martes, 23 de agosto de 2016

¿Está listo?

Benjamín Cuéllar

Hoy, en serio, se le abre al país una nueva oportunidad para cambiar de fondo. Ya le robaron varias. Entre las últimas, estuvo el Acuerdo de Ginebra. ¿No sería distinto El Salvador si se hubiese logrado, sino un irrestricto, al menos un aceptable respeto de los derechos humanos? ¿Estaría como está si se hubiese democratizarlo y si se hubiera alcanzado algún grado de unidad para, siquiera, encarar tamaños desafíos como las reformas en materia de salud y educación o para salirle adelante a dramas sociales tan extendidos como la exclusión y la violencia?

Pero no. Los dos “dinosaurios” que administran la cosa pública desde hace más de cinco lustros terminaron “su” guerra y nunca lo permitieron. De nada sirvió la cacareada “alternancia” entre ambos hace ya más de siete años. Esa fue otra de los últimos chances desperdiciados. Lo que hicieron sus hipócritas impulsores fue matar la esperanza; el cambio real solo alcanzó para algunos que únicamente se preocuparon por llenarse a montones, con el dinero del pueblo, sus bolsillos y los de sus lambiscones. 


Pero, de nuevo, acaba de encenderse otra luz al final del túnel. Bien lo escribió y canta el entrañable Serrat: “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo porque de ahí en adelante, solo cabe ir mejorando”.

Ciertamente este sufrido pedacito de tierra, ficticiamente subió alto de la mano de la ONU. Esta lo paseo y exhibió por el mundo, de un lado a otro, como el “modelo” a seguir en lo concerniente a “instaurar la democracia” y “garantizar la vigencia de los derechos humanos”. Pero como dicen con propiedad: mientras más alto se sube más duele la caída. Por eso, El Salvador duele allá abajo, donde sufren sus mayorías populares sin que nada le importe –allá arriba– a las minorías elitistas de viejo y nuevo cuño que lo han exprimido a su favor.

Pero en esos elevados círculos de poder, en este instante se están “comiendo las uñas” y no logran posarse en una silla con la tranquilidad que siempre les aseguró la impunidad. No saben cómo enfrentar lo que el gran Roque llamó, adelantado a su época, “el turno del ofendido”. Ya llegó, ya está aquí y hay que afrontarlo.

La infame e infamante amnistía de 1993 ya no protege a quienes, cobardemente, participaron en la ejecución de graves violaciones de derechos humanos y crímenes contra la humanidad. Ya no existe ese trapo sucio bajo el cual se cubrían los perpetradores de uno y otro bando. ¡Se acabó!

En la víspera de las dos décadas y media de terminada aquella guerra, el país tiene otra oportunidad para cambiar el que ‒desde siempre‒ ha sido su más feo retrato: una fea y maloliente “justicia”. Este fue descrito y denunciado en sus tiempos de heroica defensa de los derechos humanos, siendo “vos de los sin voz”, por el ahora beato Romero. El 20 de agosto de 1979, desde su púlpito profético, contó lo que le había dicho un “pobrecito”; ese fue el término preciso y cariñoso que utilizó para referirse al campesino que le dijo: “Es que la ley, monseñor, es como la culebra; sólo pica a los que andamos descalzados”. Eso contó exactamente hace veintisiete años, el venerado pastor y mártir. 



Casi catorce después, el 15 de marzo de 1993, la Comisión de la Verdad divulgó su informe. Sancionar a los perpetradores, sostuvo, era “un imperativo de la moral pública”; pero agregó que, en ese entonces, el sistema de justicia salvadoreño no reunía “los requisitos mínimos de objetividad e imparcialidad para impartirla de manera confiable”. Sobradas razones tenía para afirmar eso. Para muestra un botón: la deliberadamente torpe “investigación” y el fraudulento “juicio” en el caso de la masacre ejecutada en la UCA, a finales de 1989. 

Cuando aún no se cumplían siquiera los seis meses de haberse conocido la sentencia respectiva, la Comisión de la Verdad inició su trabajo; en el transcurso del mismo, le “corrigió la plana” en ese y otros hechos criminales a ese malévola, atrofiada y mal llamada “administración de justicia” nacional, la cual seguía siendo una maquiladora de iniquidades.

Desde la publicación del mencionado informe elaborado por esta entidad temporal, pasaron ya más de veintitrés años. A estas alturas es bueno y sano preguntar sí ya cambió el escenario; si está listo el sistema para funcionar como tal. Eso solo se puede responder, poniéndolo a prueba. Para ello, ahí están dos casos.

Uno es, precisamente, el de la masacre en la UCA. No es el único ni el más grave; pero sí es ‒entre los hechos criminales ocurridos antes y durante la guerra– uno de los más sólidos en cuanto a su investigación. El otro sí puede y debe considerarse la más terrible atrocidad ejecutada en medio de la “locura” que generaron, durante más de una década, los dos bandos que al finalizar aquella se dedicaron a matar la “esperanza”; para ello sí fueron capaces. Se trata de la matanza en El Mozote y otros cantones colindantes, del cual también se tiene suficiente información y una condena en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 


El Fiscal General de la República no debe argumentar falta de recursos para investigar. Que solo pague el flete para repatriar los archivos de la Comisión de Verdad que están allá en Nueva York, donde “todo es mejor” según canta Roy Brown. Luego, que judicialice esos dos casos para empezar a poner a prueba la institucionalidad de la que tanto presumieron ‒los firmantes de “su paz”‒ haber renovado.


“De la locura a la esperanza”, tituló su informe la Comisión de la Verdad. A final de cuentas, lo que hicieron fue maquillar a Frankenstein para participar en “miss universo”. Esa era una gran preocupación del máximo líder de la socialdemocracia salvadoreña. Guillermo Antonio Ungo, dicen que lo dijo, en medio de las negociaciones para superar la “locura”. Pero, pese a todo, tenemos enfrente una nueva oportunidad. ¿Está listo El Salvador para, por fin, aprovecharla? ¡Ojalá sí! Eso no depende del dirigente; depende de la gente. Y yo quiero que El Salvador, como Nueva York, esté mejor.


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