Benjamín Cuéllar
Hoy,
en serio, se le abre al país una nueva oportunidad para cambiar de fondo. Ya le
robaron varias. Entre las últimas, estuvo el Acuerdo de Ginebra. ¿No sería
distinto El Salvador si se hubiese logrado, sino un irrestricto, al menos un
aceptable respeto de los derechos humanos? ¿Estaría como está si se hubiese
democratizarlo y si se hubiera alcanzado algún grado de unidad para, siquiera,
encarar tamaños desafíos como las reformas en materia de salud y educación o
para salirle adelante a dramas sociales tan extendidos como la exclusión y la
violencia?
Pero
no. Los dos “dinosaurios” que administran la cosa pública desde hace más de
cinco lustros terminaron “su” guerra y nunca lo permitieron. De nada sirvió la
cacareada “alternancia” entre ambos hace ya más de siete años. Esa fue otra de
los últimos chances desperdiciados. Lo que hicieron sus hipócritas impulsores
fue matar la esperanza; el cambio real solo alcanzó para algunos que únicamente
se preocuparon por llenarse a montones, con el dinero del pueblo, sus bolsillos
y los de sus lambiscones.
Pero, de nuevo, acaba de encenderse otra luz al
final del túnel. Bien lo escribió y canta el entrañable Serrat: “Bienaventurados los que están en el fondo del pozo porque de ahí en
adelante, solo cabe ir mejorando”.
Ciertamente este sufrido pedacito de
tierra, ficticiamente subió alto de la mano de la ONU. Esta lo paseo y exhibió
por el mundo, de un lado a otro, como el “modelo” a seguir en lo concerniente a
“instaurar la democracia” y “garantizar la vigencia de los derechos humanos”.
Pero como dicen con propiedad: mientras más alto se sube más duele la caída.
Por eso, El Salvador duele allá abajo, donde sufren sus mayorías populares sin
que nada le importe –allá arriba– a las minorías elitistas de viejo y nuevo cuño
que lo han exprimido a su favor.
Pero en esos elevados círculos de poder, en este
instante se están “comiendo las uñas” y no logran posarse en una silla con la
tranquilidad que siempre les aseguró la impunidad. No saben cómo enfrentar lo
que el gran Roque llamó, adelantado a su época, “el turno del ofendido”. Ya
llegó, ya está aquí y hay que afrontarlo.
La infame e infamante amnistía de 1993 ya no
protege a quienes, cobardemente, participaron en la ejecución de graves
violaciones de derechos humanos y crímenes contra la humanidad. Ya no existe
ese trapo sucio bajo el cual se cubrían los perpetradores de uno y otro bando.
¡Se acabó!
En la víspera de las dos décadas y media de
terminada aquella guerra, el país tiene otra oportunidad para cambiar el que ‒desde
siempre‒ ha sido su más feo retrato: una fea y maloliente “justicia”. Este fue
descrito y denunciado en sus tiempos de heroica defensa de los derechos humanos,
siendo “vos de los sin voz”, por el ahora beato Romero. El 20 de agosto de
1979, desde su púlpito profético, contó lo que le había dicho un “pobrecito”;
ese fue el término preciso y cariñoso que utilizó para referirse al campesino
que le dijo: “Es que la ley, monseñor,
es como la culebra; sólo pica a los que andamos descalzados”. Eso contó
exactamente hace veintisiete años, el venerado pastor y mártir.
Casi catorce después, el 15 de marzo de 1993, la
Comisión de la Verdad divulgó su informe. Sancionar a los perpetradores, sostuvo,
era “un imperativo de la moral pública”; pero agregó que, en ese entonces, el
sistema de justicia salvadoreño no reunía “los requisitos mínimos de
objetividad e imparcialidad para impartirla de manera confiable”. Sobradas
razones tenía para afirmar eso. Para muestra un botón: la deliberadamente torpe
“investigación” y el fraudulento “juicio” en el caso de la masacre ejecutada en
la UCA, a finales de 1989.
Cuando aún no se cumplían siquiera los seis
meses de haberse conocido la sentencia respectiva, la Comisión de la Verdad
inició su trabajo; en el transcurso del mismo, le “corrigió la plana” en ese y
otros hechos criminales a ese malévola, atrofiada y mal llamada “administración
de justicia” nacional, la cual seguía siendo una maquiladora de iniquidades.
Desde la publicación del mencionado informe
elaborado por esta entidad temporal, pasaron ya más de veintitrés años. A estas
alturas es bueno y sano preguntar sí ya cambió el escenario; si está listo el
sistema para funcionar como tal. Eso solo se puede responder, poniéndolo a
prueba. Para ello, ahí están dos casos.
Uno es, precisamente, el de la masacre en la
UCA. No es el único ni el más grave; pero sí es ‒entre los hechos criminales
ocurridos antes y durante la guerra– uno de los más sólidos en cuanto a su
investigación. El otro sí puede y debe considerarse la más terrible atrocidad
ejecutada en medio de la “locura” que generaron, durante más de una década, los
dos bandos que al finalizar aquella se dedicaron a matar la “esperanza”; para
ello sí fueron capaces. Se trata de la matanza en El Mozote y otros cantones
colindantes, del cual también se tiene suficiente información y una condena en
la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El Fiscal General de la República no debe
argumentar falta de recursos para investigar. Que solo pague el flete para
repatriar los archivos de la Comisión de Verdad que están allá en Nueva York,
donde “todo es mejor” según canta Roy Brown. Luego, que judicialice esos dos
casos para empezar a poner a prueba la institucionalidad de la que tanto
presumieron ‒los firmantes de “su paz”‒ haber renovado.
“De la locura a la esperanza”, tituló su informe
la Comisión de la Verdad. A final de cuentas, lo que hicieron fue maquillar a
Frankenstein para participar en “miss universo”. Esa era una gran preocupación
del máximo líder de la socialdemocracia salvadoreña. Guillermo Antonio Ungo,
dicen que lo dijo, en medio de las negociaciones para superar la “locura”.
Pero, pese a todo, tenemos enfrente una nueva oportunidad. ¿Está listo El
Salvador para, por fin, aprovecharla? ¡Ojalá sí! Eso no depende del dirigente;
depende de la gente. Y yo quiero que El Salvador, como Nueva York, esté mejor.
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