lunes, 7 de marzo de 2016

¿Agorero? Para nada

Benjamín Cuéllar
febrero 2016

La polarización política daña profundamente al país. Hasta ahora, sin salida visible en el horizonte, este permanece atrapado entre las garras de dos bandos electoreros que –de forma descarada e impune– solo piensan en sus intereses y actúan para imponerse uno sobre el otro, a cómo dé lugar. Se vale todo y qué. Eso no es nuevo. Ya pasaron así, oficialmente, casi treinta y seis años. Lo hicieron en las trincheras y, tras el fin de las hostilidades, lo continuaron y continúan haciendo en las urnas. Por eso, el pasado sigue siendo presente y con altas posibilidades de arruinar del todo el futuro. Culpa de ese eterno “choque de trenes” desfasados. Cambiaron las balas por los votos, los ideales por los negocios, las masas por los dólares. Traicionaron su palabra empeñada en los acuerdos de paz, desde Ginebra hasta Chapultepec. 


En Ginebra se comprometieron a terminar la guerra para iniciar el tránsito a la paz y lo cumplieron casi impecablemente. Ese era el primer gran objetivo de un proceso de pacificación que tan solo alcanzó para eso: el fin de los combates armados entre sí. Nada más, pues otros dos componentes del mismo –impulsar la democratización del país y garantizar el irrestricto respeto de los derechos humanos– terminaron siendo “letra muerta”. Dicen que cumplieron, pero no. Nadie en su sano juicio les cree, cuando se vive donde asusta la falta de oportunidades para un digno desarrollo humano y espanta la violencia. Nos dieron paja; paja de la más barata. Cambiaron mucho la forma, para no cambiar nada de fondo. El bien común y la paz siguen siendo quimeras; “cantos de sirena” desafinados.

¿Por qué? Pues porque para una transformación estructural, era preciso concretar el último de los propósitos de la “hoja de ruta” hacia la paz. A final de cuentas, la reunificación de la sociedad acabó siendo otra ficción más. Esta aspiración, más bien debió ser formulada como “unificación” sin el prefijo “re”, pues nunca ha habido unidad más que para la guerra con Honduras o en torno a la “selecta” –la así llamada pobre selección de fútbol mayor– hasta antes de los “amaños”. La real y duradera unidad nacional, al menos para enfrentar el perenne desangramiento entre las mayorías populares, era la clave para no terminar cayendo en las “tres guerras” actuales que se libran en casi todo el país: entre maras, contra las maras y de las maras contra la población. Tres guerras que tienen algo o mucho de “sucias”, usted dirá; quizás hasta de “cochinas”.

Eso pasa porque tanto una como la otra pandilla –las electoreras– se dedicaron y dedican en la práctica, de forma constante y sin reparo alguno, a dividir la sociedad casi al mejor estilo “bushiano”: entre quienes “están conmigo”, quienes “están contra mí” y quienes no están ni con una ni con la otra. Este último segmento de la población es mayoritario, pero está adormilado o del todo dormido, atormentado por una prolongada y dantesca pesadilla llamada “realidad”. 

Y, convertidos en maquinarias politiqueras, aprovechadas y marrulleras, esas dos pandillas también faltaron a su palabra empeñada en Chapultepec. No solo una, sino bastantes veces. Pero la más infame deshonra a sus compromisos tiene que ver con la superación de la impunidad. Pactaron eso y quedó escrito en el numeral 5, capítulo 1 del mencionado Acuerdo. Sin embargo, la impunidad más bien se fortaleció y se favoreció el incremento de la violencia al amarrar de pies y manos a la justicia. 

Lo hicieron con el decreto de la amnistía más amplia, incondicional y absoluta posible; por tanto, de las más cuestionadas o tal vez la más cuestionada en el mundo moderno. Pero esa es ya una mala costumbre nacional, pues los dueños de esta finca llamada El Salvador siempre han echado mano de tan funesto recurso; lo han hecho para salir bien librados, después de haber mandado a sus mandadores a cometer cualquier tipo de atrocidades y producir innumerables víctimas. Hubo antes otras amnistías en la historia nacional; perdón, demasiadas. Pero la del 20 de marzo de 1993 es la más infame, por ser violatoria de todos los estándares internacionales de derechos humanos y propiciadora de la impunidad. Ese pasado ominoso de barbarie se debió encarar y resolver de otra manera, con mecanismos propios de la justicia transicional entre los cuales están los de la restaurativa.

Hoy por hoy, pues, El Salvador es una mesa de cuatro patas: el hambre, la sangre, la corrupción y la impunidad. Hay que machacar eso, porque nunca mandarán a reparar o las cambiarán quienes en esa mueble se dan “la gran comilona”. En todo caso, lo que probablemente pueda suceder es que se rompan esos endebles soportes y se desplome a pedazos el país, como ya  ocurrió en el pasado reciente y en el otro un poco más lejano. Y puede ser que ese posible desplome sea más estrepitoso y violento que los de antaño.

No queda de otra, entonces. Hay que ponerle freno a esa nefasta polarización partidista más que política, porque ninguno de los dos “dinosaurios” enfrentados tiene un verdadero proyecto político que ofrecer al país. Ninguno ha hecho ni quiere hacer algo para evitar otro descalabro: dejar de impedirle al pueblo que irrumpa en el escenario y asuma un real protagonismo.



Ese pueblo está lleno de víctimas. Las hay a montones. Las engendraron antes de la guerra y durante la guerra. Lo peor es que siguieron surgiendo en la posguerra y siguen habiendo en el marco de las tres guerras actuales, tanto por la muerte lenta como por la muerte violenta. Todas deberían despertar y hacerle la vida imposible a ese par de monstruos que se creen, hasta hoy, intocables e inamovibles. Si se lograra que todas las víctimas existentes salieran a las calles y reclamaran el respeto de sus derechos a todo nivel, seguro se juntarían más personas en pie de lucha que en Guatemala y Honduras.


Por eso la pregunta: ¿Agorero? Para nada. La raíz etimológica del término no es la de “ave de mal agüero”. Viene del latín “augurium” y significa “augurio, predicción, acto de consulta a los dioses sobre lo favorable de algo a emprender”. Hay que augurarle, entonces, algo bueno a El Salvador: el despertar de su pueblo victimizado. Porque nunca habrá un Estado garante de los derechos humanos, mientras su sociedad realmente no sea demandante de su respeto. Hay que pasar, pues, de la indignación a la acción.


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