viernes, 12 de agosto de 2016

Carapintadas

Benjamín Cuéllar

El 27 de abril 1991, la “rebeldía” salvadoreña ahora sepultada y el entonces militarizado Gobierno nacional, firmaron en México el cuarto documento producido durante sus negociaciones que culminaron hace casi cinco lustros. Se acerca el aniversario. Lo que está lejos, lamentablemente, es lo ofrecido por ese par de vetustos y vacuos actores en la melodramática polítiquería nacional de posguerra. Doce meses antes, se obligaron en Ginebra a dejar de combatir entre sí lo más pronto posible; además se comprometieron a democratizar el país, respetar los derechos humanos y (re)unificar la sociedad. Ese, dijo la ONU, era el “camino de la paz”.

Volviendo al Acuerdo de México, que propició una reforma constitucional sustantiva, cabe recordar que hubo un “pero” por parte de la entonces guerrilla y ahora Gobierno. Al final, en una “declaración unilateral”, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) cuestionó la redacción del artículo 211; no aceptaba que la Fuerza Armada apareciera como una “institución permanente”. Además, exigía una “desmilitarización” sin dar explicaciones; supondría que del país, pues la de la seguridad pública y de la futura Policía Nacional Civil ya estaban convenidas.

Con esos antecedentes, a poquito más de los ciento cincuenta días del veinticinco aniversario del Acuerdo de Chapultepec, cabe preguntar cómo están las cosas. ¿Bien? ¡Para nada! Un vistazo sobre algo que ha dado mucho de qué hablar recientemente, es suficiente para respaldar tal aseveración. 

En algunos medios apareció una noticia alarmante para un país que, sin sufrir los estragos de una guerra es considerado si no el más violento, uno de los más violentos del planeta. Habían desaparecido, se afirmó, más de mil quinientos pertrechos; no estaban, se esfumaron. Eso ocurría en una tierra por décadas anegada en sangre, sin que ningún Gobierno –ni este ni los anteriores‒ hayan hecho algo por “agarrar al toro por los cuernos”. Si el director de la Policía Nacional Civil ‒comisionado Howard Cotto‒ acaba de afirmar que el 83% de los homicidios y feminicidios se cometen con armas de fuego, no hay dónde perderse. Al menos, habría que comenzar por suspender la venta legal de estos artefactos mortíferos. Pero no. Son muy grandes, enormes, los intereses en juego.  

Hace unos meses, con cifras oficiales en mano, un periódico digital soltó unos datos que le pararían los pelos incluso a quienes no tenemos: del 2010 al 2015, el promedio anual de armas registradas fue once mil; es decir, treinta diarias. Según la misma fuente, del 2009 al 2014 –años de “esperanza”, “cambio” y “buen vivir”– la suma de dólares por su venta legal superó los nueve millones; en el 2014, poco faltó para alcanzar los dos millones.

Siendo en El Salvador “artículos de primera necesidad”, sea para una poco probable protección o para un bastante factible ataque, que se pierdan armas propiedad de la milicia es algo gravísimo. Frente a la noticia del descomunal extravío mencionado, en su defensa, el ya añejo ministro de la misma salió al paso con paso firme y voz de mando. Cobijado por ochenta y seis oficiales, leyó un comunicado desmintiéndola y descalificando a quienes la difundieron.

Dijo algo así como: “Esas armas las tenemos; hasta se las podemos mostrar”. Pero no las mostró. Aceptó haber perdido diecinueve, entre ametralladoras y fusiles; pero, agregó,  habían recuperado tres de cada tipo. Además, sostuvo que “los señores oficiales salen con su armamento y lo dejan en su vehículo y les abren los vehículos”. Por persignarse, terminó arañándose grueso. ¿Serán de esos oficiales los que están al mando de la abundante tropa que realiza, desde el 16 de julio de 1993 hasta la fecha, tareas de seguridad pública?

Acá por todos lados hay armas y en todos lados se pueden conseguir, dentro o fuera de los cuarteles. Acaba de regresarse, “triste” y “condolido”, a seguir fungiendo como embajador en Alemania el “pobre” general José Atilio Benítez Parada. “Pobre”, sí, porque vino al país a “limpiar su nombre ante la justicia” luego de que lo acusaran de traficar armas, aprovechándose de sus anteriores cargos: viceministro y ministro de la Defensa Nacional durante la presidencia de Mauricio Funes, quien también tiene registradas casi un centenar. Vino a eso y no lo dejaron dos partidos: el FMLN y la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), que votaron contra su antejuicio. 


 Todo eso ocurre en un país gravemente enfermo; un país con su siempre precaria salud cada vez más complicada por la exclusión y la desigualdad, agravadas con la inseguridad y la violencia. A quienes viven eternamente en aflicción por ese estado crítico, sus médicos les dicen: va mejorando. La sobredosis de militarización, lo está levantando; pronto caminará. Y alegan: de veintidós víctimas mortales diarias durante el primer trimestre del 2016, más del 80% con arma de fuego, hoy bajaron a once y media. Es como si a un paciente terminal le bajan la temperatura con trapos húmedos.

Para acabar de fregar, recién apareció desfilando por las calles capitalinas un puñado de “carapintadas”: el alto mando castrense, encabezado por su “líder”. El por ya siete años ministro, general David Munguía Payés, no me recordó al teniente coronel Aldo Rico cuando en 1987 ‒también con “carapintadas”‒ se alzó contra el presidente argentino Raúl Alfonsín; ese golpista real estaba furibundo por el juzgamiento de militares violadores de derechos humanos. Más bien me recordó a su antecesor, el general René Emilio Ponce, quien en marzo de 1993 apareció despotricando contra el informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, arropado por casi nueve decenas de oficiales. Está la foto del recuerdo; eso sí, sin ningún “carapintada” rodeándolo.  




Esos “carapintadas” guanacos, ¿estarán pensando alejarse del cada vez más lejano “camino de la paz”?











Imágenes tomadas de internet. 





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