miércoles, 18 de mayo de 2016

Roque y los demás están atentos

Benjamín Cuéllar

“Los muertos están cada día más indóciles”, sentenció el poeta. “Antes era fácil con ellos. Les dábamos un cuello duro, una flor. Loábamos sus nombres en una larga lista: ‘que los recintos de la patria’, ‘que las sombras notables’, ‘que el mármol monstruoso’... El cadáver firmaba en pos de la memoria. Iba de nuevo a filas y marchaba al compás de nuestra vieja música”. Él, el poeta engrosó –luego, luego a sus casi cuarenta años– la lista de esos muertos que empezaban a ser distintos por incómodos. Un 10 de mayo, el de 1975, dejó de estar entre los vivos; se supo después que lo habían ejecutado sus compañeros de lucha. ¿Compañeros? ¿De lucha? ¡Por favor! Sus asesinos, ¡eso sí! En seguida, quienes lo despacharon físicamente de este mundo destilaron una verborrea de lo más incendiaria, pavoneándose como “victoriosos” ante uno “de los ataques más peligrosos” lanzados en su contra por “la tiranía y el imperialismo”. 


Dirigida la referida agresión por la Agencia Central de Inteligencia estadounidense, la temida CIA, el Ejército Revolucionario del Pueblo –el terrible ERP– impidió que sus infames antagonistas lo infiltraran y destruyeran; no permitió, dijeron, que “las masas populares” cayeran “en la frustración al ver una de sus organizaciones de vanguardia aniquilada por el enemigo”. 


¿Cómo salió “avante” y “vencedor” de esa “dura encrucijada” el grupo rebelde salvadoreño que dirigían Alejandro Rivas Mira (alias “Sebastián”), Joaquín Villalobos (alias “Atilio”), y Jorge Meléndez (alias “Jonás”)? Capturando en abril de ese año a “Julio” y “Pancho”; esos, respectivamente, eran los seudónimos de Roque Dalton y Armando Arteaga. Semanas más tarde, anunciando que el primero había sido “detectado, capturado y fusilado por las fuerzas del ERP”. Junto a él también mataron a quien Dalton, aseguró la jefatura del grupo guerrillero, había instigado y puesto en su contra. Así, pues, “Julio” y “Pancho” pasaron a insolentar a más muertos.

“Pero qué va… –escribió por eso el bardo inmolado– Los muertos son otros desde entonces. Hoy se ponen irónicos… Preguntan. Me parece que caen en la cuenta de ser cada vez más la mayoría”. Claro que sí; desde entonces, más y más, pasaron a ser las mayorías populares que a diario desafiaron y desafían la muerte lenta y muerte la violenta. A veces las esquivan; muchas veces no.

Y sus verdugos, quienes llamaban “masas” al pueblo sufriente, comenzaron a labrar su futuro. Iniciaron el camino a las montañas, de donde bajarían a disrutar el “descanso del guerrero”. Uno de ellos, el “gran hermano”, no tomó esa ruta: “Sebastián” desapareció, con dinero mal habido en nombre de la “causa”. Pero los demás, sí. Hoy el comandante “Atilio”, como “lumbrera” de la politiquería internacional, observa al país y habla del mismo desde su heredad en Inglaterra; su camarada “Jonás” permanece impune, protegido por la invulnerabilidad que lo ha cobijado por siete años durante los gobiernos del cambio y la esperanza, ese par de ladrillos puestos y pateados en la antesala de un “buen vivir” que no llega más que para una minoría. 


 Cuando vio a “Jonás” entre sus funcionarios, la familia Dalton le reclamó al embaucador que prometió no temblaría al “combatir” a la corrupción. La esposa y los hijos de Roque le prohibieron pronunciar su nombre y le añadieron, entonces, el verso que le faltaba al poema “Alta hora de la noche”; en adelante, debería terminar así: “Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre, si la verdad y la justicia siguen siendo huecas en esta tierra recargada de muerte”. La respuesta de Mauricio Funes fue la siguiente: “Roque Dalton no es de los hijos, Roque Dalton es del pueblo salvadoreño. Es como monseñor Romero. Roque Dalton es la esencia de nuestra expresión cultural y por lo tanto es patrimonio del pueblo salvadoreño, no patrimonio de particulares”. 

Particular zafada. ¡Seguro es del pueblo! De ninguna forma pueden robárselo unas élites partidistas, políticas, económicas y/o mediáticas. En eso, Funes sí tuvo razón. Es de las mayorías populares; de esas que no entraron hace siete años a Casa Presidencial, de donde él quizás presuma haber salido sin pena y con gloria. Por eso Roque sigue entonando su “Canción de protesta”, poema que le dedicó a su entrañable Silvio. “Cayó mortalmente herido –escribió– de un machetazo en la guitarra. Pero aún tuvo tiempo de sacar su mejor canción de la funda  y disparar con ella contra su asesino, que pareció momentáneamente desconcertado llevándose los índices a los oídos y pidiendo a gritos que apagaran la luz”.
  


Es esa luz la que hay que volver encender, sin mesianismos frustrantes; más bien, con una necesaria y urgente resurrección de rebeldía popular ante lo indigno. Es la luz de la verdad y la justicia que molesta a quienes enarbolan ilegítima e inmoralmente, con la izquierda o la derecha, ese par de buenos sueños que un día brillarán potentes. Porque –parafraseando al mismo Silvio– el tiempo debe estar y estará a favor de buenos sueños, pronunciándose a golpes apurado. Oigan bien timadores “de los pequeños, de los desnudos, de los olvidados” y usurpadores de sus causas: Roque y los demás seguirán “atentos con la absorta pupila de lo eterno, dando voces de amor a cuatro vientos y apurando las ruinas del infierno”.


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