Benjamín Cuéllar
febrero 2016
La polarización
política daña profundamente al país. Hasta ahora, sin salida visible en el horizonte,
este permanece atrapado entre las garras de dos bandos electoreros que –de
forma descarada e impune– solo piensan en sus intereses y actúan para imponerse
uno sobre el otro, a cómo dé lugar. Se vale todo y qué. Eso no es nuevo. Ya
pasaron así, oficialmente, casi treinta y seis años. Lo hicieron en las
trincheras y, tras el fin de las hostilidades, lo continuaron y continúan
haciendo en las urnas. Por eso, el pasado sigue siendo presente y con altas
posibilidades de arruinar del todo el futuro. Culpa de ese eterno “choque de
trenes” desfasados. Cambiaron las balas por los votos, los ideales por los
negocios, las masas por los dólares. Traicionaron su palabra empeñada en los
acuerdos de paz, desde Ginebra hasta Chapultepec.
En Ginebra se
comprometieron a terminar la guerra para iniciar el tránsito a la paz y lo cumplieron
casi impecablemente. Ese era el primer gran objetivo de un proceso de
pacificación que tan solo alcanzó para eso: el fin de los combates armados
entre sí. Nada más, pues otros dos componentes del mismo –impulsar la
democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos
humanos– terminaron siendo “letra muerta”. Dicen que cumplieron, pero no. Nadie
en su sano juicio les cree, cuando se vive donde asusta la falta de
oportunidades para un digno desarrollo humano y espanta la violencia. Nos
dieron paja; paja de la más barata. Cambiaron mucho la forma, para no cambiar
nada de fondo. El bien común y la paz siguen siendo quimeras; “cantos de
sirena” desafinados.
¿Por qué? Pues
porque para una transformación estructural, era preciso concretar el último de
los propósitos de la “hoja de ruta” hacia la paz. A final de cuentas, la
reunificación de la sociedad acabó siendo otra ficción más. Esta aspiración,
más bien debió ser formulada como “unificación” sin el prefijo “re”, pues nunca
ha habido unidad más que para la guerra con Honduras o en torno a la “selecta” –la
así llamada pobre selección de fútbol mayor– hasta antes de los “amaños”. La
real y duradera unidad nacional, al menos para enfrentar el perenne
desangramiento entre las mayorías populares, era la clave para no terminar
cayendo en las “tres guerras” actuales que se libran en casi todo el país:
entre maras, contra las maras y de las maras contra la población. Tres guerras
que tienen algo o mucho de “sucias”, usted dirá; quizás hasta de “cochinas”.
Eso pasa porque
tanto una como la otra pandilla –las electoreras– se dedicaron y dedican en la
práctica, de forma constante y sin reparo alguno, a dividir la sociedad casi al
mejor estilo “bushiano”: entre quienes “están conmigo”, quienes “están contra
mí” y quienes no están ni con una ni con la otra. Este último segmento de la
población es mayoritario, pero está adormilado o del todo dormido, atormentado
por una prolongada y dantesca pesadilla llamada “realidad”.
Y, convertidos
en maquinarias politiqueras, aprovechadas y marrulleras, esas dos pandillas también
faltaron a su palabra empeñada en Chapultepec. No solo una, sino bastantes
veces. Pero la más infame deshonra a sus compromisos tiene que ver con la
superación de la impunidad. Pactaron eso y quedó escrito en el numeral 5,
capítulo 1 del mencionado Acuerdo. Sin embargo, la impunidad más bien se
fortaleció y se favoreció el incremento de la violencia al amarrar de pies y
manos a la justicia.
Lo hicieron con
el decreto de la amnistía más amplia, incondicional y absoluta posible; por
tanto, de las más cuestionadas o tal vez la más cuestionada en el mundo moderno.
Pero esa es ya una mala costumbre nacional, pues los dueños de esta finca
llamada El Salvador siempre han echado mano de tan funesto recurso; lo han
hecho para salir bien librados, después de haber mandado a sus mandadores a
cometer cualquier tipo de atrocidades y producir innumerables víctimas. Hubo
antes otras amnistías en la historia nacional; perdón, demasiadas. Pero la del
20 de marzo de 1993 es la más infame, por ser violatoria de todos los
estándares internacionales de derechos humanos y propiciadora de la impunidad.
Ese pasado ominoso de barbarie se debió encarar y resolver de otra manera, con
mecanismos propios de la justicia transicional entre los cuales están los de la
restaurativa.
Hoy por hoy,
pues, El Salvador es una mesa de cuatro patas: el hambre, la sangre, la corrupción
y la impunidad. Hay que machacar eso, porque nunca mandarán a reparar o las cambiarán
quienes en esa mueble se dan “la gran comilona”. En todo caso, lo que
probablemente pueda suceder es que se rompan esos endebles soportes y se
desplome a pedazos el país, como ya ocurrió en el pasado reciente y en el otro un
poco más lejano. Y puede ser que ese posible desplome sea más estrepitoso y
violento que los de antaño.
No queda de
otra, entonces. Hay que ponerle freno a esa nefasta polarización partidista más
que política, porque ninguno de los dos “dinosaurios” enfrentados tiene un
verdadero proyecto político que ofrecer al país. Ninguno ha hecho ni quiere
hacer algo para evitar otro descalabro: dejar de impedirle al pueblo que
irrumpa en el escenario y asuma un real protagonismo.
Ese pueblo está
lleno de víctimas. Las hay a montones. Las engendraron antes de la guerra y
durante la guerra. Lo peor es que siguieron surgiendo en la posguerra y siguen
habiendo en el marco de las tres guerras actuales, tanto por la muerte lenta
como por la muerte violenta. Todas deberían despertar y hacerle la vida
imposible a ese par de monstruos que se creen, hasta hoy, intocables e inamovibles.
Si se lograra que todas las víctimas existentes salieran a las calles y
reclamaran el respeto de sus derechos a todo nivel, seguro se juntarían más
personas en pie de lucha que en Guatemala y Honduras.
Por eso la
pregunta: ¿Agorero? Para nada. La raíz etimológica del término no es la de “ave
de mal agüero”. Viene del latín “augurium” y significa “augurio, predicción,
acto de consulta a los dioses sobre lo favorable de algo a emprender”. Hay que
augurarle, entonces, algo bueno a El Salvador: el despertar de su pueblo
victimizado. Porque nunca habrá un Estado garante de los derechos humanos,
mientras su sociedad realmente no sea demandante de su respeto. Hay que pasar,
pues, de la indignación a la acción.
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