Benjamín Cuéllar
El 27 de abril 1991, la “rebeldía” salvadoreña
ahora sepultada y el entonces militarizado Gobierno nacional, firmaron en
México el cuarto documento producido durante sus negociaciones que culminaron
hace casi cinco lustros. Se acerca el aniversario. Lo que está lejos,
lamentablemente, es lo ofrecido por ese par de vetustos y vacuos actores en la
melodramática polítiquería nacional de posguerra. Doce meses antes, se
obligaron en Ginebra a dejar de combatir entre sí lo más pronto posible; además
se comprometieron a democratizar el país, respetar los derechos humanos y
(re)unificar la sociedad. Ese, dijo la ONU, era el “camino de la paz”.
Volviendo al Acuerdo de México, que propició una reforma
constitucional sustantiva, cabe recordar que hubo un “pero” por parte de la
entonces guerrilla y ahora Gobierno. Al final, en una “declaración unilateral”,
el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) cuestionó la
redacción del artículo 211; no aceptaba que la Fuerza Armada apareciera como
una “institución permanente”. Además, exigía una “desmilitarización” sin dar
explicaciones; supondría que del país, pues la de la seguridad pública y de la
futura Policía Nacional Civil ya estaban convenidas.
Con esos antecedentes, a poquito más de los ciento
cincuenta días del veinticinco aniversario del Acuerdo de Chapultepec, cabe
preguntar cómo están las cosas. ¿Bien? ¡Para nada! Un vistazo sobre algo que ha
dado mucho de qué hablar recientemente, es suficiente para respaldar tal aseveración.
En algunos medios apareció una noticia alarmante para
un país que, sin sufrir los estragos de una guerra es considerado si no el más
violento, uno de los más violentos del planeta. Habían desaparecido, se afirmó,
más de mil quinientos pertrechos; no estaban, se esfumaron. Eso ocurría en una
tierra por décadas anegada en sangre, sin que ningún Gobierno –ni este ni los
anteriores‒ hayan hecho algo por “agarrar al toro por los cuernos”. Si el director de la Policía Nacional Civil ‒comisionado Howard
Cotto‒ acaba de afirmar que el 83% de los homicidios y feminicidios se cometen
con armas de fuego, no hay dónde perderse. Al menos, habría que comenzar por
suspender la venta legal de estos artefactos mortíferos. Pero no. Son muy
grandes, enormes, los intereses en juego.
Hace unos meses, con cifras oficiales en
mano, un periódico digital soltó unos datos que le pararían los pelos incluso a
quienes no tenemos: del 2010 al 2015, el promedio anual de armas registradas
fue once mil; es decir, treinta diarias. Según la misma fuente, del 2009 al
2014 –años de “esperanza”, “cambio” y “buen vivir”– la suma de dólares por su
venta legal superó los nueve millones; en el 2014, poco faltó para alcanzar los
dos millones.
Siendo en El Salvador “artículos de
primera necesidad”, sea para una poco probable protección o para un bastante
factible ataque, que se pierdan armas propiedad de la milicia es algo gravísimo.
Frente a la noticia del descomunal extravío mencionado, en su defensa, el ya
añejo ministro de la misma salió al paso con paso firme y voz de mando.
Cobijado por ochenta y seis oficiales, leyó un comunicado desmintiéndola y
descalificando a quienes la difundieron.
Dijo algo así como: “Esas armas las
tenemos; hasta se las podemos mostrar”. Pero no las mostró. Aceptó haber
perdido diecinueve, entre ametralladoras y fusiles; pero, agregó, habían recuperado tres de cada tipo. Además,
sostuvo que “los señores oficiales salen con su armamento y lo dejan en su
vehículo y les abren los vehículos”. Por persignarse, terminó arañándose
grueso. ¿Serán de esos oficiales los que están al mando de la abundante tropa
que realiza, desde el 16 de julio de 1993 hasta la fecha, tareas de seguridad pública?
Acá por todos lados hay armas y en todos
lados se pueden conseguir, dentro o fuera de los cuarteles. Acaba de regresarse,
“triste” y “condolido”, a seguir fungiendo como embajador en Alemania el
“pobre” general José Atilio Benítez Parada. “Pobre”, sí, porque vino al país a
“limpiar su nombre ante la justicia” luego de que lo acusaran de traficar armas,
aprovechándose de sus anteriores cargos: viceministro y ministro de la Defensa
Nacional durante la presidencia de Mauricio Funes, quien también tiene
registradas casi un centenar. Vino a eso y no lo dejaron dos partidos: el FMLN
y la Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), que votaron contra su antejuicio.
Todo eso ocurre en un país gravemente
enfermo; un país con su siempre precaria salud cada vez más complicada por la
exclusión y la desigualdad, agravadas con la inseguridad y la violencia. A
quienes viven eternamente en aflicción por ese estado crítico, sus médicos les
dicen: va mejorando. La sobredosis de militarización, lo está levantando;
pronto caminará. Y alegan: de veintidós víctimas mortales diarias durante el
primer trimestre del 2016, más del 80% con arma de fuego, hoy bajaron a once y
media. Es como si a un paciente terminal le bajan la temperatura con trapos húmedos.
Para acabar de fregar, recién apareció
desfilando por las calles capitalinas un puñado de “carapintadas”: el alto
mando castrense, encabezado por su “líder”. El por ya siete años ministro, general
David Munguía Payés, no me recordó al teniente coronel Aldo Rico cuando en 1987
‒también con “carapintadas”‒ se alzó contra el presidente argentino Raúl
Alfonsín; ese golpista real estaba furibundo por el juzgamiento de militares
violadores de derechos humanos. Más bien me recordó a su antecesor, el general
René Emilio Ponce, quien en marzo de 1993 apareció despotricando contra el
informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, arropado por casi nueve decenas
de oficiales. Está la foto del recuerdo; eso sí, sin ningún “carapintada”
rodeándolo.
Esos
“carapintadas” guanacos, ¿estarán pensando alejarse del cada vez más lejano
“camino de la paz”?
Imágenes tomadas de internet.
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