viernes, 21 de octubre de 2016

Va como va

Benjamín Cuéllar

Cada 16 de enero, durante las casi dos décadas y media transcurridas desde que acabó la guerra en El Salvador, en las discusiones políticas sobre el país y los discursos de ocasión, casi siempre o siempre se hace referencia al “aniversario de los acuerdos de paz”. Hoy solo son recuerdos… Faltan ya menos de tres meses para llegar a esa fecha en la que, seguramente, la oficialidad y las Naciones Unidas echarán las campanas al vuelo y tiraran la casa por la ventana. El país, en esa fecha, volverá a ser noticia en el mundo por algo positivo: el “adiós a las armas”.
 Sí, positivo pero lejano y nunca logrado a plenitud. Los enemigos acérrimos se “amistaron” entre sí; dejaron de matarse mutuamente. Pero la muerte siguió presente, paseándose por y en la patria; el pueblo nunca pudo estar unido y, dividido como está, ya casi está vencido.

Muerte violenta en medio de una “paz” guanaca demoledora de esquemas y marcas en  materia de temor y dolor, dentro de un país sin guerra declarada; también derrochadora de descaros e hipocresías entre gobiernos centrales y locales, órganos que juzgan mal y legislan igual o peor, partidos que le parten el alma a la sociedad… Pero, sobre todo, generadora de víctimas. Es una “muerte natural” que no debería serlo. No debería; sin embargo, lamentable y dolorosamente, lo es.

Cinco lustros después de haberse vendido como esperanzador y luminoso ejemplo de diálogo y acuerdo para alcanzar la democracia y el respeto irrestricto de los derechos humanos, en este país se ha vuelto a hacer que se asuma como algo normal la muerte brutal. Sobre todo la producida a balazos y que genera diez, quince, veinte o veinticinco personas al día. “Murió de muerte natural”, certifica la agudeza forense popular: le metieron siete u ocho “plomazos”. Era natural que falleciera; raro sería que hubiera quedado con vida, dicen quienes ni la burla perdonan.

Pero la venta y el contrabando de armas de fuego, es negocio redondo que ni unos ni otros lo han querido parar. Eso sí, unos y otros –firmantes de aquellos acuerdos, vueltos difusos recuerdos manoseados a conveniencia– se acusan implacables de todo y por todo, sin asumir la corresponsabilidad que tienen y tendrán por los siglos de los siglos en la emergencia nacional económica ‒también política, social y de seguridad‒ reconocida oficial y públicamente al más alto nivel del poder formal. Los poderes oscuros, unos y otros, se empecinan en serrucharle el piso al presente nacional y en dinamitar su futuro.

No les quita el sueño ver en Caluco, Mejicanos y San Jacinto al pueblo –por el cual se rasgan las vestiduras acusando al rival– agarrando sus bártulos en su precariedad para salir huyendo de cualquier tipo de violencia que lo mantiene en vilo, rumbo a no importa dónde con tal de salvarse. Eso sí, los politiqueros ya casi están en campaña electoral; perdón, más bien, nunca han dejado de estarlo. Que los veinte años de ARENA; que los siete del Frente. Y ni sumados todos, hacen uno bueno. 


Esa es la historia de esta “paz” guanaca, que nunca existió y debe desmentirse. El cercano 16 de enero del 2017 renovará peroratas gastadas, nada creíbles a estas alturas. Le dará un respiro por unos cuantos días, quizás, a una “clase política” del todo desprovista de elegancia y dignidad; eso sí, para la ocasión, la falta de caché tratarán de enmascararla  o al menos disimularla con más y más derroche de hipocresía y descaro. “No hay más patrón ‒les endosa Aute‒ ni más ley ni más Dios ni más rey que el maldito dinero… Arte, poseía, belleza, ¡qué extrañas palabras! ¿Serán un conjuro? Hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por cobrar un seguro”. Por eso este país, va como va.

Ante semejante e innegable escenario que hasta sus mismos arquitectos reconocen como cierto ‒eso sí, en privado y echándose la culpa uno al otro‒ se debería plantear tres desafíos con pretensión de propuestas pensando qué hacer para cambiar o, al menos, comenzar a salir de la emergencia presidencialmente reconocida y decretada. Emergencia que ‒por cierto‒ no es nuevo sino de quién sabe cuántos años de preguerra, once de guerra y veinticinco de posguerra. Por eso, hay que hacer algo. Eso sí, partiendo no del indefinido e incierto “buen vivir” sino del certero bien común; el primero característico de cualquier campaña electoral y el segundo derivado del mandato constitucional.

Para empezar, hay que exigir a las instituciones que funcionen “topándolas contra el cerco” ¡Eso y ya! Asimismo, hay que mandar al carajo a las “barras bravas”, las “turbas divinas” y otras especies propias del clientelismo partidista propiciado y alentado por unos y otros. ¿Qué no nos damos cuenta que quienes repudian a esas dos atrofiadas maquinarias electoreras, somos mayoría? ¿Qué no nos damos cuenta que esas dos empresas que comercian votos vendiendo falsas promesas, cada vez más y más convocan menos y menos?

Y por último. ¿Qué tiene usted que hacer, persona indignada, ante su vida real ninguneada? ¿Pasar de la indignación a la acción o quedarse en el vacío, en la nada? ¡La suerte está echada de ahora a siete años más! Habrá que hacer algo o seguir mal, bajo la dominación de los dos “partidosaurios”. Cierto que van camino a su extinción; pero a paso lento y a esa ritmo ‒como el paso del “pato criollo”‒  tras de sí seguirán obrando mal. 

Es en torno a las demandas de justicia que debe surgir la nueva organización popular; la de las mayorías excluidas y de las víctimas de la violencia de antes, durante y después de la guerra. Solo así se lograrán los cambios radicales y profundos postergados pues ‒lo afirmó el beato Romero el 2 de marzo de 1980, veintidós días antes de su martirio‒ “un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar; pero un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un pueblo que se hace respetar”.
 

¡Hay que despertar y hacerse respetar! Si no se reacciona ya, amalgamando a la población no sedada por los discursos populistas gastados de unos y otros, pasará lo peor. Parafraseando a Augusto Monterroso: el 2024 despertaremos y los dinosaurios todavía estarán ahí.


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