Benjamín Cuéllar
Cada
16 de enero, durante las casi dos décadas y media transcurridas desde que acabó
la guerra en El Salvador, en las discusiones políticas sobre el país y los
discursos de ocasión, casi siempre o siempre se hace referencia al “aniversario
de los acuerdos de paz”. Hoy solo son recuerdos… Faltan ya menos de tres meses
para llegar a esa fecha en la que, seguramente, la oficialidad y las Naciones
Unidas echarán las campanas al vuelo y tiraran la casa por la ventana. El país,
en esa fecha, volverá a ser noticia en el mundo por algo positivo: el “adiós a
las armas”.
Sí,
positivo pero lejano y nunca logrado a plenitud. Los enemigos acérrimos se
“amistaron” entre sí; dejaron de matarse mutuamente. Pero la muerte siguió
presente, paseándose por y en la patria; el pueblo nunca pudo estar unido y,
dividido como está, ya casi está vencido.
Muerte
violenta en medio de una “paz” guanaca demoledora de esquemas y marcas en materia de temor y dolor, dentro de un país
sin guerra declarada; también derrochadora de descaros e hipocresías entre
gobiernos centrales y locales, órganos que juzgan mal y legislan igual o peor,
partidos que le parten el alma a la sociedad… Pero, sobre todo, generadora de
víctimas. Es una “muerte natural” que no debería serlo. No debería; sin
embargo, lamentable y dolorosamente, lo es.
Cinco
lustros después de haberse vendido como esperanzador y luminoso ejemplo de
diálogo y acuerdo para alcanzar la democracia y el respeto irrestricto de los
derechos humanos, en este país se ha vuelto a hacer que se asuma como algo
normal la muerte brutal. Sobre todo la producida a balazos y que genera diez,
quince, veinte o veinticinco personas al día. “Murió de muerte natural”,
certifica la agudeza forense popular: le metieron siete u ocho “plomazos”. Era
natural que falleciera; raro sería que hubiera quedado con vida, dicen quienes
ni la burla perdonan.
Pero
la venta y el contrabando de armas de fuego, es negocio redondo que ni unos ni
otros lo han querido parar. Eso sí, unos y otros –firmantes de aquellos
acuerdos, vueltos difusos recuerdos manoseados a conveniencia– se acusan
implacables de todo y por todo, sin asumir la corresponsabilidad que tienen y
tendrán por los siglos de los siglos en la emergencia nacional económica ‒también
política, social y de seguridad‒ reconocida oficial y públicamente al más alto
nivel del poder formal. Los poderes oscuros, unos y otros, se empecinan en serrucharle
el piso al presente nacional y en dinamitar su futuro.
No
les quita el sueño ver en Caluco, Mejicanos y San Jacinto al pueblo –por el
cual se rasgan las vestiduras acusando al rival– agarrando sus bártulos en su
precariedad para salir huyendo de cualquier tipo de violencia que lo mantiene
en vilo, rumbo a no importa dónde con tal de salvarse. Eso sí, los politiqueros
ya casi están en campaña electoral; perdón, más bien, nunca han dejado de estarlo.
Que los veinte años de ARENA; que los siete del Frente. Y ni sumados todos,
hacen uno bueno.
Esa
es la historia de esta “paz” guanaca, que nunca existió y debe desmentirse. El
cercano 16 de enero del 2017 renovará peroratas gastadas, nada creíbles a estas
alturas. Le dará un respiro por unos cuantos días, quizás, a una “clase
política” del todo desprovista de elegancia y dignidad; eso sí, para la
ocasión, la falta de caché tratarán de enmascararla o al menos disimularla con más y más derroche
de hipocresía y descaro. “No hay más patrón ‒les endosa Aute‒ ni más ley ni más Dios
ni más rey que el maldito dinero… Arte, poseía, belleza, ¡qué extrañas
palabras! ¿Serán un conjuro? Hoy cualquier cerdo es capaz de quemar el Edén por
cobrar un seguro”. Por eso este país, va como va.
Ante
semejante e innegable escenario que hasta sus mismos arquitectos reconocen como
cierto ‒eso sí, en privado y echándose la culpa uno al otro‒ se debería
plantear tres desafíos con pretensión de propuestas pensando qué hacer para
cambiar o, al menos, comenzar a salir de la emergencia presidencialmente reconocida
y decretada. Emergencia que ‒por cierto‒ no es nuevo sino de quién sabe cuántos
años de preguerra, once de guerra y veinticinco de posguerra. Por eso, hay que
hacer algo. Eso sí, partiendo no del indefinido e incierto “buen vivir” sino
del certero bien común; el primero característico de cualquier campaña
electoral y el segundo derivado del mandato constitucional.
Para
empezar, hay que exigir a las instituciones que funcionen “topándolas contra el
cerco” ¡Eso y ya! Asimismo, hay que mandar al carajo a las “barras bravas”, las
“turbas divinas” y otras especies propias del clientelismo partidista propiciado
y alentado por unos y otros. ¿Qué no nos damos cuenta que quienes repudian a esas
dos atrofiadas maquinarias electoreras, somos mayoría? ¿Qué no nos damos cuenta
que esas dos empresas que comercian votos vendiendo falsas promesas, cada vez
más y más convocan menos y menos?
Y
por último. ¿Qué tiene usted que hacer, persona indignada, ante su vida real
ninguneada? ¿Pasar de la indignación a la acción o quedarse en el vacío, en la
nada? ¡La suerte está echada de ahora a siete años más! Habrá que hacer algo o seguir
mal, bajo la dominación de los dos “partidosaurios”. Cierto que van camino a su
extinción; pero a paso lento y a esa ritmo ‒como el paso del “pato criollo”‒ tras de sí seguirán obrando mal.
Es en
torno a las demandas de justicia que debe surgir la nueva organización popular;
la de las mayorías excluidas y de las víctimas de la violencia de antes, durante
y después de la guerra. Solo así se lograrán los cambios radicales y profundos postergados
pues ‒lo afirmó el beato Romero el 2 de marzo de 1980, veintidós días antes de
su martirio‒ “un pueblo desorganizado es una masa con la que se puede jugar;
pero un pueblo que se organiza y defiende sus valores, su justicia, es un
pueblo que se hace respetar”.
¡Hay
que despertar y hacerse respetar! Si no se reacciona ya, amalgamando a la
población no sedada por los discursos populistas gastados de unos y otros,
pasará lo peor. Parafraseando a Augusto Monterroso: el 2024 despertaremos y los
dinosaurios todavía estarán ahí.
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