martes, 28 de abril de 2015

Un buen consejo: marchando van

Benjamín Cuéllar

“Se necesita algo de llanto y entonar un dulce canto, para sentirse capaz de reclamar por la paz que necesitamos tanto...” Bastante llanto se derramó y se sigue derramando, tanto en este país como en el resto del llamado “triángulo norte de Centroamérica”. Pero, además, esa letra del mexicano Marcial Alejandro reclama entonarle estrofas a la gran ausente –desde siempre– en estas heredades: la paz. “Artistas unidos” le ofrendaron una “rola” en 1992, tras el fin de aquella guerra salvadoreña; aceptable era su letra, pero se quedó corta. Luego, “Músicos unidos” se lanzaron de igual forma en pos de ese sueño postergado, como parte de una campaña de las Naciones Unidas iniciada al comienzo de la presente década. “Yo decido vivir en paz” llamaron a su simpática y pegajosa tonada. Sin embargo, ¿hoy qué queda oír? Más lamentos y llantos lastimeros, con fondo musical de… ¡tambores de guerra!

Ya anunciaron las actuales autoridades al más alto nivel, la creación de batallones de reacción inmediata para “limpiar” el país de delincuentes; ya se ve venir la militarización total de sus sectores más paupérrimos, como tabla de salvación nacional; ya está empuñada el arma para darle el “tiro de gracia” al “punto de honor” que Shafik Handal y compañía plantearon, en uno de los acuerdos con “el enemigo” hace casi exactamente veinticuatro años –el 27 de abril de 1991– en la ciudad de México. Con todas sus letras, la entonces audaz guerrilla declaró unilateralmente “que la redacción del Artículo 211 (de la Constitución) en el punto que define a la Fuerza Armada como institución ‘permanente’ no es acorde con su posición sobre el particular”.

Pero ahora, en la subregión central de América, faltaba poco para que El Salvador no desentonara. Según parece, se encamina a pasos agigantados y veloces a ser como la Guatemala donde está por salir un presidente acusado antes como violador de derechos humanos y embarrado ahora de los pies a la cabeza –durante su gestión al frente del vecino país– por una escandalosa corrupción. ¿Y Honduras? Infortunado pueblo catracho donde la “maña vieja” de golpear al Estado ha hecho de su destino, un desatino de violencia y también de corrupción. Y en ambos territorios, sigue enseñoreado el crimen organizado en toda su expresión. En fin, le apostaron a “acuartelar” ambas sociedades y vean como les va.

Acá lo que pasó fue distinto. Hubo una guerra de verdad y el ejército no la ganó, pese al apoyo estadounidense con dinero, armamento y tecnología. Acá, la insurgencia no fue vencida porque la apoyó el pueblo y le dio vuelo a la creatividad para nacer, crecer y desarrollarse. Acá también, para frenar ese enfrentamiento armado, hubo acuerdos entre los bandos y diversos organismos permanentes o especiales de las Naciones Unidas fueron testigos privilegiados, mediadores y verificadores de los compromisos que dichas partes asumieron. Acá, pues, hay lecciones de dolor y esperanza de las cuales se debería aprender para enfrentar los problemas –por graves que sean– y salir adelante.

Pero no. Se le sigue apostando a lo mismo. Más allá de lo que pueda opinarse sobre lo  de la milicia guanaca sobre su “profesionalismo”, aunque incapaz de vencer a unas fuerzas populares y de liberación en aquella guerra, hay que repensar ese “honroso” sitial en el que se le ha querido colocar después de dicho conflicto bélico. Para muestra en contrario, dos botones. Primero: sus mandos nunca abrieron archivos ni estimularon a su personal, para colaborar con las víctimas de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra la humanidad que legítimamente reclaman verdad, justicia y reparación. Ello, pese a que en el Acuerdo de Chapultepec –del 16 de enero de 1992– se reconoció necesario “esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada”; también se afirmó entonces que los tribunales debían actuar ejemplarmente, sancionando a los autores de las atrocidades ocurridas.

Segundo: en la posguerra se han conocido casos de contrabando de armas y otros hechos delictivos al interior de la institución castrense, sin que se haya hecho mayor cosa por investigar hasta el fondo ni castigar a sus principales responsables. Pero hay algo más de lo que no se habla mucho. Ahora que la población –hastiada y desesperada por la criminalidad, la inseguridad y la violencia– ve con buenos ojos que nazcan los hijos del “Atlacatl”, el “Atonal” y el “Belloso” en los cuarteles o que clonen a Domingo Monterrosa, nadie o casi nadie se acuerda desde cuándo se estrenó la Fuerza Armada del “nuevo El Salvador” en tareas de seguridad.

Otra vez hay que leer despacito –muy despacito, decía José Alfredo Jiménez– el Acuerdo de Chapultepec. El mantenimiento de la paz interna, la tranquilidad, el orden y la seguridad pública no tiene que ver con su misión; por eso se convino y además está en la Constitución, que solo excepcionalmente podría meterse en esos asuntos; únicamente cuando se hubieran agotado los medios ordinarios para ello. Pero el ejército está “excepcionalmente” en ese afán, que no es parte de su mandato constitucional, desde julio de 1993. Alfredo Cristiani lo sacó entonces con el “Plan Vigilante”; Armando Calderón Sol con los dos “Guardianes”. De ahí en adelante se llamaron “Caminante”, “Grano de oro”, “Tregua I”, “Tregua II”, “Mano dura” y “Súper mano dura”, hasta meter las extremidades inferiores con las “patadas de ahogado”. ¿Y qué se ha resuelto con cerca de ocho mil soldados a la fecha, aplanando calles en las ciudades y veredas en los cantones? Y si eso vuelve a fallar, ¿qué queda?

Pero quieren vender la Fuerza Armada como parte de una “nueva estrategia”. Lo que pueden conseguir, de seguir así y como dicen por ahí, es “que les den en la nuca” como pasó en Honduras. Tan consentidos están los militares que mientras José Atilio Benítez desacataba, Jorge Palencia aconsejaba. ¿Quién es el primero? El que fue viceministro y ministro de la Defensa Nacional en tiempos de Mauricio Funes, al que desobedeció manteniendo los homenajes institucionales a violadores de derechos humanos castrenses. Como “castigo”, su entonces flamante “comandante general”  lo mandó como embajador a España y el actual lo trasladó a Alemania.

¿Quién es el segundo? Pues quien fungía como consejero en la sede diplomática salvadoreña allá en Madrid y de quien todo mundo esperaba sería el representante “rojo” salvadoreño ante aquella monarquía. Pero no. Le tocó mudarse acá cerquita a Guatemala, donde sí es el embajador de este Gobierno. Pero qué “baje” le dieron a quien en la década de 1970 “sudó la camiseta” y “se jugó el pellejo”, siendo coordinador del Movimiento de la Cultura Popular; el “MCP”, le decían, del aguerrido Bloque Popular Revolucionario.

Y a propósito de aprender de las lecciones de dolor y esperanza que quedaron de aquellos años, el querido “viejo” Palencia supo sintetizar una con la letra de su pluma y los acordes de su guitarra. “Marchando van –cantaba– los obreros con las manos campesinas. Qué belleza, qué belleza compañeros… La alianza obrero-campesina. ¡Los oligarcas ya se han puesto a temblar!”. Esa alianza en el abajo y el adentro del país, donde corre la sangre de las víctimas que desesperadas ya no hayan qué hacer, debería reeditarse para poner a temblar a la delincuencia exigiéndole a las autoridades estatales con marchas como las de antes – auténticas y combativas– que la enfrente en serio.


“Basta y sobra con recordar lo que nos hizo llorar la madre naturaleza, para no pensar jamás que son la guerra y la paz un simple juego de mesa” Eso dice la canción de Marcial Alejandro, finamente interpretada por Tania Libertad y recordada al principio de estas líneas. Que dejen ya de jugar, pues, con esos asuntos en las lujosas mesas de los poderes. Porque en este país “se necesita mucha firmeza, el amor y la ternaza… Ganas de reconstruir y nunca más permitir que perdamos la cabeza”.


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