Benjamín Cuéllar
Hoy casi todo mundo habla bien del Fiscal General de
la República. Los “malacates” –como dijo aquel “peso pesado” entre esa ralea‒ y
sus compinches públicos y privados, son los únicos que lo atacan. Son los menos,
pero aún con mucho poder. El resto de la gente informada y preocupada por el
país, ve con buenos ojos el trabajo de Douglas Meléndez. En realidad, este se
está ganando –poco a poco– un
reconocimiento positivo; ojalá no defraude. Hay que apoyarlo, por ejemplo, en
su legítima demanda de recursos y en la censura de los ataques que recibe por
quienes ya están siendo procesados, quienes están a punto de serlo y quienes
tiemblan al voltear para arriba y ver su “techo de vidrio”.
Todo mundo habla también de las recientes capturas
ordenadas por el “fiscalón”; así le han dicho y le dicen en la institución a
todos los que se convierten en sus titulares. Cuando algún día una mujer ocupe
el cargo, hasta la fecha no ha sucedido, le dirán la “fiscalona”. A personajes como
esos ahora tras las rejas, nunca o casi nunca se los había cargado un sistema
de justicia que siempre, siempre ha dejado mucho que desear; ahora pasan a los
tribunales y habrá que ver cómo les va. Ojalá la judicatura esté a la altura.
Desde el enfoque de derechos humanos, hay que exigir respeto del debido proceso
y las garantías judiciales para los acusados; pero también justicia para las
víctimas de sus fechorías.
La honradez celebra que ya no sean solo “chimbolos”
los que pesca la Fiscalía General de la República; estos que acaban de atrapar no
son los peces gordos, gordos… Quizás uno sí. Pero algo es algo. Quién se iba a
imaginar que algún día, en este paraíso de la impunidad, sería procesado un
“fiscalón” a menos de un año ‒ocho meses para ser exactos‒ de haber entregado
el cargo, sentando así un importante precedente al ser acusado por omisión de
investigación.
También se acusa al ahora imputado, Luis Martínez, por
el delito de fraude procesal; pero el primero, es el que se lleva las
palmas. Este singular sujeto ‒según el
artículo 311 del Código Penal y la Fiscalía‒ siendo su titular se negó a
promover la investigación de hechos delictivos que sabía se habían realizado en
razón de sus funciones. De ser encontrado culpable de haberlo cometido, tendría
que purgar una pena de tres a cinco años de prisión.
Por cierto, en octubre del año pasado José Luís Merino ‒de quien se
dice es el poder tras el trono en el partido de Gobierno‒ sostuvo que Martínez
había “hecho el esfuerzo necesario”. “Ha habido una notoria mejoría ‒continuó
Merino‒ en la capacidad investigativa de la Fiscalía; ha ayudado a que mejore
la aplicación de la justicia en el país”. Al preguntarle si para el FMLN
merecía ser reelecto, Merino contestó: “Yo creo que sí”. Vean hoy en qué lio se
encuentra su “preferido”. Uno se pregunta: ¿A cuenta de qué ese apoyo?
En medio de esa vorágine, no “sacudón” como
peculiarmente expresó quien ocupa formalmente ese mencionado trono, aparece
salpicado Mauricio Funes y –como hizo él con Francisco Flores‒ lo están
haciendo añicos por todos lados. Por más que uno u otro no sea “santo de su
devoción”, nadie debería hacer eso por mucho que el primero lo haya hecho con
el segundo. No por la supuesta “dignidad” de haber sido presidentes de la
República; con su desempeño, cada quien a su modo, no parece ser que se la
merezcan. Es por su dignidad humana.
A Funes lo atacó Jorge Velado, presidente del partido
Alianza Democrática Nacionalista (ARENA) hasta este día. De su perorata
primera, tras los allanamientos en residencias y negocios de un empresario
fundador del movimiento llamado “Amigos de Mauricio”, medios y redes destacaron los retorcidos
deseos de Velado: ver a Funes dentro de la bartolina donde metieron a Flores en
su momento. Pero ninguno rescató, que yo sepa, cuando se refirió a la familia
de este último. Para Velado, Funes no se puso a pensar en esa familia cuando
cometió el primer “homicidio político” después de la guerra. Eso dijo.
Deliberadamente, todo lo anterior sirve para llegar a
este tema que es lo que en realidad me interesa: la familia, sus sentimientos
de dolor y sus deseos de justicia; sus legítimas exigencias de verdad y la
obligación estatal de repararles los daños causados. Pero no se trata de la
familia Flores Rodríguez, que tiene recursos para hacerlo sola y ‒hoy sí‒ con
Velado acompañándola.
Ahora reclamo eso para las familias de las víctimas de
las atrocidades cometidas por uno y otro bando, antes y durante la guerra; uno
y otro bando que, tras la misma, se dedicaron a garantizarse su “buen vivir”
‒con o sin corrupción‒ y defender corruptos. Por eso temblequean tanto luego de
declararse inconstitucional la amnistía. Esa infamia fue tabla de salvación,
hasta hace poco, para quienes siempre negaron esos derechos a estas familias
víctimas; para quienes dijeron luchar antes por la revolución y ahora sostienen
que primero está una difusa, malentendida y conveniente “reconciliación”, no
puede hablarse más que de traición.
Yo mientras tanto, para no dejar que salga de la
agenda, seguiré en lo mismo: con el dedo en la llaga purulenta de la impunidad,
“trapo sucio” con el que cubren a criminales, seguro de que el problema no es
el dedo sino la llaga.