En
este caso es posible, ojalá, que dos más dos sean cuatro. En política, se dice,
no es cierto y se agrega que en esta hasta los ríos se devuelven. Pero ante lo
ocurrido durante las primeras cien horas de la nueva administración de la Casa
Blanca ‒no durante sus primeros cien días, que aún no llegan‒ lo que dijeron
era una estrategia de campaña ahora apunta a ser una
extraña pero muy embarazosa y hasta espantosa realidad.
Donald Trump tenía enemistades antes de ser el cuadragésimo quinto
presidente de los Estados Unidos de América (EUA), el 20 de enero de este año;
desde entonces, parece haberse agenciado más. Entre todas, la peor no el
terrorismo fundamentalista; tampoco la “invasión” al territorio que hoy
“dirige”, de una emigración que para nada es reciente; es histórica y cupo hasta
su madre en la misma. No son esas las más grandes; sus más terribles enemistades
son su propia personalidad, sus decisiones y sus acciones.
Con decretos, declaraciones o tuits que ha emitido desde que está
al frente de tan poderosa nación ‒esa que hace más de ocho años parecía
profundizar su democracia, con la elección de un mandatario federal
afroamericano‒ le ha ido hincado clavos, uno a uno, a su ataúd político. Ya le
renunció por torpe Michael Flynn, uno de sus asesores
“estrella”, y no aceptó sustituirlo el vicealmirante Robert Harward.
De seguir así, como parece seguirá, cabe considerar como
posibilidad para frenar sus ímpetus lo establecido en la sección cuarta,
artículo II, de la Constitución estadounidense: sacarlo de la presidencia si es
acusado y declarado culpable “de traición, cohecho u otros delitos y faltas
graves”.
Otro escenario podría ser el de una oposición social interna
fuerte y masiva, permanente y creativa, a la que se sumen liderazgos políticos,
religiosos y morales dentro y fuera de aquel país. Llama poderosamente la
atención que importantes funcionarios de la Organización de las Naciones Unidas
‒el alto comisionado para los derechos humanos y el relator especial sobre la
tortura, en concreto‒ lo han cuestionado públicamente.
Todo eso, en conjunto, vendría a ser una especie de détente global
en defensa de valores incuestionables fundados en la dignidad de la persona
humana y de los pueblos.
Tras esta preocupada combinación de cruda realidad e ilusionada
especulación, no es descabellado ver lo que ocurre en EUA y el mundo como una
oportunidad para la subregión ‒hoy por hoy y desde antes‒ considerada la más
violenta y peligrosa del planeta: los territorios chapín, catracho y guanaco,
conocidos como el “triángulo norte centroamericano”.
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