Benjamín Cuéllar
En este país cuyo nombre evoca al Divino salvador del mundo, hace casi veinticuatro años terminó la confrontación armada entre los ejércitos gubernamental e insurgente. Las representaciones políticas de ambos tardaron veintiún meses dialogando, negociando y firmando documentos hasta cesar los combates entre sí el 16 de enero de 1992. Siempre se habla de los “acuerdos de paz”, pero solo se menciona y conmemora el de Chapultepec. Este fue el último. Pero hubo otros entre los cuales debe rescatarse del peligroso archivo del olvido el de Ginebra, signado el 4 de abril de 1990 en presencia del entonces secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU): Javier Pérez de Cuéllar.
En el histórico castillo ubicado en la capital federal mexicana, lo
rubricado era en lo fundamental el listado de compromisos que se estaban
adquiriendo para –entre otros asuntos– crear y recrear instituciones estatales,
desmontar otras cuyo uso distorsionado sirvió para violar derechos humanos, buscar
la verdad al respecto y sancionar a los responsables de esos hechos, desarmar a
la guerrilla e incorporarla a la vida política partidista, así como reformar
los sistemas de justicia y electoral. Ese importante texto detallaba
obligaciones asumidas y mecanismos para hacerlas valer.
El Acuerdo de Ginebra, a diferencia del anterior, más que algo operativo
era la esencia del proceso que la ONU denominó “En el camino de la paz”. La
paz, ese ansiado anhelo nacional e internacional, no debía entenderse entonces
solo como el fin de la guerra que se concretó como el primer paso del proceso de
largo aliento que debía impulsarse. Así lo determinaron en la ciudad suiza hace
veinticinco años, el 4 de abril de 1990, la extinta guerrilla y el Gobierno de
la época.
Pero había más. Los otros dos componentes del mismo que debían
concretarse simultanea y progresivamente, eran la democratización del país y el
respeto irrestricto de los derechos humanos. Ni en uno ni en el otro se avanzó
sustantivamente. Por un lado, el país siguió polarizado electoral y
políticamente. Por el otro, los sectores más amplios de la población siguieron
siendo víctimas de la muerte lenta y la muerte violenta, por lo que el forzado
desplazamiento interno o la huida de su tierra natal continuaron como “soluciones”
a esos males.
¿Por qué no se pudo prosperar en esas cuestiones tan vitales para
edificar una sociedad en paz? Porque las partes firmantes hicieron caso omiso del
cuarto y último componente de lo que pactaron en Ginebra: unidad nacional,
obviamente para enfrentar y superar las causas estructurales de la permanente,
violenta e histórica crisis de país que se resumen en tres: la falta de participación
política real de la población en lo local y lo global, la amplia exclusión
económica y social, y la impunidad para criminales y corruptos de altos vuelos.
No se avanzó, también, porque ni la ONU ni la sociedad salvadoreña les
exigieron que cumplieran cabalmente y se unieran siquiera para eso.
Es pues el momento de reclamar entendimientos básicos a las fuerzas
enfrentadas con las armas en la mano desde enero de 1981 hasta enero de 1992, que
luego continuaron y continúan contrapuestas hasta la fecha descalificándose
mutua y públicamente en su pugna por el poder político formal; en este
escenario, han supeditado los intereses de las mayorías populares a las de sus
partidos y sus patrocinadores. Se deben demandar esos entendimientos adeudados,
a partir de esa unidad a la que comprometieron materializar hace cinco lustros en
Ginebra; debe hacerse, por ser necesarios y urgentes para encarar el hambre y
la sangre que asolan la existencia de gran parte de la población. Para ello,
también se requiere una frontal y decidida lucha contra la impunidad.
Es hora, entonces, de buscar dentro y fuera del país los apoyos adecuados
y oportunos al más alto nivel, para salvar a El Salvador y evitar que –en menos
de un siglo– se dé otra tragedia nacional como las ocurridas de 1932 y de 1972
en adelante. Hay que reclamar y forzar, pues, la tregua que el país necesita
con urgencia y sin remedio: la que debe pactarse entre los dueños del Frente
Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y Alianza Republicana
Nacionalista (ARENA), sin comparsas. Si no, como bien dice Álvaro Cruz Rojas,
“realmente estamos jodidos”.