Benjamín Cuéllar
Pasó lo más fuerte de la bulla. Hoy solo quedan ecos de un
elitista concierto y el vago desconcierto que deja la mención de nuevos
acuerdos para avanzar hacia una paz que, irresponsable y lastimosamente, no
llega desde hace 25 años. Bueno, también quedó inaugurado el monumento a una inexistente
reconciliación. Esa entelequia de quienes han hecho del ejercicio del poder un
buen negocio, tampoco llegó a El Salvador pues ‒pese a sus investigaciones y
recomendaciones‒ la Comisión de la Verdad fue ninguneada por las mismas partes
que acordaron crearla.
No fue culpa de esta. Dicha Comisión hizo lo que pudo, pero
pudo más la decisión de quienes ‒siendo y sabiéndose responsables de las
atrocidades ocurridas‒ se refugiaron vilmente en la madriguera inmunda de la
impunidad. Esa es la parte irresponsable de lo ocurrido.
Para reconciliar la sociedad salvadoreña, había que
perdonar. Sí. Pero, atinadamente, la citada Comisión estableció algo refutable únicamente
por criminales cobardes. No se trataba de “un perdón formal”, limitado “a no
aplicar sanciones o penas”. Del conocimiento de la verdad había que pasar a los
requerimientos de la justicia: había que condenar y castigar a los autores de
la barbarie; además, había que reparar debidamente a sus víctimas directas y a sus
familiares.
Lo primero lo acordaron las partes beligerantes en el
documento que firmaron en Chapultepec el 16 de enero de 1992, tras reconocer que las graves violaciones de derechos humanos, crímenes de
guerra y delitos contra la humanidad ‒”independientemente del
sector al que
pertenecieren sus autores‒ debían “ser objeto de la actuación
ejemplarizante de los tribunales de justicia, a fin que se aplique a quienes
resulten responsables de las sanciones contempladas por la ley”. Eso acordaron
los guerreros y la Comisión lo ratificó, pero aquellos no cumplieron. Lo
segundo es un derecho reconocido nacional e internacionalmente.
Pero tanto la Alianza Republicana solo de nombre “Nacionalista”
(ARENA) como el Frente Farabundo Martí dizque para la “Liberación Nacional” (FMLN),
siendo oposición o Gobierno, se olvidaron de las víctimas y blindaron a los victimarios.
Esa es la parte lastimosa.
No hay donde perderse, por más amagos politiqueros que
hagan ambas maquinarias electoreras. Que se vayan juntas al cementerio de la
historia y que nazca una nueva oportunidad para un país donde, cinco lustros
después de arreglarse entre aquel par de fuerzas enfrenadas con las armas, la
sangre de las mayorías populares ‒sobre todo la de sus adolescentes y jóvenes‒ se
sigue derramando; además, continúan aguantando hambre por falta de
oportunidades y permanecen sedientas de justicia. Por ello, siguen abandonando
El Salvador; al menos, quieren irse y muchas veces lo intentan.
¿Qué deben hacer entonces esas sempiternas víctimas y la
sociedad entera este año? Salir del desengaño, que hace tanto daño. Recuperar
su historia, aprender de la misma y no seguir creyendo en mesiánicos
palabreros, falsos profetas y fanfarrones corruptos. En este país, por
hipotecar sueños y esperanzas en esa chusma, se ha probado de todo y no se ha
logrado nada en favor del bien común. Más bien, permanece extendido el mal
común; eso destaca en un cuarto de siglo sustentado, igual que antes, en la
injusta exclusión y la impune violencia. Por ello, debe conocerse y aprender
del pasado.
En este 2017 se cumplen 85 años de “la matanza”. En enero
de 1932 ensangrentaron el suelo patrio;
sus responsables, civiles y militares, fueron “premiados” seis meses después
con una amnistía. 45 años atrás se robaron la Presidencia de la República con
un descomunal fraude electoral; repitieron la “hazaña” el 20 de febrero de
1977, hace cuatro décadas, y transcurridos veinte días masacraron el 12 de marzo a Rutilio Grande,
Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, de apenas 16 años.
No les bastó y en 1980 asesinaron a monseñor Romero, al
rector de la Universidad de El Salvador ‒Félix Ulloa‒ y a seis dirigentes del
Frente Democrático Revolucionario; cerraron el año violando y matando a cuatro
religiosas estadounidenses. Esos crímenes se dieron entre tantos cometidos por las
fuerzas gubernamentales y rebeldes, mientras sonaban los tambores de una guerra
que arrancó el 10 de enero de 1981; ese año, según el Socorro Jurídico
Cristiano las víctimas mortales de la población civil no combatiente sumaron
16,266.
Silenciaron los fusiles, había que hacerlo; pero, ¿también
la verdad? ¡No! Esa hay que rescatarla. Ambos bandos tienen culpas y deben
responder para que en el país ya no existan “intocables”, porque funcionan las
instituciones. Por eso temen, pues tras la verdad sigue la justicia. Si no,
¿cuál paz?