viernes, 28 de agosto de 2015

Que cuarenta años no es nada…

Benjamín Cuéllar 

Durante 1975, del 30 de julio al 15 de agosto, se marcó un antes y un después para El Salvador. Ya no fue el mismo. No quiere decir que previo a dicha coyuntura, no había pasado nada. ¡Claro que sí! Pero en esos pocos días se mezclaron la lucha social de calle con la represión gubernamental, la naciente y poderosa organización popular con la defensa valiente e indeclinable de los derechos humanos. A cuatro décadas de distancia, hoy que está languideciendo agosto del 2015, es válido y pertinente voltear la mirada de la memoria a ese escenario para recordar. Pero no solo para eso; también para buscar por dónde no y por dónde sí hay que encarrilar el rumbo nacional sin más demoras que las inevitables –las rémoras partidistas, por ejemplo– para no descachimbarlo de nuevo en otro barranco quizás más profundo que los anteriores en 1932 y de los inicios de 1972 a los de 1992.

Cuenta el “primo” David Escobar Galindo que, en una de sus tardes juveniles departíendo con Saúl Flores, se le ocurrió preguntarle al maestro para qué servía la memoria. Con su precisión característica, recuerda el poeta, don Saúl respondió: “Para entender mejor el presente”. No más. Habría que agregarle lo tantas veces dicho: para aprender de las lecciones que encierra y no cometer los mismos errores; también, para extraer de la misma sus enseñanzas positivas en aras de un mejor porvenir. Hay que conservarla viva con sus miserias y glorias. La memoria histórica es, en palabras de David, “el constante ejercicio de lo que venimos siendo como herederos del día anterior y como tributarios del día que sigue”.

¿Qué pasó aquel “día anterior”, el miércoles 30 de julio de 1975? Por la tarde, una marcha de estudiantes acompañada por mucho pueblo exigía –en las calles aledañas a la Universidad de El Salvador– se atendieran sus demandas más sentidas. Sin decir “agua va”, la manifestación fue artera y brutalmente atacada por fuerzas represivas del régimen. Con la “definición”, la “decisión” y la “firmeza” anunciadas por el militar de turno que entonces usurpaba la Presidencia –el coronel Arturo Armando Molina– las muertes violentas, las desapariciones forzadas y las ilegales capturas se desataron entre las instalaciones del Instituto Salvadoreño del Seguro Social y las del Externado de San José, colegio jesuita que abrió sus puertas para brindar refugio como pudiera y a quien pudiera.

Paradojas de la vida y la muerte en El Salvador. Contiguo a ese colegio estaba la Policlínica Salvadoreña. En aquella época, eran las entidades privadas que proveían de educación y salud a la flor y nata del país. Y al frente de las mismas, en su calle y sus aceras, ese miércoles corrió la sangre de una juventud salvadoreña que luchaba por su mejor formación académica, mezclada con la de la pobrería solidaria que la apoyaba en su cruzada.

Un día después, en el titular principal de “El diario de hoy” se leía: “Policía dispersa manifestación”; en cambio, el de “Voz popular” decía: “Cuerpos de seguridad masacran estudiantes”. Una y otra cara de la misma moneda, distintas y distantes entre sí en función de los intereses de unos y otros: los de la mentira y el oprobio, los de la verdad y la equidad. La distorsión de la historia y el afán por rescatarla. Al siguiente día, primero de agosto, por primera vez era ocupada la Catedral metropolitana por el pueblo organizado.

Cuenta el buen “Jacinto” que el 6 de agosto finalizó la toma del templo. A la hora del desalojo, en el discurso fuera de sus instalaciones –ya con todos los bártulos listos para partir a seguir la prolongada y cruenta lucha– se anunció la presentación en sociedad del que sería después el masivo y combativo Bloque Popular Revolucionario, muy seguido por el pueblo y muy perseguido por el régimen al cual puso y mantuvo en jaque por años. Así nació el BPR o, simplemente, el “Bloque”, que tuvo de entrada a Mélida Anaya como su secretaria general. Se acercan ya los treinta y seis años de la ejecución de “Polín”, el mítico dirigente campesino que también ocupó dicho cargo hasta unos días antes de su muerte.

El mismo 30 de julio, tras la masacre, iniciaron las reuniones y discusiones sobre qué hacer. Tomada la decisión sobre la toma de Catedral y planificada la misma, el jueves 31 se comunicó a las “bases”. El primero de agosto se realizó en su interior la misa de “cuerpos presentes” y, a la salida, un grupo partió al cementerio a enterrar los cadáveres; otro cerró las puertas de la iglesia y se quedó dentro. Falta afinar, comenta “Jacinto”, pero parece que ese año no se realizó la tradicional “bajada” del Divino salvador del mundo. Hay que ejercitar diariamente la memoria para no perder exactitud y, así, difundirla con precisión.

En ese marco, cuando en el país se empezaban a sacar de la bodega los tambores de guerra alzados después de 1932, en el Externado iniciaba la buena conspiración en favor de las víctimas de la exclusión política, la inequidad económica y la brutalidad oficial. Y no eran pocas las asoladas por esos males; eran, en palabras de Ellacuría, las mayorías populares. Un par de semanas después de que el rector autorizara salvar vidas abriendo su portón, ubicado en la 25 avenida norte capitalina, nació el Socorro Jurídico Cristiano. Vio la luz precisamente el 15 de agosto, fecha del natalicio de monseñor.

Aquel rector era el padre Montes. Segundo de nombre, pero primero en ideas e iniciativas necesarias como la del Socorro. Visionario y coherente, vigente hasta ahora, era mejor conocido por los “externadistas” como “Popeye”. Tras su primera reunión con el personal de este incipiente despacho –pequeño en tamaño pero grande en compromiso– el beato Romero dejó plasmada en su Diario la satisfacción personal y de Pastor que sentía por la buena voluntad de sus “abogados de conciencia cristiana”. Porque eso eran: con título profesional o estudiando para graduarse, inspirados en el Evangelio y en Medellín, sus integrantes se entregaron enteros para abogar por las víctimas del mal común en El Salvador.

Ese fue el centro de su quehacer y por eso el Socorro puso su cuota de sacrificio con sus oficinas allanadas, robo de archivos y desaparición forzada de dos integrantes. No valían posiciones políticas para hacer concesiones. Eso lo dejó claro Montes el 13 de abril de 1989, en una carta que mandó al director de “El diario de hoy”. La razón: ARENA, partido en el Gobierno publicó en un comunicado su particular interpretación de lo que el jesuita expresó en una entrevista, transmitida el día anterior. Montes aclaró que en la misma no se trató el tema del terrorismo –hoy de nuevo de moda– y reafirmó lo que había dicho: advertir sobre el incremento de la violencia, en un entorno donde las partes procurarían negociar “desde posiciones de fuerza”. El jesuita lamentó que ARENA  interpretara de forma “parcial e ideologizada” sus palabras, atribuyéndole una falsa legitimación de la violencia guerrillera. Vueltas las que da la vida…

“Creo que es indispensable, y requisito de honestidad, el conocer la realidad y no pretender ocultarla. Por supuesto que estoy contra la violencia y contra toda violación a los derechos humanos. Pero también estoy contra la mentira y la calumnia pública. El mal fundamental es la guerra, y si somos consecuentes debemos hacer lo posible por alcanzar una verdadera paz […] Ojalá no caigamos en el error de otros grupos sociales y políticos que se cierran a todo dato, a todo análisis, a toda interpretación que no esté de acuerdo con su posición, y se los considera enemigos por ello”. Eso alegó Montes en su misiva.


Parafraseando el tango de Le Pera en la voz del gran Gardel, cuarenta años no es nada si no se aprende de lo bueno y lo malo. Ahhh… Tiempos aquellos que nunca deberán volver por la represión ilícita que ahora, preocupantemente, vuelve a asomar. Pero sí habrá que revivirlos por la organización de las víctimas y la defensa seria, consistente e inclaudicable, de las víctimas de violaciones de sus derechos. Así, con esas habilidades y esos quehaceres, habrá que techar y cerrar El Salvador con esperanzas de pies a cabeza, alfombrarlo con la suavidad plena de los logros reales –sin turbias manchas demagógicas– y acondicionarlo con aires nuevos de lucha por el bien común. Primero Dios y Segundo Montes.

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