Benjamín Cuéllar
En estos días, han sido numerosas y
variadas las opiniones sobre un hecho histórico que marcó un antes y un después
para El Salvador. Pero lo que quedó atrás y lo que se vino tras el 16 de enero
de 1992, hace ya cinco lustros, no fue parejo. Hubo quienes se beneficiaron;
hubo quienes, para nada. De ahí que, pasados los años, hayan sido y sean
diversos los juicios y balances al respecto. Van desde las rastreras loas sin
sustento, hasta las sublimes y justificadas puteadas.
Gobernantes asistentes a la firma del Acuerdo final
de paz, más conocido como el “de Chapultepec”, declararon que iniciaba una “nueva
etapa” nacional; auguraron la ampliación de “horizontes de bienestar común” con
democracia y respeto de los derechos humanos. El secretario general de la ONU en
el momento, Boutros Boutros-Ghali, habló del final de una “larga noche” y anunció
una “nueva era”; quedó atrás, dijo, un “país profundamente perturbado” y “asolado
por la violencia” durante más de una década.
El entonces presidente Alfredo Cristiani pidió
ver hacia el futuro, “único sitio” dónde edificar el anhelado país “grande,
prospero, libre y justo”. ¿Brillante? No se me hubiese ocurrido mirar al pasado
para ello, pero sí para aprender de las lecciones del mismo. Eso no lo permitió
Cristiani. Más bien ‒antes y después de presentarse el informe de la Comisión de la Verdad‒
pidió una “amnistía general y absoluta, para pasar de esa página dolorosa de
nuestra historia y buscar ese mejor futuro para nuestro país”. El 16 de enero de 1992 dijo
que solo había tiempo para “trabajo”, “reconciliación” y “paz”.
Schafick Handal reivindicó el turno de la nación,
asumiendo “el protagonismo de su propia transformación”. Y el fallecido expresidente Francisco Flores dijo,
diez años después, que al finalizar la guerra “dejamos de retroceder”.
Palabras, palabras y más palabras…
Tras cinco lustros de aquel 16 de enero mi balance es más modesto y, quizás, más molesto. Lo resumo en tres bailes escenificados primero por aquel Gobierno y su Fuerza Armada, junto a aquella insurgencia rebelde ya para entonces desarmada pero además entusiasmada con ser parte del sistema que algún día quisieron desaparecer. Esa “parejita” danzó y pasó de lo sublime a lo miserable; en esto último sigue enfrascada, al son de una politiquería barata y bajera.
Iniciaron con el vals intitulado
“Democracia y paz”. Preciosa letra y música de ensueño plasmadas en los
acuerdos firmados por ese “lindo” dúo danzante de la época ‒Gobierno “arenero” y
exguerrilla “efemelenista”‒ que desde el salón imperial del Castillo de
Chapultepec encantó al mundo. Tendido a sus pies, este aplaudía frenético y la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) lo ponía como imitable ejemplo.
Luego se vino el “perreo” partidista en
la pista del Salón Azul legislativo. Con gana de joder al sempiterno rival ‒relamiéndose
y contoneándose entre pasos indecentes y roces obscenos‒ se amontonaban nuevas parejas
antes impensables, apretadas y bien topadas chocaban sus copas por lo alto para
meterse zancadilla por lo bajo y dedicarse a atracarnos impunemente.
Finalmente está el striptease o estriptís en el "tubo" de Casa Presidencial. Una desvergonzada y ramplona
“encuerada”, dirían en México. Nada sensual y asquerosamente fea, completado
por la “derecha-derecha” durante dos décadas y en avanzado proceso de
completarse desde hace siete años por la “izquierda-derecha” ‒ya casi completo‒
mostrando el patético absurdo de ambos cuerpos politiqueros, desencantadores e
impresentables, a pesar de los esfuerzos del mejor cirujano plástico que la ONU
pudiese conseguir y contratar. Así se desnudaron uno y otro partido,
destapándose a cual mayor ordinariez y ante sonoros, indignados y justificados chiflidos...
¿Qué nos queda? ¿Seguir soportando
tan decadentes espectáculos por cinco lustros más? No. ¡Por favor! Que no nos
quieran dar “atol con el dedo” anunciando “nuevas generaciones” de acuerdos, si
no cumplieron el de Ginebra. Este, firmado el 4 de abril de 1990 planteó los
pasos para alcanzar la paz: respeto irrestricto de los derechos humanos,
democratización del país y unidad nacional.
Este pueblo ‒el del beato Romero‒ debe despertar y organizarse, demandar, luchar y lograr los cambios profundos para alcanzar el bien común. No es lo mismo el “buen vivir”, ojo, que el bien común. El primero puede ser para unos pocos vividores; el segundo debe ser para toda la población. Es su derecho constitucional.
Nuestro buen pastor y mártir dijo
que “un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar; pero un
pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se
hace respetar”.
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