzo de 1984, en plena campaña presidencial, D’Abuisson presentó una grabación en la que un supuesto “comandante” guerrillero “confesaba” ser cómplice del crimen. Este delincuente común encarcelado entre 1979 y 1981, luego declaró que le ofrecieron cincuenta mil dólares si se  hacía cargo. D'Aubuisson insistió en culpar a la insurgencia; también lo hizo el ejército.

Y así siguió el desatinado curso del proceso judicial interno, cerrándose y abriéndose la causa según los vaivenes políticos y electorales hasta que –el 31 de marzo de 1993– un juez sobreseyó definitivamente al único acusado: el mayor Álvaro Saravia. Lo hizo el 31 de marzo de 1993, alegando que lo favorecía la amnistía aprobada días antes. El juez no resolvió sobre D'Aubuisson, al sostener que nunca fue imputado y que al morir se extinguió su responsabilidad penal. La última pieza del expediente se cerró en 1994.

La conmoción nacional e internacional que generó el martirio de Romero, fue suficiente razón para que la Comisión de la Verdad investigara los hechos y difundiera –el 15 de marzo de 1993– sus conclusiones, que eran contundentes y pudieron servir para abrir un nuevo proceso. Pero no; tampoco se hizo nada. Luego, en marzo del 2000 se publicó el informe de fondo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; de igual manera, sus resultados apuntaban a los mismos responsables y a las mismas motivaciones. Y la historia se repitió: no se movió un dedo, pese a la obligación estatal de esclarecer la verdad e impartir justicia.


Verdad… justicia… En este país, al escucharlas, no queda más que recordar al enigmático  Pessoa en pareja con el prolífico Aute: “¡Extrañas palabras! ¿Serán un conjuro? ¡Hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por cobrar un seguro!” Eso han dicho ese par. Hoy también, digo yo, cualquier lerdo es capaz de usar a Romero para presumir de ser puro. Por eso, más que andar afuera llenándose la boca y luciendo lo “buenos” que son en la ONU o donde sea, hagan bien lo que tienen que hacer quienes tiene que hacerlo acá adentro, para honrar al mártir y a quienes fueron en serio la razón de ser de su martirio: las víctimas.

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