domingo, 9 de agosto de 2015

El perdedor en el planeta de los cerdos

Benjamín Cuéllar

Durante estos días de agosto en El Salvador, no obstante las vacaciones, quienes no tienen trabajo continuaron haciendo lo de siempre: milagros para llevar el sustento cotidiano a sus familias, si no mueren en el intento. Pero hay quienes no se encuentran en esa triste, lamentable e inaceptable condición; inaceptable por ser este un país donde ‒después de múltiples expresiones de violencia estatal e insurgente‒ hubo una guerra en la que unos decían defender la democracia, mientras otros reclamaban justicia social. Como a final de cuentas empataron, en esta tierra debería brillar la luz de ambas. Pero no. Aunque lo que hay que decir sobre eso, sin ser “harina de otro costal”, habrá que dejarlo en el tintero.


Ahora se antoja mejor hablar de otro asunto: además de las personas en capacidad y con habilidad para laborar que no lo hacen, están las que sin esforzarse mucho o nada “viven de sus rentas” bien o mal habidas. En este muy rústico desglose de la sociedad sin pretensiones académicas o científicas, se debe considerar algo obvio: la gente que sí trabaja, sin dejar de señalar que en ese universo existen diferencias entre la poca que tiene mucho y la mucha que tiene poco. Por ahí anda ubicándose ese segmento poblacional llamado así ‒sin más‒ “clase media”, del cual también deben establecerse elementales diferencias identificadas con elementales etiquetas: clase media “alta”, clase media “media” y clase media “baja”.

En una investigación sobre la evolución de la clase media en América Latina entre el 2001 y el 2011, se consideraron como parte de la “alta” aquellos hogares que perciben un ingreso per cápita diario superior a los 15.23 dólares estadounidenses, a la paridad del poder adquisitivo del 2005; entre la clase media “baja” se incluyeron los hogares con un nivel de ingreso per cápita menor que los 4.35 dólares, a la paridad del poder adquisitivo del 2010.

En ese marco, resulta que a un padre de una familia que bien podría etiquetarse como “clasemediera media”, le pasó algo digno de comentar al antojársele cumplir uno de los rituales de la época festiva: aunque sea un día, ir al litoral guanaco con su esposa, hija e hijo. Esa agrupación doméstica debía disponerse pues, por determinación patriarcal, a alistar sus bártulos para emprender la tradicional aventura playera en su “clasemediero” medio de transporte. Pero resulta que ahora, en plena mitad de la segunda década del siglo veintiuno, las cosas ya no funcionan tan así y la oposición de la madre fue automática. ¡No! Definitivamente no se haría lo que, en otras épocas, hubiera acatado sin discusión alguna.

¿Las razones para tan arrojada e inmutable negativa? ¿Liberación femenina? Pues quizás no ¿Alguna versión centroamericana y guanaca del ascetismo milenario? ¡Para nada! ¿Simple capricho de la señora? Tampoco. ¿Ganas de jo… robar? Puede que sí, puede que no… En fin, el caso es que el entusiasta vacacionista se topó con pared. Al menos ella, no iría. Y a su rechazo se sumó de lleno el adolescente vástago de la pareja; no así la infanta que, a sus escasos cuatro años, decidió compartir sueños y correrías con su “incomprendido” padre.

La filial pareja decidida a todo debía determinar su destino ese día, sin importarle el desacuerdo de la mitad de su hogar ni el qué dirán. Mientras llenaban sus bolsas del “súper” con los esenciales utensilios para el viaje, la señora no desperdició la oportunidad para cantarle en su cara al marido las causas de su oposición. “¿Qué no vés, insensato, cómo están las cosas?”, le restregó a su cónyuge. “¡Si ni los policías están a salvo! ¡Los están matando como pollos!” Y no contenta, sacó a relucir su otra causa para oponerse a tan osada salida: “¿Cuánto vás a gastar? ¡Qué no ves que cómo estamos y vos dándote esos lujos!” Categórica síntesis de los dos problemas acuciantes que le hacen poco posible la vida ‒por no decir imposible‒ a las familias “clasemedieras” tanto “medias” como “bajas” en el país.

Pero él, terco y orgulloso, no dio su brazo a torcer. La decisión estratégica estaba tomada: se iban a disfrutar como fuera. Pero, ¿adónde? Esa, que era la táctica, no estaba clara. ¿La Unión, La Libertad o La Paz? En esas tres opciones pensó y había que escoger. Solo y su alma, superando los sentimientos encontrados que le generó la férrea negativa de su consorte, el abnegado padre de familia se puso a divagar. ¿La Unión? En todos los años transcurridos desde que acabó aquella guerra, ha sido de lo más necesaria pero también de lo más escasa. Los graves problemas del país, sobre todo esos que argumentó la señora para no salir con su marido y su hija, la han requerido para enfrentarlos y superarlos con éxito. Pero los firmantes de “su paz” ‒no la de la población “clasemediera”, pobre y en extrema pobreza‒ nunca se pusieron de acuerdo en unir fuerzas, talentos y recursos para ello.

Por la cólera que esa realidad le avivaba, el eventual turista interno prefirió buscar otra opción. ¿La Libertad? ¿Libertad para qué? ¿Para salir del reclusorio eufemísticamente llamado “condominio”, “residencial”, “complejo habitacional” o ‒como antes‒ “colonia”? Esa es la realidad: salir entre temprano en la mañana hacia el “asocio público privado” donde estudia su descendencia. Porque eso son: escuelas públicas, pero privadas de tanto. Luego, trabajar para regresar al final del día al enrejado donde rutinariamente un vigilante abre y cierra el portón. Hay que descansar para, a la mañana siguiente, volver a lo mismo. Tampoco irían a esas playas, por el chocante nombre del departamento donde se ubican: La Libertad. Esa por la que antes se salía a las calles a pelearla y conquistarla, para vivir dignamente; esa por la que ahora mejor se sale del país.

Ni modo, no quedaba otra que La Paz por ser el escenario más deseado y menos degustado en un El Salvador “ejemplar”. Esa aspiración no cumplida, solo es modélica en lo que toca a los acuerdos para alcanzarla. Y eso, únicamente allende sus fronteras. Aunque… ya ni tanto. Dentro, para nada y para nadie fuera de quienes dicen que todo está bajo control y que las instituciones funcionan, como en la “Patria exacta” de Escobar Velado. “Ayer oí decir […] que somos un pueblo feliz que vive y canta”. Pero, volviendo a las protagonistas de este relato, decidieron: aunque tan solo durante unas horas de calor sofocante y agua salada, disfrutarían las bondades de La Paz. Pese a todo, padre e hija emprendieron el viaje para solazarse en la piscinita y así amarrar con más fuerza sus entrañables lazos de amor.

También gozaron la playa. Mientras se revolcaban en la misma, surgió la tentación de construir el infaltable “castillo de arena”. El orgulloso padre quiso presumirle a su entusiasmada hija e hizo el mejor de sus esfuerzos. Al final, le dijo: “¡Nos quedó lindo!” La niña, desde su inocencia y viendo a unos metros la obra de otra familia en el mismo afán, dijo: “Pero es igualito al castillo del frente”. Él no tuvo más que asentir. En esas estaban, cuando una ola se encargó de deshacer uno y otro. ¿Moraleja? Que cada quien la decida.
Fotografía de internet


El caso es que el hombre tomó la mano de la niña y echaron a andar. Dentro de su mente se revolvieron dos “rolas” emblemáticas de “La banda del sol”: “Fui a caminar sin fijar a dónde. Todo duerme ya y la luz se esconde. Ves alrededor, siendo un perdedor… [Y veo que] no son cerditos simples, hasta saben pensar… Me piden palabras y yo no las tengo, me piden sonrisas y yo no las siento… [Aunque] saben que no conviene ‒¡oh, nooo!‒ que el hombre vaya a despertar. Y así nos dan estadios, les gusta vernos jugar… Y gritan y prometen. No es más que un blá, blá, blá… Llantos nadie busca y eso es lo que tengo…”






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