Benjamín Cuéllar
Autoridades del Gobierno estadounidense deportaron al
general Eugenio Vides Casanova y ya comenzaron los trámites finales para
extraditar a España al coronel Inocente Montano Morales; además, el promedio
diario de homicidios en el país llegó a dieciséis. El miércoles 8 de abril del
2015, esas fueron noticias de última hora en El Salvador. Pero no son novedades.
Las dos primeras, las relacionadas con ese par de altos jefes militares de
antes y durante la guerra que en el país inició el 10 de enero de 1981 y
terminó el 16 de enero de 1992, son fruto de un largo y pertinaz esfuerzo de
sus víctimas y de los organismos defensores de derechos humanos que –dentro y
fuera de El Salvador– las han acompañado por años.
La última de esas tres últimas noticias ha sido el pan
amargo de cada día a lo largo y ancho del territorio nacional, al menos por más
de cuatro décadas y media. Ese desangramiento en ese largo trayecto de la
historia salvadoreña, provocado por razones políticas o por políticas
irracionales, ha tenido subidas y bajadas en el “muertómetro” pero no ha cesado
desde la década de 1970 hasta la fecha.
Hace cuatro años, escribí algo que –palabras más,
palabras menos– iniciaba contando la historia de un hombre que consultó a una
vidente su destino y así supo que la muerte lo visitaría pronto. “No
voy a permitir que me encuentre; huiré lejos de aquí”, se dijo a sí
mismo. Angustiado, atravesó tierra y mar hasta llegar a otro continente donde
cruzó ríos, montañas y bosques para encontrar una distante y casi inalcanzable
cueva. “En este lugar tan lejano no me hallará la muerte”, pensó. Al
ingresar a la caverna, se encontró con la última sorpresa de su vida. Sentada,
tranquila, la muerte lo aguardaba. “Te estaba esperando; llegaste a tiempo”,
le dijo y se lo llevó.
Llegada de Vides Casanova a El Salvador |
A continuación, en el texto antes citado, reflexionaba
sobre los responsables de crímenes aberrantes y grandes violaciones de derechos
humanos que permanecen protegidos cuando ellos o sus herederos, detentaban el
poder. Mentira oficial, leyes de amnistía, procesos viciados, funcionarios
comprados, inmunidades vitalicias, evidencias destruidas y testigos fallecidos –dije
entonces– son algunas de las piedras con las cuales se levantan verdaderos
muros de impunidad; lo hacen sobre la falsa creencia de que la verdad y la
justicia nunca los podrán sortear. Pero quienes colocan a las víctimas esos
valladares llevan las de perder, pues la falsedad y la infamia –por su misma
inconsistencia y mezquindad– se desvirtúan y superan en la medida que, con el
esfuerzo de quienes las padecen, asoman pinceladas de esa verdad y esa justicia
escamoteadas.
Tales líneas fueron escritas a propósito del proceso de
Vides Casanova que, en una corte de Estados Unidos de América, iniciaba
entonces. Lo largo del brazo de la justicia gringa llega hasta ahí; ahora le
toca encajar el suyo a la guanaca, a ver de qué tamaño es y hasta dónde alcanza.
Por de pronto, ni los dedos ha metido para investigar, juzgar y sancionar a este
oficial que hace años dirigió la Guardia Nacional y luego fue Ministro de la
Defensa Nacional. Lo acusaron en el país del norte tres víctimas salvadoreñas
de crueles torturas y lograron su condena en el 2012; él y el general Guillermo
García –quien pronto será también deportado– apelaron sin éxito. Pero acá, aún
no tienen de qué preocuparse.
Esa condena y la deportación de Vides Casanova lanzan
tres mensajes. El primero: la certeza de que la justicia, irreversible e
irremediablemente, prevalecerá sobre cualquier intento de evadirla. El segundo:
que esos hechos, ocurridos irónicamente en el país cuyo Gobierno fue el
principal aliado del ejército salvadoreño durante la guerra de once años y seis
días, marcan el inicio de una nueva etapa en los intentos por hacer valer los derechos
de las víctimas, por primera vez reivindicadas ante los responsables de un
aparato organizado de poder que ordenó, toleró y encubrió grandes atrocidades.
Y el tercero, consecuencia de los anteriores: que comenzó a hacerse más difícil
para los altos jefes castrenses de aquella época cruenta, eludir sus
responsabilidades.
¿Será casualidad?
¡Quién sabe! Pero el mismo día que subió esposado Vides Casanova al
avión en el que volaría a El Salvador, el Departamento de Justicia
estadounidense aprobó extraditar al coronel Montano a España, por su
participación en la masacre realizada por el batallón “Atlacatl” en la UCA. Esa
“aguerrida” tropa, en medio de lo más duro de sus combates contra la difunta
guerrilla, tuvo el “valor” de “enfrentarse” a ocho personas para ejecutarlas
con saña: una adolescente, su madre y seis curas jesuitas. Esa “peligrosa”
gente, enemiga a liquidar, estaba desarmada y –evidentemente así pasaría y así
pasó– no opuso resistencia.
Montano, su jefe de hecho –el general René Emilio Ponce–
y un reducido grupo de los más altos oficiales de entonces, fueron responsables
intelectuales de esa monstruosidad y de su posterior auto encubrimiento. Falta
un trámite formal, pero es casi un hecho que dentro de poco este Inocente
–nomás de nombre– estará sentado en el banquillo de las acusados en Madrid
frente Eloy Velasco, juez sexto de la Audiencia Nacional de España y quien lo
ha reclamado para juzgarlo a él y –aunque no estén presentes– a cerca de una
veintena de militares partícipes de alguna forma en dicha masacre.
Ya inició y se avanzó, pues, en lo que Roque llamó el
“turno del ofendido”. Esa parte de la historia tan anhelada y tan buscada por
las víctimas –la del triunfo de la verdad y la justicia– ya comenzó a asomarse,
producto de la imaginación y los esfuerzos de aquellas. Eso también fue parte
del texto antes citado, en el cual agregué que luego de ser y permanecer
pisoteadas por el sistema en lo más profundo de su dignidad nunca perdida, las
víctimas ven hoy una luz esperanzadora: que los torturadores y asesinos junto a
sus mentores, encubridores y facilitadores, están ya ante la posibilidad cierta
de que terminen para ellos las comodidades de la impunidad que han disfrutado.
La historia da vueltas, sostuve hace cuatro años,
añadiendo que en materia de graves violaciones de derechos humanos es como el
bumerang que regresa exacto al lugar de donde fue lanzado; sólo que con sus
puntas al revés y en dirección de quien lo lanzó. Así, pues, ha llegado el
momento de la siega y –tal como pasó con el hombre que quiso escapar de la
muerte– no importa donde se escondan los responsables de tanta crueldad
ocurrida en el país ni la textura de los tejidos para enmarañar la verdad. Lo
cierto es que la ignominia terminará siendo derrotada, pues tarde o temprano la
honradez y la decencia prevalecerán. Si ha pasado en otros lugares, ¿por
qué no acá?
Cuando las instituciones busquen verdad, impartan
justicia y reparen el daño causado a las víctimas, se podrá hablar con certeza
de un El Salvador distinto y no de esta caricatura de país. Solo así existirá
una democracia real en esta tierra. Y la principal responsabilidad de su
construcción, no deberá adjudicarse a quienes firmaron sus acuerdos para luego disfrutar
el “descanso del guerrero”. No, por favor. En la lucha de las víctimas está la
solución: unidas las de antes, durante y también las de después del conflicto
armado protagonizado entre los que entonces pelearon con los fusiles y ahora se
pelean por los votos.
Esa solución será la de las víctimas sobrevivientes y
de las familias de las personas ejecutadas y desaparecidas, que han declarado
ante el Tribunal internacional para la aplicación de la justicia restaurativa
en El Salvador; de las que han denunciado crímenes abominables en el sistema
interamericano de derechos humanos y obtenido la condena del Estado en su Corte;
de las que han presentado sus denuncias en una Fiscalía General de la República
casi siempre inoperante; de las que siguieron muriendo y desapareciendo después
de aquella guerra.
Hace cuatro años, el título de aquel comentario que
escribí fue: “El bumerang regresa”. Según parece, ya empezó a retornar y no hay
que aflojar para que le pegue con todo a quienes lo lanzaron.
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