Para
que aquellas personas, agoreras de los males presentes y futuros, se enteren: a
este país la vida comienza a sonreírle, ya se asoma luminosa la felicidad
colectiva tan escondida en estos apenas veinte mil kilómetros cuadrados, el
futuro radiante casi se alcanza a tocar y sí hay que preocuparse –¡claro que
sí!– pero solo un poquito, porque para El Salvador ya no hay marcha atrás. Y esa
marcha triunfal es algo que se reconoce hasta fuera del país. Todo ello y más es
lo que anuncian y de lo que presumen, quienes antes eran sombríos voceros de
pasadas calamidades gubernamentales y hoy en día tienen “la sartén por el
mango”. Pretenden así, sin más, que la población entera les crea a ojos
cerrados y –obviamente– los siga haciendo ganar venideras elecciones. Son
“cantos de sirena” similares a los que, en su odisea, Ulises logró evitar le dulcificaron
los oídos propios y los de su tripulación; solo así pudo salir avante y seguir
adelante.
El
problema de país es que, luego del primero de junio del 2009, se produjo un
cambio. Pero no de las posiciones y actitudes antediluvianas, prevalecientes entre
los bandos que antes se agarraron a balazos –cada cual en su trinchera– y que desde
hace más de dos décadas viven agarrados de las greñas cada cual en su curul, en
su televisora, en su periódico o en su radioemisora. El cambio fue entonces,
solo y simplemente, de “cancha” en el terreno de juego político partidista. El
que estaba en la de la oposición pasó a la del Gobierno y el que estaba en el
Gobierno pasó a la oposición. También lo fue de condición económica y social
para más de alguno que, ahora, tiembla cuando escucha reclamar claman por la
“revolución” traicionada; no vaya a ser y le quitan lo que disfruta como
merecido “descanso del guerrero”.
“Se
ha iniciado la derrota del crimen organizado en El Salvador”, ha dicho uno de
los radiantes funcionarios. “Cuando nosotros nos sentamos con la gente de
organizaciones internacionales y les explicamos la situación, ellos hasta nos
dicen: ‘miren, de verdad que ustedes están muy bien, están avanzando’”, dice
otro de sus colegas. Lo aseguran hinchados cuando al menos ciento veinte
familias se enjugan las lágrimas derramadas por sus víctimas, muertas
violentamente en escasas setenta y dos horas. Pero no importa porque la “gran
mayoría que han (sic) muerto eran pandilleros”, declaran allá arriba. Todo eso
y más aseveran al momento en que la Corte Suprema se retira del “elefante blanco”
creado: el llamado Consejo de Seguridad y Convivencia Ciudadana. Así, “dioses y
diosas del Olimpo” judicial agarran sus cositas y se van para ver –sostienen– cómo
hacen lo que se pueda por su lado.
Y
en la otra cancha, “no cantan mal las rancheras”. “El Salvador –se llenan la
boca afirmando– enfrenta la peor violencia desde la guerra. La población vive
aterrorizada en sus propios hogares y los asesinatos, asaltos y extorsiones son
el pan de cada día de los salvadoreños”. ¡Qué no vengan con esa guasa! No se
burlen de la inteligencia nacional, que la hay y de la buena. Si durante las décadas
que tuvieron en sus manos las riendas
del país –no veinte años, sino más– su mayor producción fue violencia y muerte,
saqueo y corrupción, exclusiones políticas y sociales. Si no es por la dolorosa
guerra que asoló al país, seguirían igual: regenteando su parcela o pagando
para que se la administren. No se den pues, a estas alturas, “baños de pureza”
democrática.
No
está demás repetirlo hasta la saciedad o, fuera mejor, hasta el entendimiento:
de 1992 a
1999, las muertes violentas en El Salvador superaron las siete mil. Para ser
más exacto, en 1998 el Consejo Nacional de Seguridad Pública de la época
reconoció que el promedio de las mismas fue –durante los tres años anteriores– de
7,211. Ese Consejo lo creó Armando Calderón Sol y hasta la fecha, con iguales o
distintas hechuras e intenciones, todos los presidentes han tenido el suyo con
su respectivo presupuesto y sus rimbombantes retóricas. Pero, ¿de qué han
servido? A final de cuentas, los ojos de los partidos ansiosos de votos siempre
han volteado la mirada hacia un coqueto ejército cada vez con más poder, erigido
como el “chapulín colorado” idóneo para defender la sangrienta y dolida patria.
Y
de entre sus comparsas veleidosas, bailan con uno y con el otro dependiendo del
indecente “perreo” que les toquen, no se puede ni se debe esperar algo mejor.
Añoran los tiempos del general Maximiliano Hernández Martínez, sin decir la
verdad completa por ignorancia o por malicia. Al respecto, en un reportaje
periodístico serio y reciente, se da cuenta de lo siguiente:
“Ante el desborde de las muertes violentas en 1934, el
gobierno militar subió el tono de las medidas de seguridad y promovió una
reforma al Código Penal. Entre las medidas inmediatas que tomó la Presidencia fue autorizar
a los cuerpos de seguridad para decomisar machetes y armas de fuego en pueblos
y caseríos. Los principales afectados de la política eran campesinos, que más
que arma letal utilizaban las cumas o corvos en su trabajo diario, la única
forma que tenían de ganar un ingreso para sus familias. El número de muertes
violentas bajó del brutal índice de 88 homicidios por cada 100,000 habitantes
en 1934 a
53 homicidios al siguiente año. Pero las cifras se mantuvieron altas y
perduraron por el resto del martinato”.
Eso pasaba durante la dictadura de Hernández Martínez, quien en 1932
ordenó la gran matanza y amnistió a sus responsables. Ocupó al ejército, aplicó
en general la “mano dura” y no “descumizó” ni “descorvizó” la sociedad. Ochenta
y tantos años, esos ingredientes son parte de la receta. Pero más que
solucionar la situación, la complican; además, la “maquillan” o de plano
mienten sin rubor. Y la realidad violenta no cambia.
Ahora piden ofuscados, también, “estado de sitio”. Esa fórmula se
ocupó una y otra vez en estas tierras, en el resto de América Central, en
Latinoamérica y el Caribe, con sus respectivos “toques de queda” y sus nefastas
consecuencias hartamente sufridas y hasta reconocidas. Alcaldes de uno y otro
partido se oponen argumentando, entre otros asuntos, “que pueden pagar justos
por pecadores”. Y es que es cierto. Más de alguno, uniformado o no, tendría en
sus manos un riesgoso y mortal “cheque en blanco”.
A propósito, cuentan que en uno de esos escenarios –establecida la
prohibición a la ciudadanía de circular en la vía pública después de las diez
de la noche– una persona fue interceptada por una patrulla. Luego de ordenarle
se detuviera, uno de los militares le disparó y lo mató. Otro soldado interrogó
a su colega a manera de reclamo. “¿Por qué le disparaste si aún faltan quince
minutos para que empiece el ‘toque de queda’?” “Cierto –le respondió quien asesinó
al pobre ‘cristiano’– pero yo sé donde vivía y ya no alcanzaba a llegar a su
casa antes de la hora”. Fin del imaginario y burlón relato, que en este país
donde la muerte y la impunidad se pasean de la mano bien podría ser realidad.
Pero esos politiqueros baratos, vendedores de espejismos, no merecen más que eso:
la burla.
Lo que requiere en serio El Salvador no es “estado de sitio”. Lo
que debería reclamar la gente que sufre la inseguridad y la violencia –por ser
urgente, justo y necesario– es que el Estado se ponga en su sitio y asuma su
responsabilidad, liderando la materialización de un nuevo y diferente acuerdo
que no solo incluya a su rival de hoy y siempre. Si se continúa dejando de lado
a las víctimas, como es la costumbre, este país seguirá siendo inviable y cada
vez más le irá peor. Eso no lo cambiarán ni la dulzona propaganda oficial ni la
ácida crítica opositora de los actuales partidos, estén en la cancha que estén
si es que siguen en el terreno de juego.
Muy buen análisis histórico, dibuja en blanco y negro la triste historia de violencia y criminalidad que ha sido "natural" en nuestra sufrida Patria. Ojalá quienes toman decisiones reflexionen en la historia vivida y sean capaces de tomar lsabias decisiones; ya no mas errores, el pueblo no soporta mas. Gracias Benjamín.
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